domingo, 25 de noviembre de 2012

Capítulo V : En el patio - 3ª Toma


               Estaba el pájaro sastre llenando de algodón su nido y el carbonero garrapino movía con agilidad el occipucio manchado, cien herrerillos comunes revoloteaban con su canto de hierro, los jilgueros enjaulados contemplaban la atmósfera de café que estaba inundando el patio, un canario de Hars entonó un solo dulcísimo. El tordo con sus plumas metálicas y su chillido libre anunciaba la puesta de sol, percibía ya el ave del paraíso el aroma de la marihuana, abre las alas y muestra su penacho exuberante mientras el pico picapino tamborilea el ciruelo de la esquina, pegado a la escalera. Sobre la silla azul estaba la labor dormida de la Sebastiana: una orquídea de hojas estrechas, la vulgarmente conocida como la sandalia del pescador. En las manos de Doña Fuensanta disputan Minerva y Juno; recrea Las hilanderas. Ella no sabe que ese viejo cuadro se salvó del fuego que arrasó el Alcázar de Madrid allá por 1734, tampoco sabe que en el mismo segundo en que da una puntada María Zambrano pasea su exilio por una plaza de Roma. Hay una luz rosa de vidriera parisina y los hombres hablan de rifles con culatas de caoba, los niños prenden las brasas y la Esperatriz acuna mi cabeza de aves repleta:

            -Yo ya estoy harta de tanta tila -dijo la tía Nati mientras echaba en los vasitos chicos un poquito de café, no mucho, justo lo suficiente para cogerle el gusto y no perder el sueño.
            -Tome, aquí está mi taza -dijo Doña Fuensanta.
            -A mí no me parece bien lo que vas a hacer, Nati -dijo la voz de la Esperatriz que hablaba desde el Zaguán y dejó correr el aire y solo se escuchó su timbre amarillo de lisimaquia de bosque-. Todas somos bueyes y llevamos el mismo yugo, no está bien que animales de la misma calaña caminen en discordia. Yo sé lo que es chupársela a un hombre y voy a beber de tus vasos, no veo razón para que a la Fuensanta se la trate como a una leprosa.
            -Tú tó lo conoces en sueños y ella lo ha probao de verdad -dijo la tía Nati que sabía que el mejicano Lázaro venía todas las noches desde el valle de Saveto a visitar a su hermana.
            -¿Me vas a decir que lo que yo siento es mentira? -dijo la Esperatriz que muchas noches se había despertao de placer y la prima de una guitarra le anunciaba un orgasmo igualitario con un hombre que venía envuelto en un poncho granate y negro y tenía un mostachón que le hacía gustirrinín en la concha; porque la Esperatriz no sólo la chupaba sino que a ella también se lo sorbían aunque solo fuera en sueños, cosa que por otra parte no era relevante.
            -Mira Lola, yo no quiero meterme contigo, pero ya es hora que mires la vida de frente. Ese Lázaro del que tú hablas no era mejicano, bien lo sabes tú, que era portugués y gitano, ¡gi-ta-no!, que por eso padre no te dejó casarte con él.
            -Ni tú ni padre habéis sabido nunca nada de Lázaro ni de lo hermoso que tiene el pecho ni de lo redondo que tiene el ombligo ni las campanas de gloria que tocan en mi cuarto las noches que él viene a verme -dijo la Esperatriz mientras se le saltaban las lágrimas y la esperanza bronca se arrastraba por el lodo del olvido, y le atormentaba la pérdida y tenía que reaccionar veloz para instaurar su propia acracia.
            -No me hagas hablar, Lola.
            -No me hagas hablar tú a mí. O le pones a Doña Fuensanta un vaso como a todas o cuento lo que tú sabes -la tía Nati se paró en seco y Mari Polvo le dio una calá al canuto y con su mirada de nubes sembrada le hizo un gesto a su madre para que entrara en razón y fuese generosa.
            -Gaste usté cuidao, mujer, que se va a caer, ¿es que le ha dao un mareo? -dijo Doña Fuensanta.
            -Se hará lo que tú digas -dijo la tía Nati sin hacer caso a las palabras de su convencina y bajando la cabeza sirvió el café a Doña Fuensanta, la Esperatriz al ver como su hermana se corregía le dijo con suavidad:
            -¿No te das cuenta de que temes a la sombra y que debía haber salío de ti la intención de no hacer de menos a Doña Fuensanta? Nati, ¿por qué te sientes tan manchada si en el fondo eres un trozo de pan? Te acabo de amenazar con tu propia pureza. Mujer, no te avergüences de lo que fue un accidente y maledicencia.

            -¿Qué pasa mamá? -se atrevió a preguntar Mari Polvo.
            -Nada.
            -No, nada, no. Algo te pasa.
            Nati miró a Lola a los ojos, sentía la desazón de los ahogados.
            -Lola, no me vayas a hacer eso a estas alturas -dijo Nati al ver que los labios de la Esperatriz estaban dispuestos para la palabra.
            -Ellas no te van a echar ná en cara. Doña Fuensanta te salvó la vida, tu hija te quiere con locura, Tomasita te respeta, la Sebastiana es como de la familia y la Carmencita huele a mandarinas. Además, yo estoy harta de guardar secretos.
            -Doña Fuensanta no me hubiera echao el capote si hubiera conocío mi pecado. Mi hija, tu sabes bien cómo es mi hija; Tomasita me faltaría el respeto, la Sebastiana es una mujer de la calle y la Carmencita sabe demasiao a azúcar.
            -Esa exigencia que muestras no es con ellas, es contigo.
            -Pero, mamá, ¿quieres decirnos qué te pasa?
            -Sentaros toas y tomaros el café tranquilas -dijo la tía Nati.

            Sebastiana guardó su labor en una talega de cuadros blancos y celestes y en lo alto de un taburete que cogió de la cocina puso el plato con los roscos.

            -Doña Nati ¿por qué no prueba usté lo que las niñas están fumando? Huele mú requetebién y mira qué tranquila se ha quedao la Carmencita -dijo Doña Fuensanta señalando a mi madre que tenía sonrisa de boba y los ojos entornados.
            -Si yo no sé fumar -dijo la tía Nati.
            -¿Quieres que te enseñe, mamá? -dijo Mari Polvo y su voz era un hilván, una línea rota, entrecortada por la ternura.
            -Anda, deja que tu hija te enseñe -la animó la Esperatriz con su tono de sábana blanca, tejido de trama perfecta para comenzar cualquier bordado.
            -Mira, se hace así -dijo Mari Polvo y mostró a su madre cómo debía actuar. Doña Nati con una sonrisa plácida, recuperada ya del susto que le había hecho pasar su hermana, se dejó hacer.
            -Pues no está mal del todo -dijo la tía Nati mientras tosía, docenas de agujas le pinchaban en la garganta.
            -No se preocupe usté, eso pasa al principio cuando una no sabe, pero después es como montar en bicicleta -dijo Carmen que temblaba igual que la nervadura de una hoja hecha de pespunte verde.
            -Inténtalo de nuevo, mamá -sugirió Mari Polvo con la sutileza de un punto de galón trabajado entre dos líneas.
            Una nube de humo le bañaba la cara a Doña Nati. Ella, tan cuidadosa con su pasado, sentía el fardo del pecado dentro de su cuerpo y su pecho era un festón abierto, tenía sequedad en la lengua, ansiedad de decir:

            -¿Os acordáis de María del Páramo?
            -¿María, tu compañera? -preguntó Mari Polvo sombreada por la memoria de su madre.
            -La misma. El otro día me la encontré en el mercao, estaba vendiendo ajos y laurel. Llevaba una pañoleta blanca en la cabeza como si fuera una virgen vieja -dijo tía Nati, inconsciente del realce con que había bañado a la pobre María del Páramo.
            -Yo hace tiempo que la perdí de vista -dijo Doña Fuensanta con su cara redonda-redonda como el tambor de un bastidor, redonda-redonda como la cabeza de Cesaria Evora-. Me dijo que iba a vivir con un hijo suyo, pintor de brocha gorda.
            -Se ve que ha vuelto. Tenía un delantal de alivio luto y los ojos resecos -el alivio luto era una forma de vestir discreta con estampados exiguos, generalmente blancos sobre el fondo negro de la muerte.
            -Pobrecilla, con lo buena mujer que era y la mala suerte que ha tenío -contestó Doña Fuensanta mientras miraba los helechos y en su mente amplia se dibujaba en hilo la geometría de la planta.
            -Yo algunas veces me siento como ella, como si fuera una pordiosera que tuviera que pedir limosna -y aquellas palabras de la tía Nati descubrieron un bodoque inmenso.
            -No diga usté eso, Nati -corrigió Doña Fuensanta, que trató a su amiga como una niña a la que se le guía la mano para que aprenda la cadeneta.
            -Es verdad. Toma, Mari, pa ti -confirmó la tía Nati, de pronto tuvo la seguridad y la resolución de la costurera que asegura un botón.
            -No te preocupes, madre, quédatelo. Yo voy a liar otro pa la Sebastiana y Tomasita que todavía no lo han probao -zizagueaban las palabras con una solidaridad malva y, por lo tanto, tópica.




            La tía Nati fumó con lentitud y torpeza la mezcla de tabaco y yerba.

            -Cuando yo era de vuestra edad trabajaba en la casa de unos señores importantes. Aquellos eran otros tiempos. Éramos cuatro muchachas en la casa: mi hermana Lola, Beatriz que era de fuera, María del Páramo y yo -la tía Nati rememoraba una escena pasada traída al presente por un difuso papel de sastre cuya voluntad desconocíamos todas.
            -Era una casa mú grande, ¿no? -preguntó mi madre que era una fuente de luz diminuta y precisa, tal vez una vela de esas que iluminaba la vista cansada de las modistas.
            -Sí que lo era. Mi Señora se llamaba Nancy, venía de Inglaterra y el marío tenía un negocio de compra-venta de joyas. Por las tardes, La Sra. Nancy se iba al hotel Miramar a tomar el té. Todos los días, a las cinco menos cuarto salía de la casa. Era un matrimonio mú bien avenío.
            -¿Tenían hijos? -adornó la Sebatiana que estaba colorá como un tomate de verdad y tenía el canuto en la mano y dominaba el arte de fumar, se ve que más de una vez había caído en la tentación del humo aunque fuese a escondidas-, porque un matrimonio sin hijos es como un jardín sin flores.
            -Tenía tres niños, malos como demonios y con las orejas que parecían soplillos -dijo la tía Nati que recordó las envidiadas meriendas de merengue que le ofrecían a los señoritos.
            -Llevas razón en eso que has dicho, Sebastiana -dijo la prima Tomasita a la que le impresionó el calado de su vecina-. Un matrimonio sin hijos es una desgracia. Usté perdone Doña Fuensanta si la ofendemos con nuestras palabras.
            -No me ofendes, hija. Si estoy de acuerdo contigo -dijo Doña Fuensanta sin ninguna escama, ella se sentía una mujer-manca por no tener descendencia.
            -La Sra. Nancy era mú elegante, le hacían los vestidos a medida y tenía hasta abrigos de pieles, era alta y rubia. Vaya, llamaba la atención por donde quiera que pasara -la tía Nati describía un figurín de los que estaba acostumbrada a hojear-. En la casa no nos faltaba de ná: había lámparas de cristales chicos, armarios labraos, alfombras de colores y hasta jabón de lavanda. De las cuatro que trabajábamos solo Beatriz se quedaba a dormir, las demás entrábamos y salíamos a no ser que tuvieran invitaos, entonces me quedaba yo también -los ojos de las mujeres parecían puntos de nudo francés-. ¡Qué bien olía aquel jabón! -dijo la tía Nati que recordó el olor de las toallas recién planchadas con sus encajes almidonados, el olor de la espuma del baño con que lavaban a los niños ricos, el tacto de la jarra y la palangana de porcelana, la blancura de la ropa de cama y la delicadeza de la ropa interior de la Señora-. La Señora nos daba una pastilla a cada una para que laváramos la ropa blanca, cuando ya ná más quedaba una conchilla yo me la metía en las bragas y me lo traía a mi casa para lavar a mis niños -dijo Doña Nati con una sonrisa picarona tan inocente como las flores, los animales o los pájaros que entraban despacio en el bosque de la noche con sus cabezas acurrucadas.
            -¿Te lo guardabas en el coño, mamá? -preguntó Mari Polvo sorprendida de que su madre se hubiera atrevido a tamaño estraperlo.
            -Sí, no podía verlo, la Sra. nos registraba antes de salir a la calle -confesó orgullosa la tía Nati como si fuese una muchacha de la Resistencia.
            -¡Qué mal nacía! -exclamó mi madre que daba calás de pecho y se le empezaban a tiznar ya los senos.
            -No, mujer, a lo que estaba acostumbrá. También nos traíamos Lola y yo el trozo de pan y tocino que nos daba a media mañana pa que os lo comieráis tú y tu hermano, aquí, nos lo guardábamos aquí, en el seno.
            -¡Ay, que buena has sío siempre! -dijo Mari Polvo y le dio un beso a su madre en la mejilla, un beso sonoro.
            -¿Se pasaban ustedes el día lavando y sin probar bocao? -preguntó la Sebastiana que le metió mano a los roscos y comía a dos carrillos.
            -Entonces éramos jóvenes y teníamos fuerza pa tó. Beatriz era la criada fina, la que servía la mesa, María del Páramo la cocinera y Lola y yo las lavanderas y las encargás del trabajo gordo. Nos iba bien, al fin y al cabo a qué otra cosa podíamos aspirar. Mi marío estaba enfermo, mi padre medio “caucando” así que nos tuvimos que echar a la calle a buscar el pan -tía Nati también comió con ganas, no sabía de dónde le venía ese hambre tan devoradora y esa necesidad de hablar como cuando era chica-. Por aquel entonces mi hermana Lola noviaba con...




            Se escuchó entonces un portazo y Jimmy Sailor bajó la escalera como si lo persiguiera la Interpol mientras gritaba: “He tenío una idea estupenda, se me ha ocurrío un negocio y nos vamos a montar en el dólar”. Mi padre era así, de pronto se le aparecía la virgen y hacía descubrimientos increíbles. Mi padre era muy guapo y tenía la sonrisa impaciente de los que piden melón, y señores, sin más que discutir, hay que darles la tajá en mano. Se acabó entonces la Hablación, nos quedamos todas como si nos hubieran echao un cubo de agua fría por encima y para colmo nunca nos enteramos del misterio de la tía Nati, porque del misterio de la tía Lola sí que me enteré más tarde, pero el de la tía Nati nunca llegó a mis oídos. Pero bueno, ya lo he dicho, mi padre es que era un poco impaciente y cuando hacía algún hallazgo imprescindible para nuestras vidas nadie osaba hacerlo esperar. Nadie, nadie, nadie. Nadie excepto la tía Lola, la Esperatriz, y su historia…

                                                                                         (Fin del Capítulo V. Continuará)

domingo, 18 de noviembre de 2012

Capítulo V : En el patio - 2ª Toma



            -¿Pero de qué coño estáis hablando? -dijo la tía Nati con los ojos desorbitados como si estuviera presenciando la carnalización de un dogma y para ella, en ese momento, el coño que acababa de decir estaba lleno de ira y de expreso desaire. Su voz era la de una prisionera que jamás había salido de un calabozo de típicos témpanos.
            -¡Mamá del pollito que hace pío, pío! -dijo Mari Polvo con mucho retintín.

            Carmen la de la tetas negras, lanzando una carcajada, recogiéndose el vestío y haciéndose aire con la palma de la mano en la entrepierna se puso a cantar:
            -Mi abuelita tenía un pollito, lo criaba debajo la cama, cada vez que la vieja gruñía y el pollo cantaba, la vieja decía: dale ahí, dale ahí, dale ahí.
            Mari Polvo y la prima Tomasita siguieron el compás al ritmo de las palmas mientras la Sebastiana y la Fuensanta sonreían visiblemente alborozadas.
            -Esta niña está loca -dijo la tía Nati.
            -No, loca no, que tengo un pesar en el corazón que no sé cómo echarlo pa fuera.
            Sebastiana detuvo la labor de los pistilos y con un susurro lleno de quietud y misterio se dirigió a las más jóvenes.
            -Mi marío cuando está apenao se lía unos cigarros con unas yerbas que compra en el puerto, si queréis traigo una poquita.
            -Venga, ve a por ella -la animó Mari Polvo.
            -Ya mismito estoy aquí -y salío la Sebastiana a todo correr atravesando el zaguán donde la Esperatriz tibiamente me acurrucaba.
            -A mí no me gustan las cosas raras en mi casa -dijo la Nati.
           -Mujer, no temas, qué malo puede traer la Sebastiana -la tranquilizó la Fuensanta que aun siendo mayor que ella estaba siempre más abierta a las pocas novedades que le procuraba la vida-. La juventud es más sana que nosotras. Fíjate, yo a mis años todavía no sé lo que es bailar, ¿es eso una pena o no? Claro que es una pena, pero es que a mí no me enseñaron a menearme y casi tó lo hago sentá, hasta planchar.
            -Yo no la quiero ofender Fuensanta, pero a usté lo que le pasa es que es mú floja.
            -No es flojura, es la reuma Doña Nati y la mala pipa con que me han criao.
            -Verdad, mamá, eso de que te dejen recién nacía en la puerta de una casa cuna lo tienes que llevar marcao pa toa la vida -dijo Mari Polvo.
            -¿Usté es huerfana? -preguntó Carmen con interés.
            -Sí, chiquilla -respondió Fuensanta con la tristeza prendida de los solitarios puros.
           -Como yo ahora -dijo mi madre y dio una nueva berracá y se abrazó a Mari Polvo que la recogió en su seno y le acarició el pelo.
              -No te quejes, niña. Fuensanta no ha conocío a su madre y tú sí, lo suyo es más grave.
            -No se crea usté Nati, yo eso lo tengo comparao con los que son ciegos de nacimiento y los que pierden la vista después de haber visto una rosa. ¿Qué será más doloroso? El que ha visto y deja de ver, ¿verdad? -dijo la Fuensanta, y habló como si fuese una filósofa pura.
            -Lleva usté razón -dijo Tomasita como si le hubieran tocao los centros-. Cómo va a ser lo mismo la que nunca lo ha probao que la que de pronto le quitan el caramelo de la boca.
            -¡Ah!, ¿pero tú se la chupas a mi hermano? -preguntó con diligencia Mari Polvo.
            Tomasita con arrobo de amapola dijo que no con la cabeza.
            -Que yo no me entere, que si no, te pongo de comer aparte y desde luego no serán mis cucharas las que te lleve a los labios -dijo la tía Nati.
            -Pues fíjese usté, Doña Nati, sus cucharas de alpaca saben chispa más o menos igual que la polla de mi Teodoro -dijo Fuensanta con la dignidad de una virgen Sevillana.
            -¡Usté se la chupa al Teodoro?, con razón tiene esa cara de pito -dijo Mari Polvo dándose una palmada en el muslo y lanzando una carcajada.
            -¿Es que por ahí se sale el tuétano, verdad? -preguntó la tía Nati con curiosidad.
            -No digas tonterías mamá. El tuétano es lo que está dentro de los huesos y eso es como un churro.
            -Yo no me lo trago, mire usté, pero el sabor que me deja es como la alpaca.
            -¡No tendrá Teodoro la picha de plata! -dijo Mari Polvo.
            -¡Qué chalaúras se te pasan por la cabeza, Mari! -dijo la tía Nati.
            -¡Ay que ver la Sra. Fuensanta lo callaíto que se lo tenía!


            -¿Y no le da a usté asco? -preguntó tía Nati.
            -Al principio no me gustaba, pero al pobre le hacía tanta ilusión. Además, pensé, si no se lo hago yo lo mismo se busca a cualquiera en la calle Camas y esos sitios son tan malos y tan peligrosos y mi Teodoro no es un hombre fuerte, usté sabe lo de su enfermedad de chico; yo lo que no quiero es contrariarlo, mire usté.
            -¿Y él se lo chupa a usté? -preguntó Mari Polvo.
            -Calla, calla, calla. ¡Por Dios!
            -La Sra. Fuensanta lo hace por necesidad, porque a los hombres no se le puede decir que no, pero ella no es una mujer viciosa -dijo la tía Nati haciéndose cargo de la situación-. Mi marío, que en gloria esté, nunca me pidió ná de eso. Él llegaba, vaciaba y a otra cosa. La verdad es que nunca me ha dao guerra.
            -Ni guerra ni paz -papá era un malaje, siempre con el labio colgando, con la escupidera llena de esputos y con la correa en la mano.
            -No hables así de tu padre, Mari, que nunca nos faltó de ná. Lo del labio era de herencia, al hombre que le costaba trabajo reírse y contestarte a lo que le preguntabas, lo de la escupidera era porque tenía flema en el pecho del tabaco y lo de la correa es normal en un macho.
            -¡Que lo diga usté Nati! Mi tío Nicolás era igualito que su marío. A mi madre nunca le felicitó ni un santo ni un cumpleaños; ahora, eso sí, a él había que tocarle las campanillas cuando le salía de los huevos, por eso me tuve que ir pa Barcelona, porque el mú guarro tenía la mano larga. Y mi madre, ¿cree usté que mi madre hacía algo? ¡Qué iba a hacer! Ná de ná. Ella no se daba cuenta -dijo mi madre y sus sollozos machacones parecía un fino telón de fondo.
            -Pero ese ¿qué tío es?
            -Un hermano de mi madre que era mocito viejo.
            -Mujer, si la pobre no se daba cuenta ¿qué iba a hacer?
            -Po fijarse, mujer, fijarse. Y avisar.
            -Vamos a ver cómo lo haces tú con tu hija.
            -A mi hija no le va a faltar de ná. Ni el silencio quiero que la toque ni al viento voy a dejar que la roce -dijo mi madre olvidando ya los días que pasé en Singapur rodeada de mierda.
            -Eso se dice mú pronto, pero después la vida da muchas vueltas y una no puede taparle a los hijos tó lo que quisiera -dijo la tía Nati con la resignación de una mujer enterada por las habladurías de las vecinas de que su hija tenía un querío y que ese querío era hombre casao y que Mari Polvo solo era  la otra y a nada tenía derecho porque no llevaba un anillo con una fecha por dentro-. Yo no digo que tu madre no te debía haber guardao de la mano de tu tío, no es eso de lo que te hablo, lo que yo te digo es que cuando a un hombre se le mete algo en la cabeza acaba cumpliéndolo; lo mismo la mujer no pudo hacer más.
            -Podía haberlo matao.
            -¡Qué ocurrencia! -dijo la tía Nati mientras se persignaba.
            -Carmen, los hombres son más fuertes que las mujeres -dijo Tomasita, que solamente creía en el amor-invasión y que lucía unas ojeras moraítas de noches en vela y la voz dolorida de las que no son capaces de exigir lo que su cuerpo le pide.
            -Que lo hubiera esperao una de las noches que venía borracho y le hubiera endiñao un botellazo en lo alto la cabeza.
            -Con un botellazo no se muere nadie -dijo Mari Polvo que había estao en más de una verbena y había presenciado peleas de soberbia donde corría la sangre escandalosa pero no llegaba nunca al río.
            -Bueno, que le hubiera metío una puñalá en el estómago a ver si se reía de una puta vez. No, que me tuve que ir yo pa Barcelona a servir y eso es lo más triste que hay en este mundo.
            -Tampoco es pa tanto, que aquí la que más y la que menos toas hemos quitao mierda y mira qué sanas estamos -respondió tía Nati.
            -Sí, pero da mucha tristeza estar en casa ajena limpiando el rastro que los otros dejan -dijo Doña Fuensanta que la propiedad más grande que había tenido era la Casilla, un par de habitaciones de paredes endebles, en el centro del patio, que tía Nati le tenía alquilada porque la pobre se había portao muy bien con ella durante una guerra que hubo de mil novecientos treinta y seis a mil novecientos treinta y nueve.
            -Si yo no le quito la razón, pero que hay cosas peores.
            -No tener perrito que te ladre, por ejemplo -dijo Tomasita que tenía una tristeza lánguida como un mar dulce y la mirada ausente de los obcecados.
            -¿Qué puede haber peor que no estar una segura en su propia casa?
            -No estar segura en la calle -dijo tía Nati.
            -En la calle siempre se está bien -dijo Mari Polvo.
        -Tú es que eres mú rialenga -dijo la tía Nati con la represión propia de una mujer sin el convencimiento de su fuerza y con el cariño escondido que profesaba a una hija que en el fondo necesitaba más amor que nadie porque era una oveja negra de esas que dicen los evangelios que se van por el monte y se pierde de la vista del pastor y está a punto de despeñarse y partirse los sesos contra una piedra.
            -¡Ay! Mú realenga y tó lo que tú quieras, ¿pero quién te va a cuidar a ti de vieja? -respondió Mari Polvo abrazando a su madre y ésta se expandió como una gallina clueca.


            -No me hagas cosquillas, tonta -dijo la tía Nati ruborosa y satisfecha de sentir su vejez asegurada aunque fuese en las manos de una taquimeca algo putilla que, al fin y al cabo, era lo que era Mari Polvo. Le dio un beso a su hija y la miró con el compasivo afecto que se le profesa a un alma perdida.
            -¿Tú ves?, mi madre nunca me besó así -y Carmen la de las tetas negras rompió de nuevo a llorar con desesperación.
            -¿Y esa mujer cuándo va a volver con el alivio? -dijo Doña Fuensanta refiriéndose a la Sebastiana que tardaba más de la cuenta.
            -Como el Vicente no es encogío ni ná... Seguro que tiene la yerba esa bajo llave.
            -Pero no es mal hombre -dijo la tía Nati condescendiente.
            -No, si aquí no hay ninguno malo, pero vaya si joden -dijo Tomasita inconsciente de las paradojas lingüísticas que se debatían en su mente.
            -Mi tío si que era malo, tenía la llave de la despensa enganchá de la trabilla del pantalón y cada vez que queríamos algo se lo teníamos que pedir a él, qué tío más malo, más mala follá y más desconfiao, si sus deos le parecían huéspedes.
            -No, el Vicente no es de esa calaña, ná más que es mú suyo pa sus cosas, pero la Sebastiana dispone en su casa como le viene en gana.
            -Po mi madre no disponía, ella agachaba la cabeza y ya está. Mis hermanos comiéndose los mocos mientras el malaje se zampaba buenos trozos de chorizo gaznate abajo. Así fue como nos tuvimos que ir de allí.
            -Yo no sabía que tuvieras hermanos.
            -Hermanos, hermanos no eran. Hermanastros.
            -¿Y dónde están ahora?
            -Uno en Alemania y otro se reenganchó en la legión y yo a Barcelona.
            -Mujer, a ti no te ha ío mal.
            -No, si no me quejo, es que maldigo mi suerte -la verdad es que mi madre no se quejaba del presente ni del periplo emocional a la que la había sometido la imaginación desbordante de Jimmy Sailor, ella de lo que se resentía era del helor que le había acompañao toda su vida, esa inseguridad de los que andan por el mundo con el tufo de la huida atado a su cuerpo.
            En ese momento se escuchó el arrastrar de la silla de la Esperatriz que dejaba paso a la Sebastiana que venía con un pañuelo en la mano y una sonrisa de oreja a oreja.
            -Aquí está -dijo la Sebastiana alargando el envoltorio-. He aprovechao para traer unos poquitos roscos de huevo de los que sobraron el otro día.
            -Venga, yo voy a hacer un buchito de café -se apresuró la tía Nati-. Doña Fuensanta tráigame una taza, que como usté comprenderá después de lo que me ha contao del chupeteo...
            -No, si me hago cargo -respondió Doña Fuensanta con humildad.
            -Toma, llévate esto pa dentro -dijo Tomasita dándole la fuente de habichuelas.
            -¿No te ha visto tu marío? -preguntó Mari Polvo.
            -¡Qué va! No sé dónde se habrá metío.
            -¿Qué están haciendo los diablillos? -preguntó Fuensanta.
            -Ahí en la puerta, jugando.
            -¿Y esto cómo se hace?
            -Vicente lo mezcla con el tabaco y lo lía.
            -Tomasita, trae papel.

         Carmen se secó las lágrimas y siguió con la vista las uñas puntiagudas de Mari Polvo que con diligencia realizaba la operación. Tomasita y Sebastiana parecían dos testigos mudos delante de un notario. Mari Polvo lió una trompetilla de padre y muy señor mío.

                                                                                     (Continuará)


domingo, 11 de noviembre de 2012

Capítulo V : En el patio - 1ª Toma


          Estaba quieta la tarde, traspuesta de jazmines fragantes, cuando el aire recibió el silbido de la oropéndola que brillaba como un fuego de miel. Los pensamientos lilas y las matas de gitanillas, las hojas de la aspidistra y la confusión de la enredadera quedaron por un momento inmóviles al escuchar el canto mientras a mi madre le corría una gota de sudor por el canalillo de las tetas. Entonces se escuchó el chorro dorado de Mari Polvo que estaba en el Retrete de las Princesas meando en un cubo de zinc. Graznó un cuervo negro como un tizón de corcho y le respondió un papamoscas gris de cabecilla inquieta. Fuensanta, en la puerta de la Casilla, daba puntadas a un cuadro de Velázquez que estaba haciendo a punto de cruz, y la vecina Sebastiana remataba una orquídea de pistilo morado con la aguja sabia del crochet. La tía Nati, mucho más práctica, le había echao de beber a los pájaros y había servido un caldo del puchero aderezado con yerbabuena para que las mujeres, remisas a comer en un día de entierro, tuvieran en el estómago algo de alimento; después cogió el punto y vuelta va, vuelta viene ya estaba a mitad de un jersey verde botella que le tejía a su hijo Andrés. La prima Tomasita le quitaba las hebras a un manojo de habichuelas que cocería con papas para la cena. Cantaron, en fin, los canarios y con sus trinos de orfeón conjuntado bañaron el patio de música, Mari Polvo ya se secaba el coño con un trozo de papel de periódico y el meao iba perdiendo su calidez de néctar cuando abrió la puerta del excusado y sus labios rojos de pin-up sonrieron victoriosos.

            -Creía que me lo hacía encima -dijo, y su voz chillona revoloteó libertaria y acarició las plumas dormidas de un joven pechiazul.

            Mi madre agachó la cabeza y sus ojos de turrón del blando empezaron a soltar lágrimas transparentes, parecían diamantes líquidos de un extraño poder. Las mujeres, todas, la miraron; primero con discreción, después sin reparo y le preguntaron:
-Niña, ¿otra vez vas a empezar a llorar?, ¿qué te pasa ahora?

Y mi madre, que aún era una niña de diecisiete años, levantó la mirada con la dignidad de una soprano italiana. Las miró a todas, contó las aves enjauladas y las que revoloteaban sin restricción y pidió un vaso de agua. La pobre tenía un nudo en la garganta.

            -Venga, chiquilla, no te apures, si aquí estarás acompañá. Nosotras somos tu familia ahora, no tienes que tener miedo -dijo la tía Nati mientras la apuntaba con las agujas.

            La joven e inexperta Carmen, siempre abandonada y llena de sudor frío no podía poner freno a su congoja.

            -Nati lleva razón -dijo Fuensanta-, fíjate en mí que no les toco ná y lo bien que se portan conmigo.

            Mi madre le echó un vistazo de arriba abajo, contempló su gordura flácida, su cuerpo rebosante sobre la endeble silla de enea que taponaba la puerta de la Casilla y dio un par de berracás descomunales mientras entre pucheros decía:

               -Y es que me acuerdo de las morcillas que hacía la pobre.
            -Pero si aquí también tenemos morcillas -dijo la Sebastiana que iba todos los años a ayudarle a su madre a hacer la matanza.
         -Sí, pero son malagueñas -dijo mi madre que era de una sutileza nacionalista incomprensible en una época en la que todavía no se ponía en las latas de conservas la denominación de origen de los productos.
             -¿Qué le pasa a las morcillas malagueñas? -respondió irritada la tía Nati que tenía mú poco aguante.
             -Que no tienen cebolla.
          -Po le echamos cebolla -dijo Mari Polvo que no conocía ningún principio moral que impidiera renovar el acervo culinario de la provincia.

            Mi madre con una llantina histérica y sin saber qué responder se puso a temblar como una posesa.

            -Pero Carmencita, no seas tonta, ¿quieres que te eche una manta? -dijo Mari Polvo abrazándola. Mi madre, cabezona como era, no respondió nada, es más, siguió gimiendo igual que los dementes.
            -Es que mi madre era mú buena conmigo y me quería mucho, pa mi cumpleaños siempre me compraba habas y saladillas -dijo de pronto entre resuellos.
            -Hay que ver como la tiene tomá con las cosas de comer. Pero si aquí no te va a faltar de ná -dijo la tía Nati, ofendida ya por el desprecio que mostraba mi madre.
            -No es eso.
            -Entonces, ¿qué es? -preguntó la tía Nati.
            -No le apure usté, madre -dijo Mari Polvo-. Venga, chiquilla, tú no te preocupes -le decía mientras no paraba de mecerla igual que la Esperatriz me mecía a mí para que me durmiera y no armara ruido.
            -Es que me acuerdo del jamón de Trevélez.
            -¡Del jamón? -dijo mi tía Nati sorprendida y Fuensanta miró a mi madre con la envidia de la que solo ha probado las mantas de tocino o la manteca con chicharrones. Sebastiana, más altiva, con eso de que hacía matanzas se las podía dar de pan con tomate... Aunque todo el mundo sabía que la Sebastiana iba a ayudarle a su madre Juana, y que ésta era guardesa de una finca allá por Alhaurín de la Torre, y que el cerdo, al final, era para el señorito, que ella solo se quedaba con las pezuñas-. Esta niña está delirando -dijo la tía Nati mordiéndose los labios y con ganas de endiñarle una bofetá a mi madre que ya le estaba calentando el coño.

Bueno, eso era un decir porque la tía Nati no quería tener coño, ni coño ni ningún agujero que fuese soltando meaos, sangre o niños o tiras de flujo sin ningún permiso. A ella le estorbaba el chocho, le hubiera gustado ser una Mariquita Pérez, una muñeca sin vello y sin esa herida húmeda ahí entre las piernas. Le molestaba su sexo, le molestaba de una forma salvaje, y no es que quisiera ser otra cosa como modernamente se estila. Ella no quería tener nada que se pareciera a un bicho sin acabar de hacerse como una encia llena de saliva. Por eso cuando murió su marido, Pedro, se quedó en paz y se lavaba sin mirarse y hasta procuraba no arrascarse cuando le picaba y le ofrecía su sufrimiento a Dios, que según ella era un hombre sin nada que le colgara. Nunca sintió ardores de pasión y si los tuvo los aliviaba con bicarbonato, que era con lo que se lo enjuagaba todas las noches antes de irse a dormir.

            -Venga, rosita de abril, cara de mora, flor de la Habana, niña de Puertaoscura, yo que también he sufrío por no ser quería estoy a tu vera, ¡coño! -canturreó Mari Polvo y para ella la palabra coño tenía una significación bien distinta a la que tenía para su madre. Entre la Nati y ella había un abismo inconmensurable porque Mari Polvo hablaba con la boca de la vagina.

            Pero Carmen la de las tetas negras se arañó la cara y se deshizo el caracolillo que tenía en la frente igualito que Estrellita Castro, y sus ojos profundos como la procelosa oscuridad de un mar nocturno, y sus peinetas rojas y sus labios de carmín antiguo y sus pulseras de cuentas falsas y su ser entero y sus entrañas entristecieron con la lánguida melancolía de los que sienten la soledad como si fuera un cerdo de colmillos sucios.

            -Estoy sola. Ella fue la que me inventó -dijo Carmen refiriéndose a la difunta abuela Angustias-. Ella era la que me enseñó a peinarme, a limpiarme los oídos con las horquillas de los cocos, a pasear por la Gran Vía a ver si encontraba novio, ella me enseñó la zambra, menear las manos y lavarme los rebordes del pandero pa que no me quedaran mijillas.

            Se hizo un silencio de rapto, hasta los pájaros parecían atragantados. ¡Por Dios, como se podía ser tan, tan...! No sé.  La tía Nati, roja como la mercromina, dentro de su vestido de duelo eterno parecía que iba a estallar; la prima Tomasita que hasta entonces había estado absorta como una muerta mientras limpiaba las habichuelas dijo un ¡ay! de opereta y en pie en medio del patio lanzó su discurso.

            -¡Ay, el pandero!, la pipitilla como el hueso chico de una chirimolla, los labios blandos, tó el manojo de pelos de alrededor y ese túnel hondo por donde entra la picha del Andrés, y allí, al final, algo así como una cebolla enana que empieza a soltar lágrimas. ¡Ay, el higo!, ¡cuánto me gusta que me lo toquen! ¡Ay!, ¡qué lástima me da cuando se pone estirao como si le echaran almidón porque al pobre no le hacen caso! ¿Sabéis lo que os digo?, ¿verdad?, cuando parece que va a hablar y que dice échale, échale que ya no puedo estar sin que me rieguen. ¡Ay, ay, ay!, cuando te magrean tó el culo y se te ponen los vellos de punta, y a tu marío se le escapa la mano pa la entrepierna y está allí dale que te dale hasta que te chorrea a las patas abajo. Eso es lo mejor, que te chorree y después te la meta; entonces, entonces es cuando entra sola, sin calzador, como una alpargata vieja. ¡Ay, ay, ay! Y después. en la palangana, con agua fresquita, olé, olé, olé. Mira que te lo agradece el joío. ¡Ay, Dios mío qué gusto cuando te hacen trencitas y el coñito negro es un torito que bufa! ¡Ay, qué gusto cuando te quitan las telarañas y se te remueve el cuerpo como si fuera un tren! Eso es mejor que comer, y mira que es bueno comer. ¡Anda!, y cuando entra poquito a poco como si fueran los pajes de una cabalgata; esa elegancia, ese vaivén. Y de pronto, toma ya,  te dan la puntilla torera. Y si encima te maman las tetas, ya eso no tiene precio. ¿Es que no os han mamao nunca los pezones?, ¿verdad que parece que van a estallar flores de las ubres y del ombligo te van a salir ramas de canela y granitos de café? ¡Ay!, cuando te muerden el pescuezo mientras te están dando empellones y te meten la lengua en la oreja y te dan bocaos y te hacen palmas las aletas. Eso sí que es requeteprecioso.

            -¡Cuñá!, ¡Dios mío!, no te conozco -dijo Mari Polvo.
            -Cómo me vas a conocer ni tú ni nadie si llevo seis meses sin catarlo con la mierda de la máquina del tiempo.
            -¿Eso qué es? –preguntó la inocente de mi madre.
          -Un artilugio que está fabricando mi Andrés y que nos dará de una puta vez la oportunidad de alternar con los Europeos. Vaya, que ya no vamos a ser unos atrasaos.
            -¿Estarás desesperá? -dijo mi madre dando jipíos-. A mi marío también se le ocurren cosas de esas, siempre pensando en los demás… Y digo yo, esa máquina podrá correr para atrás, así podría charlar con mi madre, se me han quedao muchas cosas en el tintero –dijo Carmen de las tetas negras con su voz casi infantil, y se secó una lágrima profunda.
            -¡Yo qué se! Lo que sí sé es que a mí me tiene desatendía con la leche de la invención.
            -¡La  má-qui-na  del   ti-em-po! –dijo mi madre acariciando las sílabas y con sus ojos velados por una cortina de agüilla salada. Sus ojos o el origen de un mar diminuto.

                                                                                              (Continuará)





domingo, 4 de noviembre de 2012

Portada









Poppy Plus, que ha leído a Nabokov setecientas veces y en cada una de las lecturas ha llegado a la misma conclusión, hasta que un día, sin saber cómo, cayó en sus manos Leer Lolita en Teherán de Azar Nafisi, y cambió su mundo y sus enrojecidos ojos, quemada la vista por Instagram.

Poppy Plus, digo, ha decidido dejar por un momento Twitter y escuchar las voces de las mujeres en el patio. También me ha dicho que ya no le importa que la llamen cursi o, incluso, un poco kitsch. Poppy Plus se ha enamorado, pero enamorado de verdad; conduce rápido cuando se cita con su amado, empuja los ascensores con sus propias manos para llegar cuanto antes a la casa de ese ser que le hace decir tonterías como: “Te quiero para toda la vida” o “Je t´aime. Moi, non plus”.

Poppy ha crecido, sus editores miran para otro lado, buscan otras voces. Pero a ella todo eso le trae al fresco, a punto ha estado de clausurar su Tumblr, su Goodreads y su blog, que ya considera anticuado. Por supuesto, no puede darse de baja en Facebook. En fin, ella dice que ha descubierto la intimidad y que ahora no puede prescindir de la noción de “secreto”. Le he dicho que no se ponga tan estupenda, que ni tanto ni tampoco, que necesitamos sus hermosos versos, y que en la vida hay una cosa que se llama el término medio.

Poppy me ha hecho esta portada, un tanto desconcentradamente, ya les he comentado que ahora no piensa ni en su obra ni en el desayuno diario; vive enajenada, que es otra forma de estar en sí misma, eso dice. Poppy será una excelente escritora, ahora está un poco sobrevalorada, pero nunca vienen mal los refuerzos excesivos.

Mientras se decide a escribir la Gran Novela que la catapulte no sabemos bien adónde, porque los universos literarios están todo el día en continua modificación, ha decidido pararse, respirar, y oír. Oír las voces que había despreciado, tal vez por tener un excesivo color local, tal vez porque no habían leído a Nabokov… Ni a Mary Shelley. En fin, todas tenemos algún que otro prejuicio.


El Capítulo V, de La Reina de la Morralla, titulado “En el patio”, comenzará el próximo domingo.