De los tejados,
de
los picos de los pájaros,
de
la luz
y
las ventanas.
De
aquellas cortinas cobardes
y
de aquel otro silencio
sale
una violencia atolondrada.
Y
el desprecio del torpe molinero,
el
mismo que cansado de amasar
se
echó junto a la fuente,
cerca
de la jara y los palmitos
que
sombrean su última pesadilla.
“Maldito
hombre
que
te levantas entre azules
y
sin respetar el sol
ni
el ritmo inventas tu
fracaso
en otros ojos.
Maldito
hombre
que
no conoce el valor
de
la levadura”.
Así
habló el pastor y
bajó
la cañada fresca
de
los cerezos:
“Maldito
hombre
que
no conoce el color
de
la amistad,
que
no aprecia el recto
laberinto
del horizonte,
invitación
sencilla”.
El
pastor buscó el arroyo
con
la sed de su boca
y
sobre el pecho
una
incesante cautela
le
hacía aún llorar.
“Maldito
hombre
que
no comprende el pulso
de
las aves,
las
tiras azules de la tinta,
el
valor del pan.
Maldito
hombre que
nos
hace a todos tan desgraciados”.
Y
el pastor deshizo su honda,
buscó
el tirachinas
y
el aire gimió
como
un animal.
“Maldito
hombre”,
mientras
sollozaba
con
la dignidad
de
los esclavos.
Sobre
las amapolas y las lilas,
entre
las hierbas y
las
flores blancas dejó su cuerpo.
Y
las cabras, libres,
perdieron
su orden.
El
molinero sin pan,
el
pastor sin leche.
El
pastor se quedó dormido
y
cada pérdida
abunda
en el invierno
y
se allana todo de desdichas.
María
fuerza entonces los cereales
para
que no se enturbie
la
claridad del hambre
y
el río despacha el agua
entre
los álamos,
y
la sombra apacigua
el
dolor y también
el
sueño de los egoístas.
Dormido
está el molinero
junto
a la fuente.
Duerme
el pastor
cerca
del arroyo.
Cansada
también María
de
llevar ese nombre
abandonó
el trigo y la cebada,
el
cuidar laborioso
de
los riegos que en la tarde silban
al
hallarse sin sol.
Y
la antigua María
acechó
la corriente de las aguas,
el
ruido de las barcazas,
humedad
y madera,
y
como un nido
allí
estaban los brazos
de
un remero que
olvidó
en el invierno
volver
al reino de
donde
salió joven.
Y
río abajo se
fueron
los dos
y
dejaron aquella
tierra
perezosa,
y
si se quieren despertar
que
se despierten.
“Y
entonces ¿qué quieres que te diga?
¡Que
mi voz se preste a
tu
voluntad pequeña
de
ebrio
y
agitado como una interrogación suave
pero
con la temperancia de una llaga?
¡Que
ensucies mi camiseta blanca
con
tu ardid de reyecillo
y
que me proclames
pan
señalado
con tu artera?
Ya
basta, contradictor,
engañante.
Ya
basta, remero”, dijo ella,
y
se lanzó al agua:
la
antigua María fue sirena fluvial.
El
remero
lloró
silencio de sus ojos tibios.
“¿Cómo
he podido ser tan bocazas?,
¿cómo
he podido exigirle
que
me teja un jersey?,
¿cómo
se me ocurrió
pedirle
que contestara
con
mis respuestas sabias?”.
Y
desde allí navegó
con
angustias en el pecho.
Se
preguntó también
si
debía volver,
si
comprar algún regalo,
si
su mujer estaría sentada
en
el umbral de la puerta,
si
su cama de olivo
habría
sido ultrajada por deseos
medios,
si
su hijo reconocería su hazaña
o
tal vez desdeñaría su aventura.
Si
al fin y al cabo
no
le llamarían farsante.
Estaba
la tarde echada
como
siempre bajo las cortinas,
avariciosos
los secretos
y
el sol que amaneció tan grande,
hinchado:
un
seno naranja,
una
boya en el rostro de ese mar
sin
límites.
Estaba
el sol allí,
sin
pobreza,
cuando
el molinero abrió los ojos
legañosos:
“¿Dónde
están?”.
Nadie
quedaba en el valle,
sólo
el sueño del pastor escondido
tras
una mata de marihuana.
“¿Dónde
están?”, berreó, y
el
miedo en sus manos blancas
y
el sudor,
y
la soledad al fin con la fiereza
del
que nada cuida
se
representó en su mente, soberbio.
Y
entonces... Sí, fue entonces
cuando
la tarde se echó
como
una costumbre
olvidada
de su astro
y
sonrió vacía,
pero
ella.
En
la noche de la sierra
donde
la sierra es nada y se pierde
y
tan solo
y
tan pequeño
y
sin pan...
Las
estrellas con su sed de preguntas,
las
estrellas con su curiosidad brillosa.
En
la noche de la sierra
anda
al sur el molinero,
duda
y vuelve al este,
desengañado
quiere norte
o
violento o con llanto
o
sin voz grita,
solloza,
y contesta la rana
en
su vigilia verde.
Fue
por la mañana
cuando
crujió una hoja de periódico,
olas
agudas rompían
en
una playa de metal y asfalto:
el
molinero encontró la salida.
Al
cruzar la autopista
le
llovieron cláxones,
fuego
por sus oídos fríos
y
muertos y sin amigos susurros
y
sin nada y sin ropa
se
metió en la ciudad.
“Busco
un ángel”,
dijo
el molinero
con
los pies hinchados,
igual
que cualquier joven
que
arrastra la noche hasta su cama
y
duerme ya de amanecida
con
el áspero sabor del alcohol que
no
se brinda.
“Busco
un ángel”
y
rieron los compradores
del
centro comercial,
las
anchas bocas de los cajeros
y
los guardias de tráfico.
La
sirena vencida y extrañada
ensaya
temblor.
¡Qué
mentira más grande!
El
dolor de sus manos, el vértigo
principal
que
se ciñe en su vientre, en sus
muslos,
en su corazón trabajado
y
en sus dedos y en aquellos brazos
que
tanto nadan,
el
dolor no finge
sino
que corre,
ensaya
serenos aires y es mentira,
mentira
todo,
engaño
sobre engaño,
cabalgada,
y
aún cuando la vean muerta
dirán
que es mentira
y
que nadie jamás
le
faltó el respeto.
Hunde
la cabeza,
y
el peso de las aguas dulces
le
prueba
que
le hicieron la mentira
para
armar su detención.
Y
llega lo diáfano,
un
cultivo con sus ciclos,
una
página elaborada,
muy
elaborada,
que
regresa a su cita,
¿Y
que le queda?
Otra
brazada,
venga,
otra
brazada.
Y
el reloj pequeño
no
está en su muñeca,
ni late
ni
quiere.
¿Alcanzará
el delta,
aquella
desembocadura azul
o
quizás
se
ahogue
como
una de esas sirenas,
una
más,
rechazada
con terror?
En
ese instante era
cuando
le mordían las pirañas.
Y
sobre las mejillas,
roja
la pintura de la guerra.
“¡Ah,
ah, ah!”, gritos de tribu,
siglos
y siglos de sincronía
en
los barrios marginales,
siglos
y siglos
de
carmín
ahora
sobre los pómulos.
“¡Ah,
yes, oh!” ¿Merece
la
claridad de su inocencia
una
irritación tan temprana?,
“¡Fuck!”,
dijeron las ninfas-larvas
y
salieron de su envoltura.
Salvada
la sirena dejó su voz:
“Mami,
Papi, ¿qué habéis hecho de mí?,
¿os
acordáis aún cuando iba en bicicleta
y
buscaba vuestro calor de níquel?
¡Oh
Mami, Papi, hermanos,
qué
sola en esta redecilla!
¡Qué
sola con sabandijas,
con
cualquiera!
¡Oh,
Mami, Papi, hermanos,
sentíais
mi túnica pesada,
mi
varita mágica...
Pues
veis, ya está
varada
en este fango.
A
deshora llegáis,
encallada
en el necio olor
de
la primera vida.
¡Oh,
Mami, Papi, hermanos, cómplices
que
pedíais palabras
para
rellenar vuestro fugitivo honor!
¡Oh,
Mami, Papi, cómplices, hermanos,
oíd
lo
que sé hacer con una fuga!”
La
sirena se zambulló en el océano.
El
mar estaba abierto y frío
como
una brusca verdad.
“¡Humm!”,
¡qué deseo, por fin!,
¡qué
deseo!
El
mar tenía el gris general
y
el brío de un viaje.
Gris
es un color de velo,
de
viento y mecida,
albero
de ceniza y espigueo
de
peces llamativos.
El
mar,
por
fin, estaba frío.
El
pastor observó el tordo y su vuelo,
y
los perros acariciaron con sus hocicos
aquellas
manos niñas.
Bebió
del río,
descubrió
que ella no estaba.
Sacó
el papel fino y lió las hojas
del
arbusto.
Fue
medio adormecido,
con
aquella tranquilidad de lluvia
que
supo lo que era el amor:
un
grano de arroz, pura caligrafía,
almuerzos
y cenas,
cierto
placentero rumor distinto,
alguna
brisa
que
le acarició la cara
y
se arropó en la harpillera.
Ya
estaba preparado para mirar al mundo:
las
infinitas teleseries,
el
hampa,
la
valentía de las lágrimas,
el
impuesto del pudor.
Nueva
calada,
harina
sobre la hierba:
él
también se había ido.
Y
celados sus párpados suaves
conocieron
descuidada la memoria.
“¡Bah!,
¿qué más da?”
Fue
medio adormecido
con
aquella tranquilidad tan nueva
que
miró los castillos en la umbría,
los
setos acompañados de pájaros,
las
crías que la naturaleza regala,
los
brotes que los árboles sirven,
la
paz de la lechuza.
En
cambio el molinero olvidó
la
calma de las tormentas,
el
padecer del débil,
los
ecos que a veces lo callaban.
Había
zarpado de su corazón de hombre
y
llevaba el ancla de los esqueletos
como
un soldado
que
entona la última canción bélica.
Un
montón de huesos y
de
jaleos torvos.
Era
la sombra de alguien
que
dio frutos aunque fuesen obligados.
Y
se miró las manos viejas,
el
paladar viejo de derrotas que
se
anunciaban victorias.
Y
acarició la llamada,
aquella
llamada de los antiguos
clientes
que golpeaban su puerta
con
la fruición del pan,
de
aquel pan que él había perdido.
Y
entre el ruido de los autobuses
y
los camiones, los insolentes deportivos
y
las motocicletas,
consideró
el grosor de su mudanza.
“¿Cuál
es la historia de este mar?
Un
mar sin corrientes”.
Nadaba
la sirena.
“¡Se
filtra honda esta yerba!”.
La
música más allá de su ambición,
y
bajó la cañada con su rebaño el pastor.
“Raro
este vacío entre las manos.
¿Qué
puede suceder?...”, dijo el molinero.
Y
el mundo era un arco
hacia
la nada.
El
remero llegó a su casa,
se
hizo un bastón
de
caña y cuando su mujer
le
preguntó cómo estaba
el
mundo
dijo
que ya no era el mismo,
que
había mucha confusión,
que
nadie quería ser
lo
que había nacido.
“Afortunadamente”,
dijo ella,
y
se fue con la correcta lucidez
de
quien ha esperado siglos.