domingo, 30 de septiembre de 2012

Capítulo IV : Aquellos fumadores - 1ª Toma


            Y los hombres volvieron con sus penas a cuestas, parecía que habían enterrado a sus propios ojos y ahora no sabían cómo llorar la tristeza. No estaban tristes porque se hubiera muerto la abuela Angustias, al fin y al cabo no la conocían tanto. Verdaderamente nadie la conocía. La abuela Angustias tuvo una hija sin estar casada: mi madre. Y en aquellos tiempos ser madre soltera era un pecado más grave que el asesinato, por lo menos más inmoral. Mi madre, Carmen la de las tetas negras, siempre conservó esa inestabilidad quebradiza propia de los hijos señalados y siempre le guardó a la abuela Angustias un amor mezclado con el resentimiento de no haberle dado la condición de los que disfrutan de los apellidos de su padre. Así que aquella vieja que estiró la pata se llevó un secreto a la tumba, el nombre del macho que le hizo el bombo. Tampoco era por eso por lo que los hombres vinieron tristes, a los hombres les traía al fresco la reputación de las mujeres. Ellos venían pensando en sus cosas y caminaban despacio, con la cabeza gacha y las manos metidas en los bolsillos. Yo los vi doblar la esquina de la calle porque mi tía Lola, la Esperatriz, me tenía en brazos. Y los hombres caminaban así, desganados, porque los hombres, de pronto, se encogen cuando van a un entierro y se ven solos, sin mujeres al lado, junto a una tumba abierta. Y es que al cementerio no fuimos ninguna de nosotras, no nos correspondía. Cuando la Esperatriz los vio con esas caras se levantó y dejó su puesto, y en un gesto de lucidez corrió a la cocina a por una botella de coñac; y es que a la Esperatriz le daba mucha pena contemplar a un hombre con ganas de llorar y sin ojos para hacerlo.

            Mi abuelo Ramiro Sánchez era el que venía peor, tal vez porque él tenía la sombra de la edad en los párpados y andaba ya con bastón. Cuando Lola le acercó la copa con una rayita roja que señalaba la cantidad de licor que se debía servir no le dio las gracias ni ná de ná, que por entonces no se estilaban esas finuras y vivíamos en una época donde lo más frecuente era pisarnos los unos a los otros sin pedir perdón. Aunque los hombres, y esto también es cierto, cuando tienen ganas de llorar y tú les das una copa como si fuera un pañuelo… A ellos les entran ganas de abrazarte y comerte a besos o invitarte a café o comprarte un alfiler. Los hombres eran así y escondían su agradecimiento. Bueno, algunos son así y también son de otra manera, quiero decir que el mismo que te pone en un altar puede matarte a puñetazos. Y eso la Esperatriz lo sabía, decía que tenías que tener mucho cuidado si habías visto a un hombre llorar porque después se ofende y se muestra colérico por haber mostrado su debilidad. Entonces es cuando él empieza a odiarte y repudia el momento en que simplemente fue un ser humano, entonces es cuando se vuelve suspicaz y agresivo y te odia porque teme tu saber. La Esperatriz decía que eso le pasaba sobre todo a los mejicanos, que ella lo sabía bien porque tuvo un novio con un gran mostachón y acento de Monterrey, que era un machito de armas tomar. Así que los hombres entraron en la sala grande y la Esperatriz se quedó en la puerta y las demás mujeres: la prima Tomasita, Mari Polvo, la tía Nati, Fuensanta la inquilina, mi madre y la vecina Sebastiana se quedaron en el patio dándole de comer a los canarios y diciendo ay, ay, ay sin ningún pudor.

            Mi primo Andrés le ofreció a mi padre un cigarro, pero éste dijo que prefería su pipa de espuma de mar; mentira que no era suya, que se la había robao a mi madre. Teodoro, el inquilino de la Metacasa, quedó maravillado por la destreza que manejó Jimmy Sailor al tratar con el tabaco y Vicente, el vecino, abrió los ojos como si estuviera deslumbrado por el alba. Mi abuelo Ramiro, mientras tanto, pensaba en la muerte.

            El primo Andrés parecía que guardaba un silencio doble, sus bucles de trigo atusados por el peine quita-liendres y la lamiosa brillantina le daban un aire atrayente y melancólico. Igual que un artesano de manos delicadas encendió el cigarro que él mismo había liado con pulcritud y parsimonia y tras la primera calada dijo: “No somos nadie”; y miró a sus costados como el que busca la presencia de un travieso compañero. Solo los ojos de Teodoro-Inquilino estaban cerca de sus gestos, y no era de extrañar esa mirada constante y curiosa porque en el fondo tanto él como su esposa Doña Fuensanta, que tenía cara de lechuza, eran unos observadores. Teodoro-El alquiler, ¡por Dios!, que se le ha olvidao este mes y ya sabe lo apuraos que andamos; era hombre delgaducho y enajenado de sus propias carnes, andaba siempre asomado más allá de su cuerpo, y sus pupilas eran dos faros negros e inmensos. El vecino Vicente, en cambio, tenía los ojos tan abiertos… No porque se saliera de sí, cosa que era imposible en un hombre tan bragao, con camisa tan azulina y bigotillo de delincuente falangista y pelo como el charol, también abrillantao; el vecino Vicente, digo, tenía los ojos tan abiertos porque le había entrao una mota y andaba como loco frente al espejo del aparador mojando el pico de un pañuelo de yerbas (no blanco con inicial que solo se llevaba los domingos) para ver si se le salía el objeto volador no identificado que se había colado en el globo de la vista. Seguro que era una carbonilla del brasero que la Esperatriz les llevó para que estuvieran calentitos mientras charlaban de sus cosas. Mi padre también daba bocanadas de humo y Teodoro lo observaba. Teodoro-Que estamos ya a veinte y no hace usted ademán de meterse la mano en el bolsillo. Mi abuelo Ramiro seguía pensando en la muerte mientras le daba caladas a un toledano roto que se había encontrao en el camposanto y que echaba un olor que trasminaba.

            -¡Cojones, Teodoro! ¡Que se me ha olvidao ofrecerle tabaco! -dijo el primo Andrés y cogió una hojita de papel de arroz y un poco, muy poco, de picadura y se la alargó a Teodoro-El que de un momento a otro iba a pagar el alquiler, pero que ahora estaba fuera de sí y a punto de que se le saltara la hiel.

            Teodoro, que era coleccionista de sellos rotos, vitolas defectuosas, estampitas manchadas de santos milagrosos y husmeador de bragas, se levantó envuelto en profusas inclinaciones sumisas y ya que estaba de pie preguntó:
            -¿Quieren los señores que llene las copas?

            El abuelo Ramiro despertó entonces de sus reflexiones lúgubres y mi padre, que por fin consiguió domeñar la pipa de mi madre, le dijo que sí, que escanciara los licores. Vicente, por su parte, y ya que estaba de pie, le pidió que le soplase en el ojo y Teodoro, que era más apañao que un jarrillo lata, así lo hizo.
            -A mí me pone usté un solisombra -dijo mi abuelo.
            Y Teodoro-Viruta que era mellao y trabajaba en una carpintería de plata complació a todos con la diligencia de un camarero experto.

            Solo cuando estuvieron servidos fue cuando empezaron a hablar del hambre. Yo estas cosas la sé porque años más tarde me las contó la Esperatriz que desde su silla azul de enea escuchaba todo lo que le permitían sus oídos. Mi abuelo Ramiro contó el primer día que peló una naranja, y como tenía las manos percudías de limpiar pescao la naranja se puso negra y sucia, más sucia que la tomiza de una llueca. Mi primo Andrés dijo que la primera vez que se comió un filete de carne fue en la mili y que aquel mismo día se había metío dos huevos duros en la boca y se iba a ahogar. Vicente el vecino dijo que él estuvo en el Ferrol acompañando a un alto cargo de la jerarquía militar y que allí había probao las nécoras y también le había chupao el coño a una puta, y que el coño le sabía a sal aunque después le vino unas vomiteras y unas fiebres y unos dolores musculares y unas jaquecas afiladas a causa del marisco corrompido que no olvidaría en toda su vida. Teodoro dijo que él tenía los pies planos y de joven había padecido de flatulencias, le dio a sus palabras un tono oscuro porque, todo según la Esperatriz, lo que no quería confesar era que había padecido tuberculosis. Bueno, pues Teodoro contó cómo su madre le daba todas las noches una yema con leche y una cucharadita de vino dulce, y todos le miraron de arriba abajo.

Mi padre quedó silencioso como solo él sabía hacerlo, uno de esos silencios majestuosos y ambiguos que llenaban de curiosidad a los que le rodeaban. El silencio era para mi padre una sustancia bien trabajada como la artesanía de un buen ebanista. Después le dio una calada a la pipa y aspiró hondo, miró a diestro y siniestro, le dio una nueva calada a la pipa y soltó el humo en anillos; la verdad es que mi padre no era más chulo porque no se entrenaba. Y dijo:
            -La primera vez que yo probé el salmón fue en Noruega, estaba embarcado en El Santa Mónica y volvíamos a Europa después de navegar por la Península de el Labrador.
                                                                                                                (Continuará)


domingo, 23 de septiembre de 2012

Portada




Le propuse a Uberto Borroso, podólogo holístico, autor de Tacón rojo, fetichismo and sacrifice que me hiciera una portada para el capítulo IV de La Reina de la Morralla que se titula “Aquellos fumadores”. Pues bien, Uberto me ha presentado este trabajo, al verlo le he dicho que la imagen de fondo parece que son churros y él muy serio me ha contestado que son puros. La verdad es que no sé dónde vamos a llegar con esta manía del diseño confuso. Muy altivo me ha argumentado que si Aleixandre escribió Espada como labios por qué él no iba a poder reflejar “churros como puros”. En fin, interpreten ustedes lo que quieran. Yo, para aliviar este fiasco, añado un poema.
            Bueno, tal vez, no alivie nada y lo que haga es empeorarlo.


La felicidad de los mediocres

Y si dijeras la verdad
serías el hombre más grande
de la Tierra.
Si nos contaras cómo era el azul,
la voz del deseo,
la libertad del vino,
el olor de los suburbios
y las historias de las putas,
entonces James Dean te tendría envidia
y yo no tomaría güisqui
para encontrar raíces extranjeras,
admirar las piernas de los futbolistas,
o volverme loca en cualquier hotel
lleno de espadas         .
mientras escucho versos
que hubieran estremecido
a una mujer que no se amara
a sí misma.

Por favor, cuéntanos la verdad
y lo que significa dar,
dar mucho.
Pero tal vez todos sean datos falsos
y entonces para qué queremos
la verdad,
ni los cuentos de fieras tristes,
ni ese decir “ese es mi amigo”
cuando soy capaz de matarlo
por cualquier ocurrencia
o por no reconocerme a mí mismo.

Reanudamos el próximo domingo la publicación de la novela.


domingo, 16 de septiembre de 2012

La ballena



                       Mi casa es una ballena,
                        nunca la he visto con los ojos.
                        Es gris como la plata,
                        prefiero no mirarla.
                        Sé de su tacto que resbala
                        y de su voz
                        y de su parábola,
                        y juego sin parar bajo
                        su vientre blanco.
                        Canto a su lado
                        con la música del agua
                        que es mi única creencia.
                        Y si hay mar de fondo
                        ella me reserva las lágrimas.
                        Nunca la he visto con los ojos,
                        son tan engañosos…
                        prefiero no mirarla
                        y aunque quisiera…
                        jamás en mi pupila atrapada.
                        Y se me escapa,
                        y me satisface la huida
                        porque no me detengo.
                        Así deserté de naufragios,
                        desde pequeña.
                        Aquí la tienes, hospitalaria.


Como si fuera un personaje de la escritora japonesa Masako Togawa cojo La llave maestra y descubro el significado de la Ballena: Universo de ficciones, tacto del arte, ejercicio literario, la única vivienda digna que puedo regalarte.




domingo, 9 de septiembre de 2012

Discursillo nº 1 : El rumor



         El  28 de Mayo de 2001 fui a Madrid a presentar mi novela El rumor, que no era mi primera novela, pero sí la primera que publicaba. Hacía sol, los puestos de libros del Retiro me parecieron insultantemente idénticos y entre ellos no encontré a Martín Gaite, esa dama. Había muerto diez meses antes y yo no pude cumplir el sueño de conocerla. Había leído los Usos amorosos de la postguerra española, Retahilas, Entre visillos, La búsqueda del interlocutor y otras búsquedas… ¡Ah! Y también su poesía editada por Hiperión: Después de todo. Poesía a rachas. Ese libro lo compré un día de calor, en Sevilla, en la librería Ocnos. Y me deleitaba con la lectura repetida del poema “Ni aguantar ni escapar”, que desde que lo conocí me ha parecido tan hermoso. “Ni trop haut, ni trop bas, c´est le souverain style” dice Munárriz, el encargado de la edición, que decía Ronsard. “Ni demasiado alto, ni demasiado bajo”, me decía a mí misma dándome particulares lecciones de estilo. Pero no, no hallé a Martín Gaite y no pude contarle que yo era tan desordenada, tan desordenada, que se me llenaban los cuadernos con la lista de la compra, con algún poema, las cuentas que siempre hago para nada, fragmentos de novelas que pienso algún día terminar y direcciones y números de teléfonos que pierden a sus titulares.

            Mi libro se presentó en la librería Crisol de la calle Galileo. Una escritora de voz como el pan, necesaria, leyó unas páginas de mi obra, concretamente del capítulo cuarto, no lo olvidaré. Me emocionó ese decir, la mujer se llamaba Paca Aguirre y me dijo que cuidara las palabras para que no se volvieran en mi contra. Nunca he tenido tan cerca un oráculo.

            ¡Cuánto le debemos a esas damas! Martín Gaite, Paca Aguirre, Esther Tusquets, Rosa Chacel, Ana María Matute, Marina Mayoral, Nuria Amat, Monserrat Roig, Ana María Moix, Marisa Madieri. ¡Cuánto valor! ¡Cómo me han educado sin ellas saberlo!, ni demasiado alto ni demasiado bajo, pero con constancia. Gracias a todas.

            Aquel día pronuncié este discursillo para darme un poquito de importancia, para que los que me querían me quisieran más y para que mi editor, Manuel Rico, y mi agente, Ángeles Martín, se sintieran orgullosos de mí. Estas fueron mis palabras de aquel caluroso 28 de Mayo del 2001.

Buenas tardes:

            El rumor es una obra sencilla con un lenguaje fácilmente comprensible. Eso sí, hay que señalar que en la escritura aparecen los siguientes fenómenos lingüísticos: ausencias arbitrarias de las terminaciones en –ado, la utilización también arbitraria de por todo, de pa por para, de por muy o de por nada. También hay alguna peculiaridad en el vocabulario que se resuelve fácilmente por el contexto. Inés, la protagonista-narradora de la obra, tiene una forma de hablar híbrida, pero esa hibridez es clara, a través de ella descubrimos el ambiente donde crece y hacía donde se encamina, a la vez señala la fuerza emocional que tiene cualquier forma de habla, mejor dicho, cualquier acto de expresión. En fin, a estos fenómenos no hay que darles más importancia de la que tienen: la de ser espejo del contenido dialógico de la novela.

            En El rumor quise contar la historia de una niña que vivía los últimos coletazos de la tiranía absoluta en un medio humilde y cómo influyó en su destino la llegada afortunada de la democracia.

            Lo del medio humilde me llevó a considerar que no quería que la novela se convirtiera en uno de esos textos carentes de sentido del humor y lleno de “realismo puerco” simplemente porque los personajes son gentes sin posibles, mejor dicho, sin muchas posibilidades. Así que busqué un tono risueño para contar las experiencias de Inesita y para ello hice que la novela estuviera escrita en primera persona aunque la narradora habla desde la distancia y la tranquilidad de ver cómo se van cumpliendo poco a poco sus íntimas ilusiones, cómo va elaborando su propio destino.

            Inés nos cuenta su vida en la escuela, su magnifico encuentro con un hombre que ella supone su abuelo, (un desertor de nuestra guerra civil), nos cuenta sus relaciones con sus amigas, nos cuenta la historia de Sabel, (símbolo de libertad), nos cuenta su existencia familiar, su primer amor. Resumiendo: bajo su óptica infantil nos narra el tránsito de un régimen de íntegra severidad a otro en el que se vislumbra la voluntad de, poco a poco, corregirnos los unos a los otros. Es decir, el paso de un escenario precientífico a otro donde el deseo de conocer y de aprender no está vedado por la irracionalidad de un poder ilimitado. En fin, nos cuenta su vida en Providencia, el lugar donde todo está escrito y donde, de pronto, todo, de nuevo, puede empezar a escribirse. Porque El rumor trata del Destino, de sus múltiples veredas. De ahí la cita del principio: “Muchas veces he pensado que de todos los signos del zodíaco, el mío es el peor. Pero no importa. Yo no iba a permitir que algo tan pequeño como las estrellas entorpeciese mi camino”. Dice Ava Gardner en su autobiografía publicada por Grijalbo en 1991.

            Bueno, como no quiero destriparles la obra voy a hablar del telón de fondo sobre el que se edifica, es decir: el Destino. Esa palabra tan desmesurada y que nos persigue constantemente es como un mar, un mar incesante de múltiples rumores y potencias. Cada uno llevamos nuestra cruz a cuestas como se dice vulgarmente y muchas veces somos tan ciegos que no consideramos la cruz de los otros.

            Por eso cree el campesino desde la montaña que la mar siempre está plana, y se equivoca, si no que se lo pregunten a Ícaro, el de los ojos borrachos de sol, aquel al que se le fundieron las alas de cera cuando estaba en pleno vuelo, aquel que no escuchó a Dédalo, su padre, y tuvo la soberbia de acercarse al astro rey y caer al mar. Les hablo del Ícaro de Bruegel:

            Les voy a describir el cuadro de este pintor flamenco: En el mar de pintura que creó el artista se ven las piernas desesperadas del muchacho agitándose, una mano pequeña y los chapoteos anárquicos de un hombre que se ahoga. El paisaje con la caída de Ícaro creado en 1558 es un cuadro donde el espectador posee la mirada de Dios y es difícil hallar al protagonista zozobrante. El resto de personajes que aparecen en la escena, es decir, el labriego, el pastor y el pescador, absortos en el arte de sus tareas, desconocen la tragedia que ocurre cerca de ellos. Atardece, a lo lejos se ve un puerto, justo al lado del hombre que está a punto de morir hay un barco silencioso. (Este párrafo es una síntesis de lo que aprendí en el libro Pieter Bruegel el Viejo: hacia 1525-1569: labriegos, demonios y locos de Rose-Marie y Rainer Hagen, Taschen, Köln 1994, gracias a él aprendí a contemplarlo).

                                                         

Paisaje con la caída de Ícaro


            Según las convenciones académicas de la época se solía dibujar a Ícaro y a su padre mientras volaban; el hijo entusiasmado en la ascensión, Dédalo prudentemente alejado del fuego de los rayos solares. Pero es que Dédalo ya era perro viejo. Arquitecto en la corte de Minos, donde construyó el Laberinto que paradójicamente se convertiría en su propia cárcel y en la de su hijo, no dudó a la hora de escapar de Creta en crear unas alas de plumas pegadas con cera, precursoras de los estrambóticos inventos de Leonardo da Vinci y de nuestras modernas alas deltas.

Caído junto a un barco que no lo ve.
                                              

            Y mira que le dijo a su hijo Ícaro que no se acercara al sol, que tampoco se arrimara al mar, que sólo en el justo medio evitaría el calor y la humedad, enemigos mortales para los hombres alados. Ya sabemos que el joven Ícaro no le hizo caso y, posiblemente, mientras se ahogaba recordaba bajo la turbulencia aplastante y muda del agua las palabras de su padre. Posiblemente Ícaro no sabía nadar o quedó aturdido con el golpe y murió sin saber que era un hombre que no había aprendido a descifrar la utilidad de las corrientes ya fueran de aire o de agua. En fin, como joven e inocente no conocía el antiguo deber del ser humano de someterse a la naturaleza como se someten los buenos nadadores.

Pataleo de piernas jóvenes. ¡Pobre Ícaro!
                                                          

            Hablemos ahora de los nadadores, de los juegos de agua, juegos tan diferentes de la lógica cruenta del ajedrez. El nadador o nadadora se pone de pie en la orilla. Sopesa el valor del agua, entre sus dedos resbala la arena húmeda, gracias a ello averigua la fuerza de la resaca. El día es hermoso, la claridad aplastante te deja medio ciega, no importa, te lanzas al mar como si fueras una flecha, das brazadas imitando a los atletas, unas olas pequeñas rebosan la mansa presencia del agua, las remontas, tu cabeza sobresale en lo alto de la cresta, parece que te hubieras comprado un voluminoso vestido azul con un solo volante. Pero ese vestido se enreda, las olas aunque siguen siendo pequeñas se multiplican y se cruzan, intentan desorientarte, aquello es la trapisonda. Se escucha la risa de los niños divertidos, la algarabía de la playa. Los latidos del corazón son rápidos y precisos, no habías reparado en ellos hasta que se produce un brusco cambio de ritmo: allí a lo lejos, como una zarpa se levanta una ola gigante. No te da tiempo a salir, sin más le plantas cara, las risas son ahora gritos de asombro. Rodeada de tanto líquido y tú con la boca seca. No tienes elección, mides el tiempo intuitivamente: esperas el momento justo de sumergirte, no puedes equivocarte, si no te convertirías en una marioneta del agua. Finalmente hundes tu cabeza, para ello has aprovechado el volumen de la ola que no deja de crecer y crecer, y penetras en la falda de la montaña líquida y excavas hasta lo más profundo. El ligero masaje de la onda sobre tu espalda delata su paso. Cuando la nadadora sale con el pelo revuelto y los ojos ansiosos descubre que el mar, de nuevo es una meseta. A lo lejos se anuncia una nueva ola, esta vez le da la espalda y utilizará su fuerza para que la lleve hasta la orilla.

El pescador con sus hilos transparentes y el pobre Ícaro luchando con las aguas.



            Lo mismo están ustedes pensando: esta mujer se nos ha perdido, ¿de qué nos está hablando? Les estoy hablando de los laberintos, del laberinto de cañadulces que se propone atravesar Inesita, del inmenso laberinto que es toda Providencia, el marco geográfico donde se sitúa El rumor, hablo del laberinto de las corrientes marinas, del laberinto de las palabras, el laberinto de la droga, el terror o el delirio. Y les estoy hablando de la necesidad que tiene todo ser humano de salir de ellos porque al final todos estos laberintos se reducen a uno: el miedo a la palabra de los dioses o a los hombres-dioses con su lógica absurda como muestra muy bien Albert Camus en su Calígula, lógica de enfermos.

El pastor mirando las nubes y el  pobre Ícaro con la cabeza bajo agua como un parado sin  subsidio


            Hablemos ahora de la enfermedad: En 1985 murió Rock Hudson. De nuevo se escuchaban las palabras maldición y plaga unida a una enfermedad: el SIDA. Y también, por supuesto, los hombres, tan fieros como nuestros prejuicios, señalábamos como culpables de esa enfermedad a los propios enfermos. Entonces pensé que inaugurábamos una nueva época: la de los virus mutantes y que si se creaba un fármaco debería tener la misma estructura formal que el virus que debía combatir, estructura voluble como el agua y sus marejadas. Pensé entonces que la literatura, si no quería quedarse encorsetada en sus propios flujos añejos, debería imitar también esa estructura. Cuando hablo de flujos añejos de la literatura me refiero a aquellas novelas de un YO devastador que por otra parte tanto nos han aportado sobre el conocimiento psicológico de los personajes, o me refiero al llamado realismo mágico que puede llegar al hartazgo milagrero si sigue profundizando en la vena narrativa sin explotar su variante dialogística, pero al que estamos tan agradecida porque ha dado a la literatura hispana una vitalidad popular. Al hablar de flujo añejo de la literatura me refiero al Superpoeta inspirado de Platón o al Supercamoens fingidor de Pessoa. No me refiero a las aportaciones respetuosas de las intimidades de los personajes, de la inteligencia de los lectores.

El labrador con la cabeza gacha, mirando su arado. Cree el campesino desde la montaña que la mar siempre está plana; dice el refrán.


            Y es que la literatura no puede vivir de la soberbia del autoengaño y sin valor de renovación sufriría entonces el mal de las artes desesperanzadas. Por eso los escritores deberíamos tener el valor de servirnos de nuestro propio entendimiento (¡Sapere aude!) para construir una poética para las Personas. Aquí lo que se pretende, como dice María Zambrano ya en 1958 en Persona y democracia. La historia sacrificial, es una “humanización de la sociedad”.

                                             

            Les voy a contar ahora cuál ha sido mi método de trabajo. Primero tuve que conquistar el tiempo para poder trabajar como mujer que escribe, esto me llevó a la consideración del concepto de EVITERNA. La eviterna es aquello que habiendo comenzado en el tiempo, no tendrá fin, como las almas racionales. Se puede escenificar con la línea recta. Los seres de la ODISEA se mueven en el eje espacial y su meta es el retorno. Los que apuestan por la Eviterna reconocen al tiempo como su guía y no tienen deseos de regreso, una vez que se ha conquistado la razón, un paso atrás significaría envolverse, de nuevo, en las telarañas del primitivismo. Pero atención: No es necesario que estos dos conceptos: Odisea y Eviterna, viajen separados, es más, no es posible: el mundo se ha hecho muy pequeño.

¿Podrá Ícaro llegar a buen puerto?


            Empecé a trabajar; en un lado tenía la idea de persona como medida de todas las cosas, en el otro la de eviterna. Y escribí y escribí y sigo escribiendo. Trabajo sin parar en ese proyecto, sólo espero que a ustedes les guste y tengan paciencia. La lectura y la escritura se producen a ritmos diferentes y los lectores, a veces, acostumbrados al Superpoeta platónico o al Superfingidor pessoiano pueden volverse exigentes. Yo sólo soy una persona de carne y hueso y además les tengo que confesar un secreto: (creo que no está mal que los escritores, de vez en cuando, descubramos nuestras acepciones íntimas): Yo de pequeña lo que de verdad quería ser era patinadora artística sobre hielo, pero me crié en Málaga y comprendí pronto que allí era difícil que nevara. Como los lápices si estaban al alcance de la mano me agarré a uno y como el papel se parecía al hielo dibujé sobre él historias. Desde entonces todas las mañanas del mundo me he levantado escritora. Y es que como cuentan en esa película de Alain Corneau: “Todas las mañanas del mundo son caminos sin retorno”. Ya ven, algunas veces hay que someterse al destino para salir del destino como hacen los nadadores del mar, y es que todos los humanos somos limitados, nuestra fuerza no es infinita, de pronto podemos ser sorprendidos por un Tsunami, es decir, Ícaro puede caer.

Piernas de Ícaro.


            Pero yo soy optimista, quiero pensar que el muchacho al caer fue a parar al Arrecife de las Sirenas y que allí ellas le cuidaron y le ofrecieron una casa dentro de una ballena. No hablo de la ballena de George Orwel aunque le estoy muy agradecida por su análisis de la obra de Henry Miller, tampoco hablo del Leviatán de Hobbes el temeroso ni de la monstruosidad blanca de Moby Dick, ni de la austera estancia de Jonás. Se puede decir que hablo de aquella ballena que se describe en el décimo octavo canto del Crótalon de Cristobal Villalón, esa novela de inspiración erasmista perteneciente a nuestro Renacimiento. Que mencione ahora el Renacimiento no es porque añore aquella Edad de Oro, sin ir más lejos este mismo texto que tanto admiro es bastante misógino, y eso no es de mi agrado. La Ballena hoy sería el universo de ficciones, el arte de la palabra, el ejercicio literario donde cabemos todos. Gracias.


Cuando volví de mi viaje a Madrid, mi amigo José Álvarez me regaló este ex-libris que había hecho para mí.
                              



            Hoy, doce años después de haber pronunciado aquellas palabras, tengo que decir que considero mi obra como una canción, un poco extensa, la verdad, pero, al fin y al cabo una canción.


                                   La canción de la pequeña palabra

                                   Hay días que tengo la virginidad en la boca
                                   y solas se me salen las rosas de la espalda.
                                   Todo sucede en la amarilla soledad de las luces
                                   o también en el refrescar oscuro del fin.

(Este poema abre el libro Poesía sociable publicado en 1997).







domingo, 2 de septiembre de 2012

Capítulo III : La Metacasa - 2ª Toma


          Y Andrés, ni corto ni perezoso, buscó un lápiz y un trozo de papel de estraza. Se hizo un silencio de desierto, hasta mi madre apagó sus risas. Todos se quedaron mirándome mientras yo garabateé unas rayas.

            -Ahí no dice ná -dijo Tomasita con aire escéptico.
            -No seáis incultos, es que la niña escribe en malayo.
            -¿Y eso qué es? -preguntó Andrés.
            -Ahora está dibujando una caja -respondió mi padre.

            En ese momento se escuchó un resoplido y un quejido de soledad que llenó toda la casa. Corrieron hasta donde estaba mi abuela olvidada y la hallaron con la lengua fuera, la pobre había estirao la pata, pero de una vez y para siempre. La risa se convirtió en llantos de plañideras; Angustias no había podido soportar el viaje y murió el mismo día de su llegada. Mi madre fue a abrazarla y como iba mareada le vomitó encima. ¡Qué pronto se troca la alegría en duelo y qué dúctiles son los hilos de la vida!

            -Esta niña es adivina -dijo mi primo Andrés-, con el dibujo nos quería anunciar la defunción de la yaya.
            -Si ya te lo he dicho, mi hija es un hacha.

            Mi padre le relató entonces mis múltiples cualidades mientras las mujeres hacían la mortaja y limpiaban la casa. Solo mi tía Lola, la Esperatriz, se sentó en el descansillo como siempre se sentaba, sin dar ruido ni hablar con nadie, esperando a los de la funeraria.

             Velaron toda la noche y maldijeron la mala suerte que empañó un día tan radiante. Mi madre enmudeció, solo de vez en cuando musitaba:
            -¡Dios mío! Se me han muerto todas mis raíces.

            Era cierto, porque ahora en Granada solo le quedaban familiares lejanos que no querrían saber nada de ella porque no se acordarían de su cara; y mi abuela, para bien o para mal, era su ancla en la tierra. Mari Polvo la consolaba y no dejaba de recordarle que ellas serían hermanas de sangre y si era necesario se pincharían el dedo índice con una aguja de coser e intercambiarían su líquido rojo en una ceremonia íntima.

            Mi padre, como siempre que tenía problemas, se durmió, y mi abuelo Ramiro se quedó tomando coñac y charlando con los hombres. Mi primo Andrés, mientras tanto, subió a la terraza donde tenía su refugio, allí guardaba un puzzle de diez mil piezas, libros de todo tipo y una pequeña estación de radioaficionao. Desde su micrófono dijo que quería leer una elegía por un pariente que les había dejado, también les pidió a los pescadores que tocaran sus bocinas en señal de duelo y a los oyentes que hubiera en tierra les rogó que guardaran un minuto de silencio. Una vez cumplida la misión redactó una esquela y la llevó al periódico, antes se puso una corbata negra y un brazalete del mismo color que tenía para las ocasiones. Dicen que, mientras tanto, por mi mejilla infantil corrió una lágrima de azur.

            Fuensanta y Teodoro se quedaron al cargo de los niños para que sus madres pudiera llorar a gusto y como correspondía. Cuando repiqueteó el alba con sus lisonjeros rayos luminosos todos se tomaron un cafelito negro. Después llegaron los operarios que levantaron la caja y en un descuido la pusieron de pie, con el sonido del cuerpo viniéndose abajo se despertó mi padre y arrimó el hombro para llevar el féretro al cementerio de San Miguel. Se fueron los hombres solos, las mujeres hicieron tila y dieron berridos de despedida. Más tarde se quedaron calladas. Mi madre, que no sabía construir planto razonable empezó a dar gritos, tampoco sabía qué hacer con sus manos de hija huérfana, así que le dieron una madeja y una aguja y se puso a hacer crochet como una loca de pupilas sobresalientes. Dijo que haría una talega para, cuando dentro de unos años abrieran la tumba de su pobre madre, recoger los huesos y llevarlos a la falda de Sierra Nevada donde debían reposar. Nadie le hizo caso, Carmen la de las tetas negras no sabía qué decía, así que disculparon sus palabras. La muerte es eso, una oleada donde se pierde el sentido y pasa como una avalancha de espinos, los vivos se quedan como tontos sin saber muy bien dónde ponerse. Solo mi tía Lola, la Esperatriz, tenía su sitio en la puerta. Esta vez esperaba que regresaran los hombres. (Fin del Capítulo III) (Continuará)