domingo, 18 de mayo de 2014

LA REALIDAD - 10. Cervantes



            Así que entre todas las cosas raras que se me ocurrían me dio también por toser y por pensar en las musarañas. Menos mal que un día, como por milagro, llegó la solución: Me regalaron mis padres un libro hermosísimo titulado Novelas ejemplares que lo había escrito un tal Cervantes, era una edición escolar de la editorial Everest y lo compraron en la librería Rubiales en la calle Eugenio Gross. Me enteré que ese tal Cervantes era lo que entonces se llamaba “un inútil”, es decir, que estaba manco; ya ven la ternura que nos caracterizaba en aquella época. También me enteré que era el escritor más importante de España, y que había escrito la historia de un loco, y que ese loco se llamaba Don Quijote. Entonces pensé que si él que era un “lisiado” había podido hacer cosas tan grandes yo, que tenía dos manos, sería capaz de superarlas. Vaya, que encontré mi profesión. Desde ese momento le dije a todo el mundo que iba a ser escritora y llevaba siempre encima un bloc pequeño y un boli, hasta cuando iba en bici me pertrechaba con esos objetos tan fantásticos y llenos de poder para mí.

            Estaba tan orgullosa con mi libro de las Novelas ejemplares que un día me lo llevé a la escuela para enseñárselo a todas las niñas (el alumnado estaba separado por sexo). Cuando lo vio la maestra me preguntó si mis padres tenían carrera, yo le dije que no y entonces ella con un tono de superioridad y majestad incuestionable me dijo: “¡Ah! Creí que eran cultos.”  En ese momento me di cuenta de que tenía que defender a mis padres del sistema educativo y de que debía procurar que tuvieran el menor contacto posible con las maestras. Menos mal que llegó la democracia y se fue suavizando tanta altanería, menos mal que llegaron educadores como Don Miguel Ángel que era un hacha del respeto y del saber, a mí me ayudó mucho y potenció mi afición a la lectura y a la escritura todo lo que pudo y más, guardo un grato recuerdo de él.

            Con respecto a Cervantes tengo que decir que me gustaba mucho su sentido de la imaginación, pero también tengo que confesar que le encontré algunos defectos compositivos. Un día me pilló mi madre llorando tendida en la cama, la buena mujer se preocupó, cuando le confesé la causa estuvo a punto de pegarme un coscorrón: lloraba porque al final de la gran obra del gran autor español moría Alonso Quijano, no podía entrar en mi cabeza cómo el dichoso Miguel de Cervantes, siendo tan listo como era, había podido cometer la torpeza de matar a su protagonista y que no tuviera la novela un final feliz. Así que yo tenía tarea para rato: escribir un novelón maravilloso y alegre. Fue por eso que le dije a todos que me iría a Alcalá de Henares a estudiar y que se fueran preparando porque seguro que entraba en la lista de autores imprescindibles de la literatura española. No me digan ustedes que no han hecho daño los manuales y los libros de texto que tenemos que aprendemos en los colegios. En fin, que iba a ser escritora, pero no una escritora cualquiera, que iba a ser tan buena o mejor que Cervantes. A mi madre le pareció bien, mientras comiera a ella le daba igual lo que yo hiciera en la vida.








Consejillo: Escucha el discurso que dio Elena Poniatowska cuando le entregaron el merecidísimo premio Cervantes, es muy hermoso.








domingo, 11 de mayo de 2014

LA REALIDAD-9. Comer



           Mi madre supo desde siempre que a mí me gustaba la bollería, por eso cada vez que íbamos a Málaga capital, nos llegábamos a La Cubana que estaba en Puerta del Mar y comprábamos croissants y suizos. La verdad es que íbamos a Málaga cuando podíamos, a mí eso me despejaba mucho y me daba mucha vidilla y es que, además de no respirar, empecé a hacer muchas cosas extrañas: mientras ayudaba a mi padre a reparar el camión me escapaba de él y me ponía detrás del tubo de escape, y más de una y de dos el buen hombre tuvo que quitarme de la nube de monóxido de carbono; me dio por no beber leche, con lo importante que es que una niña beba leche, mi abuela Aurora me tenía que llamar la atención para que no me pusiera cabeza abajo y se me fuera toda la sangre al cerebro y, por último, no quería comer, nada me gustaba. Hoy, ¡Dios mío!, como de todo, ¡y con qué ganas!

            Cuando estábamos haciendo la casa mata, que construimos poquito a poco, me dio por tirarme de la primera planta abajo y, afortunadamente, sólo me torcí un pie. La verdad es que, por decirlo de alguna manera, era una temeraria; he hecho sufrir mucho a mis padres con esas ocurrencias. Un día hice que mi madre me llevara al médico porque había masticado un palillo de dientes y le dije que tenía toda la garganta llena de astillas y no podía hablar, en el fondo era una cuestión de lingüística e incomunicación, de semiótica, al fin. El caso es que fuimos al médico.

            Mi madre, que descubrió que yo comía mejor en la calle que en mi casa, aprovechaba que estábamos en la ciudad y me metía en una casa de comidas y me pedía un estofado o un cocido de pescado y yo me lo zampaba enterito. No sentábamos a la romana, mirando para la calle, a mí me distraía mucho ver pasar a la gente y así, sin darme cuenta, me metía entre pecho y espalda lo que ella quería y a mí, en la ciudad, todo me parecía delicioso.

            El itinerario era el siguiente: si podía, nada más llegar me metía un chocolate con churros, íbamos al médico, veíamos su máquina de escribir eléctrica, mi madre le decía que le dijera si yo tenía algo, porque siempre estaba lacia como un vendo, que si no me encontraba nada malo me iba a pegar una paliza, el médico le decía que estaba sana como una pera, mi madre no me pegaba la paliza y nos íbamos a hacer nuestras cosas.

            Nuestras cosas podían ser las siguientes: ver escaparates, comprar alguna tela en la Costa Azul o unos filetes de ternera en la carnicería de Don Antonio o una pescada en el mercado de Atarazanas, para rematar me compraba un cuento en la librería Denis o en la librería Ibérica. Fue así como se fue forjando mi carácter de escritora y aprendiendo a comer. Después, cuando ya había acabado nuestra excursión, mi madre me decía medio en broma: “Eres una hijapuchi”. Pero, en fin, a esas alturas ya llevábamos para casa los cuentos y  los bollos de leche de La Cubana.


Papel de la confitería Anglada-La Cubana. Sin lugar a dudas se trata de una prueba pericial científica.


Consejillo: Si quieres ser escritora tienes que comer bien, muy bien. Se desgasta una mucho elaborando una página. No olvides tomar frutas y verduras, dan alegría, pero también buenos trozos de carne y de pescado. Si es posible no te hagas vegetariana, salen composiciones demasiado leves. No abuses del vino aunque en congresos y recitales algún poeta existencialista y desgraciado te incite a ello. Lo importante es que seas la protagonista de tu propia autobiografía, todas tenemos derecho a la nuestra, por si no sabes cómo construirla ahí añado el programa del Congreso Internacional de Autobiografía en España: un balance que tuvo lugar en Córdoba en octubre de 2001.  Con ello puedes hacerte una idea de en qué consiste “el pacto autobiográfico”.






Consejillo: Ven a Córdoba a ver los patios, aquí te dejo el enlace de un estupendo mapa que ha sacado mi querido amigo Jesús Taguas para que puedas hacerte pasar por cordobés o cordobesa y no te sientas extranjera. Si no lo entiendes porque está en inglés, da igual, pregunta, todo el mundo estará dispuesto a orientarte: Habla, habla con la gente. Lánzate a hablar.



                                                                      Mapa




















domingo, 4 de mayo de 2014

LA REALIDAD - 8. La respiración



        En fin, que estaba Marco Polo y la princesa Aigiarme, y yo verdaderamente no tenía las cosas claras. Porque la princesa Aigiarme era guapa e incluso me gustaba, pero su vida la malgastó batallando. A mí las guerras nunca me han llamado la atención, no quería un futuro como el de ella, subida en su caballo y lucha que te lucha con lanzas y sangre a su alrededor como Juana de Arco.

            Conocí la vida de Juana de Arco a través de un hermoso libro con las pastas en verde agua que aquí no tengo a mano, es un libro de mi infancia, de esos que te llenan la cabeza de pajaritos. Lo que no me gustaba de la dichosa Juana es que acabara en la hoguera. Sí, todo muy bien, hablando con reyes y gentes importantes, pero al final achicharrada. (Que sepa mi amiga Virginia que conmigo no cuente para quemarme a lo bonzo).

            De la guerra sólo sabía que era una cosa muy mala, que tenía un abuelo desertor que no volvió jamás y otro perdedor que cada vez que íbamos a recoger el aguinaldo nos aburría con unas historias que a mi hermano y a mí nos venían grandes, sobre todo, porque no hablaba de la guerra que había vivido sino de otra ocurrida mucho antes: la guerra de Melilla de 1909. Se ve que el hombre para no pillarse los dedos y no comprometernos en nada extrapoló su sufrimiento y lo metió en una lucha exótica que ninguno conocíamos. Lo que tenía claro es que yo no quería ir a ninguna guerra, sobre todo porque en las guerras no se respira bien, se estresa una mucho.

            A mí me dio por no respirar y eso preocupaba a mi familia, lo hacía principalmente a la hora de la comida y mi madre, que se sentaba a mi lado, se veía obligada a decirme de vez en cuando: “Salvi, por favor, respira.” Ese defecto lo he ido arrastrando mucho tiempo hasta que mi lectora preferida, es decir, mi mujer, me dijo un día: “¿Te has dado cuenta de que a esta obra de teatro que has escrito -se refería a Por fin Antígona-, no le has puesto ni una sola coma? Que sepas que me voy a ahogar leyéndola. Salvi, por favor respira, que si no no podrán respirar los que te leen.”

            Pero yo estaba tan confundida entre Marco Polo, la princesa Aigiarme, la chalada de Juana de Arco y el masoquismo de Santa Teresa de Jesús, estaba tan falta de referentes para el placer que no entraba ni una gota de aire en mis pulmones y sentía un dolor en el pecho constante y atroz al que no sabíamos ponerle nombre. Me llevaban al médico y el médico me miraba y milagrosamente yo empezaba a respirar bien, simplemente lo hacía porque en la consulta tenía una máquina de escribir eléctrica y para mí eso era lo mejor del mundo, el culmen. Quería tener una como la de él y poder escribir yo la historia de alguien que no tuviera que sufrir ni quemarse ni meterse a monja ni ir a la guerra.

            Menos mal que poquito a poco conseguí domar los latidos de mi corazón y poner puntos y comas por todos lados. En literatura es muy importante puntuar correctamente, es una cuestión de amor propio y de cortesía hacia el lector y la lectora.


Uno de esos días en que todos estábamos confundidos y mi madre optaba por ponerme pantalón y falda a la vez y me sacaba al balcón para que respirara y yo no sabía si tenía que respirar por la nariz o por la boca.




            

            Consejillo: Nadar es una ejercicio estupendo para encontrar tu propio ritmo, no dejes de practicarlo cuando tengas posibilidad, y cuando no tengas agua imagínate que tu cama es una piscina y nada; así mi hermano y yo nos hemos hecho muchos largos de secano.










            

domingo, 27 de abril de 2014

LA REALIDAD - 7. La valentía



        Para ser escritora tienes que tener valor, mucho valor, sobre todo si quieres ser de las buenas. Escribir de verdad es ingresar en el mundo de los matices, no se dicen las palabras en balde, no se puntúa al azar, no se libra una de cometer errores por más cuidadosa que intente ser.

          A mí la valentía me la enseñó la princesa Aigiarme, hija del príncipe Kaidu. Su historia la leí en un libro precioso que me regaló mi madre y que marcó mi vida: Los viajes de Marco Polo. Era de la editorial Bruguera, la hermosa colección Historias Selección y no llevaba sólo letras que también tenía dibujos como si se tratara de un cómic.       

            La princesa Aigiarme le dijo a su padre que no se quería casar, pero como no tenía más remedio llegaron a un acuerdo: se casaría con el hombre que fuese capaz de vencerla. Nadie la derrotó así que esta luchadora, que además era guapa y mi primer referente feminista en un mundo en que no se conocía ni esa palabra, hizo lo que le vino en gana y nadie pudo impedírselo.

            A mí me encantaban todas las historias de Marco Polo, me parecía un hombre honrado, dialogante, alguien que sabía comprender a los demás y que intentaba que la vida se convirtiera en un lugar donde tuviera importancia la generosidad y los matices. Me daba mucha pena no conocer a alguien como él, así de educado, capaz y valiente. Él buscaba que reinara el bien y que la gente se escuchara entre sí.

            Yo les exijo a mis lectores y lectoras que me escuchen con la ausencia de dogmatismo que tenía Marco Polo. Ya sé que no estamos en tiempo de exigir, que buscamos la comodidad y el atajo, pero a mí eso no me interesa. Cuando comencé a escribir aposté por la no prisa, por detener el ritmo virulento del mercado y por la relectura. Yo no escribo para que me lean, escribo para que me relean. Ya sé que son metas muy grandes, pero nunca pretendí convertirme en un ser insignificante.

            El nombre de Aigiarme significa “luna brillante”. Ella me enseñó que ninguna mujer debe pasar desapercibida. Ella y mi madre que me decía con frecuencia: “Tú no eres cualquiera. Tú eres alguien.”


Íntimamente, casi sin saberlo yo misma, estaba enamorada de Marco Polo.






Consejillo: Lee el poema XXXVI perteneciente al libro Eternidades de Juann Ramón Jiménez. Como es muy corto lo voy a poner aquí:

                                        "¡No corras, ve despacio,
                                          que adonde tienes que ir es a ti solo!
                        
                                          ¡Ve despacio, no corras,
                                          que el niño de tu yo, reciénnacido
                                          eterno,
                                          no te puede seguir!"

Consejillo: Lee el hermoso relato de Carme Riera titulado Tiempo de espera. 








domingo, 20 de abril de 2014

LA REALIDAD - 6. Escribir




       La primera escritora importante que conocí fue mi bisabuela, se llamaba Josefa Teodora de la Santísima Trinidad Morales Colomera y escribía sobre el cuerpo de las personas para curarlas. Yo fui su aprendiza y le preparaba la mezcla de tinta, pólvora y limón para que ella mojara un palito que al final llevaba un algodón y le servía de pluma. Ella curaba así la culebrina.

            También curaba la erisipela, le daba friegas en la cintura a mi padre, aliviaba las vejigas de los ojos o hacía un cucurucho que después quemaba para remediar la sordera de alguna parienta. También era partera, trajo al mundo muchos niños y niñas de Campanillas, el barrio de Málaga donde yo crecí. Bueno, era algo más que barrio menos que pueblo, entonces se le decía pedanía, ahora distrito.

            Mi bisabuela era tan importante que a su entierro fue todo el mundo. Era una mujer madura consciente de sus límites: sabía cuáles eran los defectos de sus hijos, las imposiciones sociales, la gente que la quería y sabía transmitir sus conocimientos, mejor dicho: saberes.

            Sabía hacer pleita, coser, sentir con intensidad, era una fan de Manolo Escobar y sin vergüenza confesaba la admiración que profesaba por ese hombre y su belleza. Era lo que hoy se ha dado en llamar una proactiva.

            Detestaba la televisión, decía que dentro estaban “los eléctricos”, gente que se movía muy deprisa y que nos aguaron las partidas a la brisca que echábamos por la noche. Escribía poemas, contaba chascarrillos y para ella supuso toda una revolución que un día consiguiéramos un magnetófono y pudiéramos grabar sus composiciones para mandárselas a su hija Paquita que se fue a México (en mi familia somos dados a la huida en sus múltiples formas, siempre hay alguien que se escapa y se aventura y se decide, de una u otra forma, a hacer las Américas, como se dice vulgarmente).

            Siempre recordaré la tarde que mi bisabuela me dijo las palabras mágicas que tenía que escribir sobre el cuerpo del enfermo, también recuerdo que tuve un lapsus mientras escribía, pero no me achiqué y puse lo primero que se me ocurrió para que ella estuviera orgullosa de mí y no pensara que le había fallado. Desde entonces supe que escribir es una tarea de humildes, que importa poco lo que se diga, que lo que importa es dar compañía a quien nos lee. Así de sencilla es nuestra tarea, nada más y nada menos.



Josefa Teodora de la Santísima Trinidad con su bisnieta Salvadora Francisca Jiménez López,es decir, yo en el día de mi primera comunión. En esta foto ya sabía las palabras mágicas, tal vez por eso sonreía. Aunque mi bisabuela tenía un nombre muy largo simplemente la llamábamos “Abuelita las gafas”, era la única que llevaba lentes.





Consejillo Si te apetece lee el discursillo que di el 16 de Diciembre de 2008 en la Real Academia de Córdoba cuando presenté mi novela Marcel, en él le hice un pequeño homenaje a mi bisabuela.



                                     Discursillo presentación de  Marcel

Buenas noches. Ante todo quiero dar las gracias a la Editorial puntoreklamo, el Páramo, por su eficiencia profesional, a Antonio de Egipto por su respetuoso trato y a José Álvarez por sus tiernas palabras.

         A veces llevamos tan adentro los deseos de libertad que no sospechamos que los tenemos en nuestro interior, pero ciertamente es así, racionalmente así. Entonces es cuando fluyen los personajes y las historias con la naturalidad del que nace porque tiene que nacer. Los personajes aparecen desasistidos en laderas limpias y frescas y nos muestran  sus caras expectantes reclamando su crecimiento, entonces la autora sólo es un vehiculo para darles vida, para que desarrollen su ser.

         Con esta novela intenté reflejar un ritmo: el de la locura de los que creen que son superiores. Intenté reflejar esa complejidad insana que es la supremacía de un YO sin cuestionamiento sustentada en una filosofía asimilada durante siglos. Por eso durante la lectura ustedes percibirán que todo está escrito con minúsculas excepto cuando el protagonista dice YO y es que Marcel es un egocentrista que sólo reconoce su propio pronombre. No se asusten no se trata de uno de esos textos sin puntación, ilegibles e impositivos. Respeto las reglas ortográficas, pero eso sí encontrarán voces y decires andaluces que reflejan desde donde se narra. Quise que el andaluz bañara al castellano y que el castellano bañara al andaluz y se fundieran en un abrazo respetuoso, porque siempre he respetado el lenguaje de Cervantes, la claridad  y la cordura de Teresa Panza  en el capítulo V de la segunda parte del Quijote, y hacia ella tiendo. Ese capítulo inolvidable en que la mujer del escudero le pide que tenga los pies en la tierra y que no le busque a su hija un traje que le venga grande, un futuro irrisible.



Elegí la figura de un muchacho amante de los toros (siendo española es fácil caer en la tentación de un análisis de la tauromaquia como objeto artístico, no soy la primera, ya actuaron del mismo modo Picasso o Goya por ejemplo).  Y me acostumbré a ir a la plaza y contemplar la fiesta nacional con su jolgorio y seriedad. Y amé la versatilidad de los capotes, el violeta de las tardes fulgurantes donde se plasman faenas irrepetibles, escuché la voz babélica de los toreros y sus tertulias y el silencio de sus mujeres.

Escribir esta obra también me llevó a amar la madera, porque el personaje está obsesionado con ella, y experimenté el tacto de los robles, el olor de los tilos o entristecí con el llanto de los sauces.

 Marcel es un chiquillo lastimado por las imposiciones sociales,  un ser que se desenvuelve en la euforia de la España de los ochenta y noventa y que fracasa tanto que es un pirómano de su propia existencia y de la existencia de los que se atreven a amarlo. Conforme escribía más amaba la fiesta nacional y más la comprendía (las novelistas somos así de complejas, sencillamente complejas). Conforme escribía más ansias tenía de bailar, de pertenecer a una Europa que todos estábamos forjando y más temía los males del egocentrismo.

         Descubrí que el personaje era alguien desasistido, que necesitaba el contacto con la madera para tener así la eternidad y la seguridad que no hallaba en ninguna mujer. E instintivamente, si es que los humanos podemos ser instintivos, descubrí que la democracia que nos dimos en la Transición fue el mayor proyecto del que podía participar una ciudadana, así que quise que Marcel fuera un reflejo de lo que no debe llegar a ser ningún muchacho y a la vez me dije: hay que superar (fíjense que atrevimiento) las palabras de Flaubert, así que “Marcel no soy yo”. Eso sí, leía lo que escribía en voz alta como hacía el escritor francés y buscaba la musicalidad de los pasodobles y sus matices.


Foto realizada por Francisco Román.


         Todas las personas estamos llenas de matices, somos un collage de las conversaciones que se nos pegan cuando paseamos por la calle, de los besos que recibimos de nuestros amores, de las lecturas que hemos hecho y que hemos dejado de hacer. Incluso los personajes terribles tienen un momento de bondad y todos los males son, la mayoría de las veces, producido por la ignorancia.

         La ignorancia que tendríamos que remediar es la de la falta de educación afectiva. Córdoba me dio esa riqueza y Málaga me obligó a salir a buscarla. Esos son los dos escenarios de la novela, íntimamente unidos en mí, y en ellos se desarrolla la historia. Con ello pretendía que, liberados de complejos, nuestros pequeños héroes fueran capaces de transitar por los paisajes que nos son conocidos.

         Desde pequeña quise ser escritora, veía como mi bisabuela escribía sobre los cuerpos de los enfermos para curar la culebrina y la admiraba silenciosamente. Ella mezclaba tinta con pólvora y limón y escribía sobre sus espaldas, sus vientres o sus muslos e intentaba evitar que la cabeza y la cola de esa serpiente de sarpullidos se unieran y así superar el peligro del dolor absoluto, de la superstición matadora.

Sin quererlo nací en la Edad Media, en su oscuridad analógica y sin quererlo me llamaron las letras con la ambición de arreglar un poquito el mundo para que fuera más vivible. Desde entonces he pensado en la función curativa del lenguaje y cómo la literatura sirve de acompañamiento para los solitarios o de excusa para los que quieren comunicarse y aman el decir con pausa, sin barullo, sin violencias.

Recuerdo que cuando mi bisabuela, que se llamaba Josefa Teodora de la Santísima Trinidad como si fuera un personaje de García Márquez, acababa sus curas, el enfermo le preguntaba cuánto le iba a cobrar y ella respondía siempre con la misma frase: “La voluntá”. La voluntad era algo abstracto que yo con mi mente infantil no alcanzaba a comprender. Y me iba tras ella y la interrogaba con perseverancia: “¿Qué quieres decir con eso de la voluntad?”

Ella sin dejar de sonreír decía que la voluntad era la voluntad y ya está. Lo cierto es que sus pacientes si sabían lo que era porque a los pocos días de andar sanos por el campo o por los embarrizados senderos que llamábamos calles venían con una docena de huevos morenos, con una gallina roja o los más sofisticados traían una lata de melocotón en  almíbar que hacía las delicias de mi hermano. Algunos, los menos, traían un surtido de galletas Cuétara y eso era el colmo de las delicatessen. Otros no volvían y por lo tanto no traían nada. Por lo que deduje que la voluntad era una palabra hueca donde cabía la generosidad de la gente.

         Es bueno que la gente sea generosa y es bueno que la escritora en un acto de generosidad,  en alguna ocasión destape sus acepciones íntimas, el laberinto secreto que guarda la palabra para ella. Y es bueno que en alguna ocasión explicite de dónde viene esa significación particular, los deseos y aborrecimientos encarcelados en su alma, que da lugar a frases humildes que acaricia la creadora como si fueran bellos objetos artesanos.

Han sido muchas las lecturas que me han acompañado a lo largo de la vida: Albert Camus y su descripción acertada sobre cuáles son los caminos del terror. María Zambrano y sus pensamientos sobre lo que es la persona y la democracia, Marcel Proust y su valentía al narrar lo que es la intimidad, Louise May Alcott y la suerte que es ser escritora. Han sido muchas las personas que he conocido y que me han influido en mi quehacer, pero siempre guardo esa imagen de mi bisabuela escribiendo sobre la espalda de un muchacho que se iba aliviado después de la cura. Esa imagen me ha hecho reflexionar sobre la enfermedad y esa reflexión me ha llevado a crear una poética sanadora.

         En 1985 murió Rock Hudson (esa fecha fue clave sobre todo para nosotros los homosexuales), de nuevo, se escuchaban las palabras maldición y plaga unida a una enfermedad: El SIDA. Y también, por supuesto, los hombres, tan fieros como nuestros prejuicios, señalábamos como culpables de ese mal a los propios enfermos. Entonces pensé que inaugurábamos una nueva época: la de los virus mutantes y que si se creaba un fármaco debería tener la misma estructura formal que el virus que debía combatir, estructura voluble como el agua y sus marejadas. Pensé entonces que la literatura, si no quería quedarse encorsetada en sus propios flujos añejos, debería imitar también su estructura. Cuando hablo de flujos añejos de la literatura me refiero a aquellas novelas de un YO devastador que por otra parte tanto nos ha aportado sobre el conocimiento psicológico de los personajes, o me refiero al llamado realismo mágico que puede llegar al hartazgo milagrero si sigue profundizando en la vena narrativa sin explotar su variante dialogística, pero al que estamos  tan agradecida porque ha dado a la literatura hispana una vitalidad popular. Al hablar de flujo añejo de la literatura me refiero al Superpoeta inspirado de Platón o al Supercamoens fingidor de Pessoa. No me refiero a las aportaciones respetuosas de la intimidad de los personajes y de la inteligencia de los lectores.

         Y es que la literatura no puede vivir de la soberbia del autoengaño y sin valor de renovación sufriría entonces el mal de las artes desesperanzadas. Por eso los escritores deberíamos tener el valor de servirnos de nuestro propio entendimiento (¡Sapere aude!) para construir una poética para las PERSONAS, aquí lo que se pretende es “una humanización de la sociedad”. Así lo intenté con la novela El rumor, una obra sobre la sencillez; con el libro de poemas Poesía Sociable, un canto al amor que a todos nos redime o con la obra de teatro Por fin Antígona, una superación de las tragedias y su arbitrariedad.

         Marcel no es más que un intento de que esa humanización se lleve a cabo,  un análisis de los andamiajes de la desigualdad entre hombre y mujer, una arqueología (como diría Foucault) del que se siente superior. Espero que esa humanización se haya hecho posible y que mi trabajo sirva para que ustedes disfruten de la lectura, ¿Qué cuánto vale eso? La voluntad, queridos lectores. Nada más que la voluntad.

Muchas gracias a todos por venir y a la Real Academia por este acogimiento.

Foto realizada por Antonio Berzosa
 

Pequeña explicación a día de hoy:
Cuando hablo de la voluntá, no pretendo instaurar ni defender, una forma de pago que se está haciendo muy común hoy en día entre las gentes de la cultura, sino describir la manera de  entender el oficio de escribir que tenía mi bisabuela, que era sencillo y práctico a la vez porque la tinta era recibida como agua que aliviaba, con esto no quiero decir tampoco que el artista sea ningún médium, ningún ser especial catalizador y superior o inferior a nadie como tampoco creo que un buen zapatero sea un mago, esa concepción del artista-chamán lo aleja de la sociedad y lo reviste de un manto muy difícil de sobrellevar. Y por último y más importante: estoy más delgada de lo que salgo en los documentos gráficos :)










domingo, 13 de abril de 2014

LA REALIDAD - 5. La risa




            Dicen que Flaubert pasaba todas sus obras por la prueba de la garganta, es decir, las leía en voz alta para comprobar el sentido rítmico de su prosa. La verdad es que el francés es tan musical que no hay que esforzarse mucho para construir una buena frase.

            Pues bien, yo paso mis escritos por la prueba de la risa. ¿En qué consiste? Muy fácil, una vez que he acabado la novela se la doy a leer a la persona que más amo. Mientras ella lee yo hago cosas normales: me pongo a limpiar, bajo la basura, andorreo por la casa ordenando los enseres o escucho música sin palabras. Todo esto lo hago después del esfuerzo y la gran tensión que supone estar metida en un proyecto de envergadura como es escribir un libro.

Tengo que añadir que mientras escribo también hago esas tareas, soy una mujer, no lo olviden, y además no quiero perder el sentido de la realidad, para ello no hay nada mejor que fregar los platos diariamente, se lo aconsejo a todos los profesionales de las artes y las letras. Mientras mi obra supera la prueba de la risa hago esas tareas con exclusividad y los lápices permanecen quietos.

En el salón, mi lectora preferida lee sin parar. Yo desde la cocina escucho su silencio, la escucho leer. Pero cuando verdaderamente estoy segura de que he acertado, de que he conseguido lo que quería es cuando la escucho reír. Entonces me digo a mí misma: prueba superada.

La risa que yo busco no es la que descubre Bergson en su famoso ensayo, no es ese reírse del otro, es una risa limpia, inteligente, sin prejuicio, llena de ternura. No se pueden imaginar ustedes lo feliz que soy cuando oigo esa risa, es como si cayera lluvia sobre el desierto. Por eso defiendo el sentido del humor, me parece la forma más revolucionaria y generosa de convivir, y si quiero ser una buena escritora tengo que procurar bienestar, por lo menos eso es lo que pienso mientras mi pluma recorre los cuadernos de hojas color crema. En eso y en mi pequeño lema: Gratitud, alegría, sencillez.  










Consejillo :  Ver la película Zelig de Woody Allen.
                     Ver la película Ridicule de Patrice Leconte.

Consejillo: Ríete de ti mismo. Sonreír también es una gimnasia, si la practicas a diario se te quedará la costumbre. Ríete de ti misma.

Consejillo: Lee cualquier libro de Isabel Franc, también conocida como Lola Vanguardia, son estupendos: Con pedigree, La mansión de las tríbadas, Plumas de doble filo, Elogio del Happy End, No me llames cariño.






domingo, 6 de abril de 2014

LA REALIDAD - 4. El silencio


            Ya se sabe, es un tópico: es tan importante lo que se dice como lo que se calla, o tal vez lo que se calla es más hondo, conmueve. En literatura tiene un gran valor lo no dicho, lo sugerido, lo que se oculta en capas de silencio. El silencio es una fuerza magmática que atrae a su alrededor las palabras que valen la pena.

            Hoy se lleva hablar mucho para no decir nada, vociferar para llevar la razón, el tertuliano que sabe de todo, la verborrea sin fin. Hoy se lleva la música sin parar, la música de fondo incluso en las más tranquilas cafeterías. ¿Por qué el hombre y la mujer actual no soportan el silencio? ¿Tanto miedo tienen de escucharse a sí mismos?

            Con tanto ruido sólo conseguimos una comunicación imperfecta, equívoca, una mente agitada, en continua atención y llena de estímulos inservibles. Porque lo verdaderamente importante surge limpio rodeado de grandes mesetas de silencio.

            Aprendí el silencio de mi madre, una mujer creativa a no poder más: lo mismo cocinaba con cuatro ingredientes un plato exquisito que hacía una colcha de croché donde permanecían estáticos un pavo real o un cisne, también fue capaz de montar un negocio para conseguir dinerillo y que mi hermano y yo pudiéramos ir a la universidad.

            Cuando me fui a Granada a estudiar me llevé una casete grabada con las voces de los miembros de mi familia: mi padre cantó una canción titulada La Caoba, la historia de una mujer que tenía el pelo colorao; se escuchan las risas de mi hermano y sus bromas, y la voz de mi abuela Aurora, perdida, la pobre, en los recuerdos inconexos del Alzheimer. Me llevé el testimonio de todos menos el de mi madre que se negó a pronunciar palabra. Mi madre era muy tímida, de ella heredé el temor a hablar en público, por fin superado después de mucho entrenamiento. También heredé el orgullo, el orgullo de la artista que sabe que está elaborando algo bueno y honesto. Para conseguir eso hay que trabajar mucho rodeada de mucho silencio.

            Yo empecé a escribir por “culpa” de mi madre. Un día la sorprendí llorando, eso me extrañó mucho porque ella era una mujer de una gran fortaleza y no era dada a demostraciones excesivas, sabía llevar las riendas de su arquitectura emocional. Pero ese día, no sé yo por qué lloraba, lloraba con lágrimas traslúcidas como la lluvia que estaba cayendo. Entonces me fui a mi cuarto y escribí:

                                   No llores mi madre,
                                   no llores mi madre,
                                   pues yo que te quiero
                                   no puedo verte llorar.
                                   No llores mi madre
                                   que me haces llorar.

            Me salió de pronto y corriendo fui a entregárselo. Cuando lo leyó empezó a llorar más todavía, no lo comprendí, aquellos versos los había hecho para aliviar no para provocar más tristeza. Pero ella, ahora, no lloraba de tristeza, que lloraba de alegría. Le enseñó el poema a mi padre y se pusieron los dos a llorar juntos y, después, me sonrieron y las nubes se acabaron y un rayo de luz que salía de sus ojos calentó mi pequeño cuerpo. Después se hizo el silencio. No nos dimos un beso ni nada. Con el silencio tuvimos bastante, para nosotros el silencio era una forma de reconocimiento, una forma de abrazarnos. Yo tenía siete años, y desde entonces, todos los días escribo rodeada de silencio, del silencio que aprendí de mi madre, a la que siempre he admirado tanto,  porque el silencio es una forma de elegancia.




    
Colcha de croché hecha por mi madre.




Consejillo: Cierra los ojos, guarda silencio durante cinco minutos. Necesitamos una filosofía de la escucha, del oír atento y respetuoso.

Consejillo: Lee el poema “Nada te turbe” de la grandísima escritora Teresa de Jesús. Afortunadamente España ha dado una poesía mística que no tiene nada que envidiarle a la más profunda reflexión budista, que ahora tanto se lleva.

Consejillo: Ver la película Todas las mañanas del mundo.