-¿A qué sabe el salmón?
-preguntó el primo Andrés con verdadero interés mientras se comía las uñas.
-El salmón es el manjar de los dioses nórdicos y viene a
ser algo así como la hostia consagrá, pero su color es como el de la zanahoria.
-¿Y se come solo o con papas fritas? -preguntó Teodoro
que era un obseso de las papas.
-No, se come en guiso o asao o ahumao.
-¿Ahumao, tú estás seguro? -dijo mi abuelo Ramiro que conocía
la facilidad de su hijo para meter trolas.
-Sí, ahumao, en lonchas mú finas.
-Primo, tú conocerás mucho mundo con eso de haber viajao
tanto.
-Algo, conozco algo -dijo mi padre dándole una nueva
calada a la pipa mientras se ponía de pie y se balanceaba hacia atrás y
adelante con las manos metidas en los bolsillos del chaleco.
-A mí también me gustaría navegar -dijo Andrés con ojos
soñadores y admirativos.
-¡Toma éste!, y a mí -dijo Teodoro.
-A mí también -secundó Vicente con el ojo encendío como
si fuera un faro rojo.
-Cuéntale lo de la caza de la ballena -dijo mi abuelo
que, cansado ya de tanta reflexión y entonado por el solisombra, le importaba
muy poco la justeza de las palabras de su hijo, y despreciaba la honradez del
relato con tal de divertirse y olvidar ya el fardo de los años que tanto le
había volcado a considerar las magnitudes del más allá.
-En una ocasión estuve en New Bedford.
-¿Dónde está eso, primo? -preguntó Andrés.
-En América -dijo mi padre con la severidad de un
geógrafo-. Como iba diciendo, cuando estuve en New Bedford conocí a un hombre
llamado Queque que era hijo de un rey y había nacido en Bokovoko.
-¿Dónde está eso, primo? -volvió a preguntar Andrés con
la curiosidad del novato.
-Eso es una isla que no figura en los mapas.
-¡Ah! -exclamó Andrés y asumió la explicación de mi padre
con naturalidad, Teodoro y Vicente cruzaron miradas extrañadas, ignorantes
ellos de que pudiera haber tierras todavía sin dibujar.
-Es normal, todos los países no caben en un papel
-aseveró mi abuelo y se sosegaron los incrédulos y mi padre pudo continuar su
relato.
-Bueno, de New Bedford pasamos a Nantucket.
-¿Dónde...? -dijo el primo Andrés sin acabar la pregunta
porque mi padre, veloz, se apresuró a aclarar:
-En América, también está en América. En Nantucket, mi
amigo y yo nos embarcamos en El Pequod que era un barco ballenero
gobernado por el capitán Acá.
-¡Qué nombres tan raros tienen tus amigos! -dijo el primo
Andrés.
-Queque se llamaba así porque era tartamudo y el capitán
Acá decía que era americano, pero se veía a la legua que era nativo del
mismísimo barrio de la
Coracha.
-Vaya, criao en el puerto como quien dice -dijo Vicente
con las cejas circunflejas de la sospecha.
-Sí, de aquí mismo -asintió mi padre-. Tan malagueño como
tú y como yo -Vicente agachó la cabeza y mi abuelo lo miró de reojo con sonrisa
irónica.
-Primo, cuenta ¿y cómo se le da caza a una ballena?
-Eso es muy fácil -dijo mi padre y se abrió de piernas
como guardando el equilibrio en un imaginario barco que se debatiera con un
gran oleaje-. Primero hay que recorrerse el mundo.
-¡Vaya suerte! -exclamó Andrés.
-Sí, señor. De Canadá a Indonesia, de Indonesia a los
Mares del Sur, hay que surcar el océano entero y oler su rastro; los hombres
entonces nos convertimos en ratones que van en busca del queso -mi padre tomó
aire, se acarició el mentón y carraspeó un poco como si buscara el tono
adecuado que le iba a dar a su relato-. Cuando se llega a la zona de caza los
marineros se turnan en el punto de vigilancia, los ojos se te ponen inyectaos
en sangre como el de Vicente, no quieres parpadear para no perder tiempo, hay
que estar al acecho. Allí arriba, en lo alto del mástil solo escuchas los
latidos de tu corazón y el silencio del mar que es muy distinto al silencio de
las montañas.
-¿Por qué primo?, ¿por qué es distinto el silencio?
-Porque en el mar se escuchan los gemidos de todos los
ahogados y los cantos de los viejos marineros borrachos de ron y los gritos de
auxilio de los náufragos que nunca fueron salvados.
A la
Esperatriz le acarició una mano de frío desde las plantas de
los pies hasta las puntas del pelo, se preguntó qué sería la vanidad y me
acurrucó contra su regazo con el temblor del miedo. Yo, solitaria, en mi mundo
aún sin palabras cerré los ojos, y aproveché el calor de mi tía Lola y sus
ligeros balanceos para dormir un rato igual que un pobre desesperado perdido en
el océano sobre una barca horadada.
-Pero dime, ¿cómo es posible que se escuchen todas esas
cosas en el mar? -preguntó mi abuelo, que aunque estaba dispuesto a comulgar
con ruedas de molino, no podía figurarse cómo se puede escuchar la voz de los
muertos.
-Es muy fácil -dijo mi padre-, como en el mar no hay
árboles ni piedras con las que pueda chocar el sonido, las palabras no tienen
en qué enredarse, entonces se quedan en la superficie del agua, porque las
palabras tienen muy poco peso y no pueden hundirse y así viven años y años y
siglos y siglos hasta que el viento las levanta y, de nuevo, los marineros las
escuchan con respeto porque saben que son las voces de sus compañeros de
fatigas -dijo mi padre que era un parlachín sin ética literaria y a él lo que
le gustaba era hablar por hablar.
-¿Y a ti quién te ha dicho eso? -preguntó Vicente con
aire de incredulidad.
-A mí me lo explicó un científico holandés que está
trabajando en la NASA.
-¿Tú conoces a gente que trabaja en la Agencia Espacial ?
-dijo Andrés que estaba al tanto de todo aunque la Agencia llevara
funcionando apenas un año.
-Por supuesto -contestó mi padre-. Me dijo que lo mismo
que podemos oír por radio a un tío que está en Madrid, lo mismo y sin antena
podemos escuchar las voces de los que se han perdío en la mar.
-Lleva razón -dijo Andrés.
-Tu primo Andrés sabe mucho de esas cosas, ya, ya te
enseñará -aseguró el abuelo.
Vicente ante el convencimiento de todos no se atrevió a
hacer ni una pregunta más. Prefirió guardar silencio aunque su mente
cuadriculada como un zoco no llegaba a percibir las razones de ese extraño
fenómeno ni tampoco sabía que era aquello de la NASA.
-Bueno, a lo que íbamos -continuó mi padre-. Cuando el
vigía ve una ballena tiene que gritar: “¡Por allí resopla!, ¡por allí resopla!”
-¿Y eso? -de nuevo Vicente detuvo el relato y mi padre lo
miró de reojo con ganas de estrangularlo.
-Eso es lo más normal del mundo -dijo mi padre alzando la
voz-. Las ballenas tienen en la cabeza un agujero por donde les sale el agua a
chorro y ese chorro se ve desde lejos.
-¡Anda ya! -dijo Vicente que estaba segurísimo de que mi
padre les estaba contando un pego.
-Ni anda ya ni ná de ná. Mira, yo delante de este
ignorante no cuento mi historia -dijo mi padre mirando a su padre y buscando
protección en su vejez.
-Venga, Joselito, no te pongas así. A éste lo que le pasa
es que nunca ha salío de su tienda de campaña -dijo mi abuelo con sorna y con
tolerante intención-: perdona al muchacho.
Mi padre miró a Vicente con ojos arrogantes y éste agachó
la cabeza rojo de vergüenza. Jimmy Sailor era mú torero y sabía ponerse frente
a frente de quien fuera y mantener la compostura con entereza.
-Hombre, Joselito, comprende, yo nunca he visto una
ballena -dijo Vicente con falsa modestia.
-No me extraña, las ballenas necesitan agua pa vivir y tú
le temes al agua más que los gatos -dijo mi abuelo y lanzó una carcajada.
-Razón de más para estar callao -aseveró mi padre con
terrible seriedad.
-Ahí lleva razón mi primo -dijo Andrés que estaba
entregao.
-Aquí la pongo pa que os sirváis como queráis -y dejó la
botella sobre la mesa, porque la
Esperatriz sabía que a los hombres se le ablanda la región de
las palabras con el alcohol.
Mi padre se echó una copa y sirvió al abuelo y al
primo Andrés que se mojaron los labios y se arrellanaron en sus sillas con el
sortilegio de una historia a medias, también llenó la copa de Vicente con
condescendencia. Teodoro-el Viruta que todavía no había
pagao el alquiler se quedó a dos velas.
-Y cuando veis al bicho, ¿qué hacéis?, ¿le apuntáis con
un cañón? -preguntó el abuelo que era un guasón de tomo y lomo, pero que sabía que ni la pródiga imaginación
de su hijo ni ese alarde de pundonor que acababa de demostrar le llevaría nunca
a faltarle el respeto que se le debe a un padre.
-No -dijo Jimmy Sailor muy serio y aún en pie como un
capitán en medio del puente de mando-. Los hombres se suben a las barcas
balleneras y cogen sus arpones para luchar cara a cara con la bestia.
-¡Cara a cara? -preguntó asombrado el primo Andrés
cuyo conocimiento marítimo se limitaba a
ver sacar el copo por las mañanas temprano en la playa de las Acacias.
-Sí, cara a cara. He conocido a hombres que se han
enamorao del animal que tenían que cazar y se han negao a sacrificarlo. También
he conocido a otros que se encabezonaron tanto con uno de estos peces gigantes
que lo perseguían sin descanso importándole un pimiento su propia tripulación
-Vicente pegó un trago al coñac y se puso a hacer ruido con el mechero de
yesca. Mi padre visiblemente irritado, alzó la voz-. El capitán Acá era uno de
esos hombres. Él perdió una pierna por culpa de una ballena a la que le puso
Rafaela, era una ballena blanca y más grande que el día del Señor. Quería
vengarse y la buscó por todos los mares hasta que la encontró. Cuando la tuvo
delante, el hombre se acojonó. Natural, después de haber perdío una pierna ya
me diréis. El caso es que en una de las maniobras de acercamiento cuando el
capitán Acá lanzaba su arpón, Rafaela se revolvió como una serpiente y abrió la
boca pegando un grito de coraje que resonó por tó el firmamento, empujó la
barca y yo me caí al agua. El capitán mandó que me socorrieran, pero no hubo
tiempo. Cuando vine a darme cuenta estaba nadando en el interior de su boca.
-¡Primo, no me puedo creer que a ti te haya tragao una
ballena! (Continuará)