La
primera escritora importante que conocí fue mi bisabuela, se llamaba Josefa
Teodora de la Santísima Trinidad Morales Colomera y escribía sobre el cuerpo de
las personas para curarlas. Yo fui su aprendiza y le preparaba la mezcla de
tinta, pólvora y limón para que ella mojara un palito que al final llevaba un
algodón y le servía de pluma. Ella curaba así la culebrina.
También curaba la erisipela, le daba
friegas en la cintura a mi padre, aliviaba las vejigas de los ojos o hacía un
cucurucho que después quemaba para remediar la sordera de alguna parienta.
También era partera, trajo al mundo muchos niños y niñas de Campanillas, el
barrio de Málaga donde yo crecí. Bueno, era algo más que barrio menos que
pueblo, entonces se le decía pedanía, ahora distrito.
Mi bisabuela era tan importante que
a su entierro fue todo el mundo. Era una mujer madura consciente de sus
límites: sabía cuáles eran los defectos de sus hijos, las imposiciones
sociales, la gente que la quería y sabía transmitir sus conocimientos, mejor
dicho: saberes.
Sabía hacer pleita, coser, sentir
con intensidad, era una fan de Manolo Escobar y sin vergüenza confesaba la
admiración que profesaba por ese hombre y su belleza. Era lo que hoy se ha dado
en llamar una proactiva.
Detestaba la televisión, decía que
dentro estaban “los eléctricos”, gente que se movía muy deprisa y que nos
aguaron las partidas a la brisca que echábamos por la noche. Escribía poemas,
contaba chascarrillos y para ella supuso toda una revolución que un día
consiguiéramos un magnetófono y pudiéramos grabar sus composiciones para
mandárselas a su hija Paquita que se fue a México (en mi familia somos dados a
la huida en sus múltiples formas, siempre hay alguien que se escapa y se
aventura y se decide, de una u otra forma, a hacer las Américas, como se dice
vulgarmente).
Siempre recordaré la tarde que mi
bisabuela me dijo las palabras mágicas que tenía que escribir sobre el cuerpo
del enfermo, también recuerdo que tuve un lapsus mientras escribía, pero no me
achiqué y puse lo primero que se me ocurrió para que ella estuviera orgullosa
de mí y no pensara que le había fallado. Desde entonces supe que escribir es
una tarea de humildes, que importa poco lo que se diga, que lo que importa es
dar compañía a quien nos lee. Así de sencilla es nuestra tarea, nada más y nada
menos.
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Josefa Teodora de la Santísima Trinidad con su bisnieta Salvadora Francisca Jiménez López,es decir, yo en el día de mi primera comunión. En esta foto ya sabía las palabras mágicas, tal vez por eso sonreía. Aunque mi bisabuela tenía un nombre muy largo simplemente la llamábamos “Abuelita las gafas”, era la única que llevaba lentes. |
Consejillo
Si te apetece lee el discursillo que di el 16 de Diciembre de 2008 en la Real
Academia de Córdoba cuando presenté mi novela Marcel, en él le hice un pequeño homenaje a mi bisabuela.
Discursillo presentación de Marcel
Buenas noches. Ante todo
quiero dar las gracias a la Editorial puntoreklamo, el Páramo, por su eficiencia
profesional, a Antonio de Egipto por su respetuoso trato y a José Álvarez por
sus tiernas palabras.
A
veces llevamos tan adentro los deseos de libertad que no sospechamos que los
tenemos en nuestro interior, pero ciertamente es así, racionalmente así. Entonces
es cuando fluyen los personajes y las historias con la naturalidad del que nace
porque tiene que nacer. Los personajes aparecen desasistidos en laderas limpias
y frescas y nos muestran sus caras
expectantes reclamando su crecimiento, entonces la autora sólo es un vehiculo
para darles vida, para que desarrollen su ser.
Con
esta novela intenté reflejar un ritmo: el de la locura de los que creen que son
superiores. Intenté reflejar esa complejidad insana que es la supremacía de un
YO sin cuestionamiento sustentada en una filosofía asimilada durante siglos.
Por eso durante la lectura ustedes percibirán que todo está escrito con
minúsculas excepto cuando el protagonista dice YO y es que Marcel es un
egocentrista que sólo reconoce su propio pronombre. No se asusten no se trata
de uno de esos textos sin puntación, ilegibles e impositivos. Respeto las
reglas ortográficas, pero eso sí encontrarán voces y decires andaluces que
reflejan desde donde se narra. Quise que el andaluz bañara al castellano y que
el castellano bañara al andaluz y se fundieran en un abrazo respetuoso, porque
siempre he respetado el lenguaje de Cervantes, la claridad y la cordura de Teresa Panza en el capítulo V de la segunda parte del Quijote, y hacia ella tiendo. Ese
capítulo inolvidable en que la mujer del escudero le pide que tenga los pies en
la tierra y que no le busque a su hija un traje que le venga grande, un futuro
irrisible.
Elegí la figura de un
muchacho amante de los toros (siendo española es fácil caer en la tentación de
un análisis de la tauromaquia como objeto artístico, no soy la primera, ya
actuaron del mismo modo Picasso o Goya por ejemplo). Y me acostumbré a ir a la plaza y contemplar
la fiesta nacional con su jolgorio y seriedad. Y amé la versatilidad de los
capotes, el violeta de las tardes fulgurantes donde se plasman faenas
irrepetibles, escuché la voz babélica de los toreros y sus tertulias y el
silencio de sus mujeres.
Escribir esta obra
también me llevó a amar la madera, porque el personaje está obsesionado con
ella, y experimenté el tacto de los robles, el olor de los tilos o entristecí
con el llanto de los sauces.
Marcel es un chiquillo lastimado por las
imposiciones sociales, un ser que se
desenvuelve en la euforia de la España de los ochenta y noventa y que fracasa
tanto que es un pirómano de su propia existencia y de la existencia de los que
se atreven a amarlo. Conforme escribía más amaba la fiesta nacional y más la
comprendía (las novelistas somos así de complejas, sencillamente complejas).
Conforme escribía más ansias tenía de bailar, de pertenecer a una Europa que
todos estábamos forjando y más temía los males del egocentrismo.
Descubrí
que el personaje era alguien desasistido, que necesitaba el contacto con la
madera para tener así la eternidad y la seguridad que no hallaba en ninguna
mujer. E instintivamente, si es que los humanos podemos ser instintivos,
descubrí que la democracia que nos dimos en la Transición fue el mayor proyecto
del que podía participar una ciudadana, así que quise que Marcel fuera un
reflejo de lo que no debe llegar a ser ningún muchacho y a la vez me dije: hay
que superar (fíjense que atrevimiento) las palabras de Flaubert, así que
“Marcel no soy yo”. Eso sí, leía lo que escribía en voz alta como hacía el
escritor francés y buscaba la musicalidad de los pasodobles y sus matices.
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Foto realizada por Francisco Román. |
Todas
las personas estamos llenas de matices, somos un collage de las conversaciones
que se nos pegan cuando paseamos por la calle, de los besos que recibimos de
nuestros amores, de las lecturas que hemos hecho y que hemos dejado de hacer.
Incluso los personajes terribles tienen un momento de bondad y todos los males
son, la mayoría de las veces, producido por la ignorancia.
La
ignorancia que tendríamos que remediar es la de la falta de educación afectiva.
Córdoba me dio esa riqueza y Málaga me obligó a salir a buscarla. Esos son los
dos escenarios de la novela, íntimamente unidos en mí, y en ellos se desarrolla
la historia. Con ello pretendía que, liberados de complejos, nuestros pequeños
héroes fueran capaces de transitar por los paisajes que nos son conocidos.
Desde
pequeña quise ser escritora, veía como mi bisabuela escribía sobre los cuerpos
de los enfermos para curar la culebrina y la admiraba silenciosamente. Ella
mezclaba tinta con pólvora y limón y escribía sobre sus espaldas, sus vientres
o sus muslos e intentaba evitar que la cabeza y la cola de esa serpiente de
sarpullidos se unieran y así superar el peligro del dolor absoluto, de la
superstición matadora.
Sin quererlo nací en la
Edad Media, en su oscuridad analógica y sin quererlo me llamaron las letras con
la ambición de arreglar un poquito el mundo para que fuera más vivible. Desde
entonces he pensado en la función curativa del lenguaje y cómo la literatura
sirve de acompañamiento para los solitarios o de excusa para los que quieren
comunicarse y aman el decir con pausa, sin barullo, sin violencias.
Recuerdo que cuando mi
bisabuela, que se llamaba Josefa Teodora de la Santísima Trinidad como si fuera
un personaje de García Márquez, acababa sus curas, el enfermo le preguntaba cuánto
le iba a cobrar y ella respondía siempre con la misma frase: “La voluntá”. La
voluntad era algo abstracto que yo con mi mente infantil no alcanzaba a
comprender. Y me iba tras ella y la interrogaba con perseverancia: “¿Qué
quieres decir con eso de la voluntad?”
Ella sin dejar de sonreír
decía que la voluntad era la voluntad y ya está. Lo cierto es que sus pacientes
si sabían lo que era porque a los pocos días de andar sanos por el campo o por
los embarrizados senderos que llamábamos calles venían con una docena de huevos
morenos, con una gallina roja o los más sofisticados traían una lata de
melocotón en almíbar que hacía las
delicias de mi hermano. Algunos, los menos, traían un surtido de galletas Cuétara
y eso era el colmo de las delicatessen. Otros no volvían y por lo tanto no
traían nada. Por lo que deduje que la voluntad era una palabra hueca donde cabía
la generosidad de la gente.
Es
bueno que la gente sea generosa y es bueno que la escritora en un acto de
generosidad, en alguna ocasión destape
sus acepciones íntimas, el laberinto secreto que guarda la palabra para ella. Y
es bueno que en alguna ocasión explicite de dónde viene esa significación
particular, los deseos y aborrecimientos encarcelados en su alma, que da lugar
a frases humildes que acaricia la creadora como si fueran bellos objetos
artesanos.
Han sido muchas las
lecturas que me han acompañado a lo largo de la vida: Albert Camus y su
descripción acertada sobre cuáles son los caminos del terror. María Zambrano y
sus pensamientos sobre lo que es la persona y la democracia, Marcel Proust y su
valentía al narrar lo que es la intimidad, Louise May Alcott y la suerte que es
ser escritora. Han sido muchas las personas que he conocido y que me han
influido en mi quehacer, pero siempre guardo esa imagen de mi bisabuela
escribiendo sobre la espalda de un muchacho que se iba aliviado después de la
cura. Esa imagen me ha hecho reflexionar sobre la enfermedad y esa reflexión me
ha llevado a crear una poética sanadora.
En
1985 murió Rock Hudson (esa fecha fue clave sobre todo para nosotros los
homosexuales), de nuevo, se escuchaban las palabras maldición y plaga unida a
una enfermedad: El SIDA. Y también, por supuesto, los hombres, tan fieros como
nuestros prejuicios, señalábamos como culpables de ese mal a los propios
enfermos. Entonces pensé que inaugurábamos una nueva época: la de los virus
mutantes y que si se creaba un fármaco debería tener la misma estructura formal
que el virus que debía combatir, estructura voluble como el agua y sus marejadas.
Pensé entonces que la literatura, si no quería quedarse encorsetada en sus
propios flujos añejos, debería imitar también su estructura. Cuando hablo de
flujos añejos de la literatura me refiero a aquellas novelas de un YO
devastador que por otra parte tanto nos ha aportado sobre el conocimiento
psicológico de los personajes, o me refiero al llamado realismo mágico que
puede llegar al hartazgo milagrero si sigue profundizando en la vena narrativa
sin explotar su variante dialogística, pero al que estamos tan agradecida porque ha dado a la literatura
hispana una vitalidad popular. Al hablar de flujo añejo de la literatura me
refiero al Superpoeta inspirado de Platón o al Supercamoens fingidor de Pessoa.
No me refiero a las aportaciones respetuosas de la intimidad de los personajes
y de la inteligencia de los lectores.
Y
es que la literatura no puede vivir de la soberbia del autoengaño y sin valor
de renovación sufriría entonces el mal de las artes desesperanzadas. Por eso
los escritores deberíamos tener el valor de servirnos de nuestro propio
entendimiento (¡Sapere aude!) para construir una poética para las PERSONAS,
aquí lo que se pretende es “una humanización de la sociedad”. Así lo intenté
con la novela El rumor, una obra
sobre la sencillez; con el libro de poemas Poesía
Sociable, un canto al amor que a todos nos redime o con la obra de teatro Por
fin Antígona, una superación de las tragedias y su arbitrariedad.
Marcel no es más que un intento de que
esa humanización se lleve a cabo, un
análisis de los andamiajes de la desigualdad entre hombre y mujer, una
arqueología (como diría Foucault) del que se siente superior. Espero que esa
humanización se haya hecho posible y que mi trabajo sirva para que ustedes
disfruten de la lectura, ¿Qué cuánto vale eso? La voluntad, queridos lectores.
Nada más que la voluntad.
Muchas gracias a todos
por venir y a la Real Academia por este acogimiento.
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Foto realizada por Antonio Berzosa |
Pequeña explicación a día de hoy:
Cuando hablo de la voluntá, no pretendo instaurar ni defender, una forma
de pago que se está haciendo muy común hoy en día entre las gentes de la
cultura, sino describir la manera de entender el oficio de escribir que tenía mi
bisabuela, que era sencillo y práctico a la vez porque la tinta era recibida
como agua que aliviaba, con esto no quiero decir tampoco que el artista sea
ningún médium, ningún ser especial catalizador y superior o inferior a nadie
como tampoco creo que un buen zapatero sea un mago, esa concepción del
artista-chamán lo aleja de la sociedad y lo reviste de un manto muy difícil de
sobrellevar. Y por último y más importante: estoy más delgada de lo que salgo en los documentos gráficos :)