Fue una putada descubrir
que yo también era omnisciente, tal vez la culpa la tenía Tomasita con las
ahogaillas que me daba. Mari Polvo le decía que me dejara, que me iba a matar
con tanto sumergimiento, pero Tomasita le contestaba que no, que salía de mi voluntad ver el mundo submarino, que si no, no le diría: Ofa fe, ofa fe. Que en
cristiano quiere decir: otra vez, otra vez y en francés: Encore, encore. Sí,
fue una putada descubrirme así, de pronto, porque yo quería a mi padre y a Mari
Polvo y a mi madre y para no hacer daño a nadie tuve que guardar silencio. ¿Cómo
iba a decirle a Carmen la de la tetas negras que su marido era un vulgar
Alfredo Landa que la utilizaba a ella como escudo para no comprometerse con
nadie, y que actuaba así porque en el fondo lo que hacía al reinventarla como
una simple ama de casa era achicarle las entendederas y socavarle el alma
aunque fuese de una forma sutil como una mordaza?
¿De
qué manera podría confesarle que Mari Polvo prefería la luz mitigada de la
tarde guarecida en el Salón de las Ondas y el placer furtivo de aquí te pillo aquí
te mato antes que pasear del brazo de un amante noble que le respetara la
intimidad?
Mi
madre no me hubiera creído, estoy segura, pensaría que era una trola. Lo que no
sabía era por qué encontraban ellos placer ocultándose, pero todos los actos
tienen una razón aunque sea despreciable. Descubrí que hay gente que ama el
miedo, que lo ama tanto que desea compartirlo e incluso transmitirlo y ellos
amaban la desconfianza como si fuera su propia carne y estaba envuelta en sus
tejidos de una forma tan instintiva que consideraban natural correrse cuando
escuchaban un portazo.
Mi omnisciencia me permitió averiguar que
tanto Jimmy Sailor como Mari Polvo necesitaban enemigos para poder respirar a
gusto y que cada golpe que mi madre daba con el tampón para impresionar su
ex-libris en la primera hoja, ellos lo utilizaban como cerco de
campo-concentración, como alambre-espino, como ciudad-sitiada y sus libidos
malformadas por siglos de entrenamiento en el inconsciente juego del ajedrez se
sentían excitadas ante cada nuevo golpe que la Carmen ejecutaba.
Y lo
que mi madre creía que era una tarea liberadora y llena de belleza y
generosidad, ellos la estaban utilizando para arañarse las espaldas con el
placer perverso de los sado-masos. ¿Cómo podía confesarle a Carmen la de las
tetas negras que en el Salón de las Ondas ella era un verdugo necesario y en el
Vestíbulo de las Huídas una amante de las palabras señaladas? ¿Quién le habría
podido hacer creer que la Metacasa no era sólo una división de espacios sino la
ilógica fuerza psicológica que recrean los hombres y las mujeres con sus
visiones personalísimas de las cosas? ¡Ah, qué amor tan nefando aquel de Mari
Polvo y Jimmy Sailor! Me daba mucho coraje, muchísimo, sobre todo porque tenía
que guardar silencio. Y es que el silencio es un valor añadido a la
omnisciencia.
Corrí hasta el cuarto de la Esperatriz y ella me recibió
con un dedo en los labios. Comprendí entonces que ningún conocimiento sexual ni
los datos que adquiriese en posteriores viajes podrían superar aquella enseñanza
tan perfecta. La miré a los ojos y ella me secó una lágrima, yo agaché la
cabeza y con su voz inaudible me dijo: “Nunca guardes rencor a ninguno de tus
personajes, que no se te olvide darles un adjetivo amable a cada uno. Ya eres
grande, quítate el caramelo de la boca”.
Sí, la
verdad es que había crecido mucho, tenía cinco años por lo menos y el disco duro lleno de
informaciones precisas. Muchos dicen que ellos no tienen recuerdos tan
tempranos, yo creo que mienten, que es difícil soportar la pureza de los primeros
años y que nos engañamos con la sibilina discreción de los que no quieren
reconocer sus vivencias.
Llevaré conmigo aquel gesto nebuloso de la Esperatriz,
porque la Esperatriz siempre estaba rodeada de una niebla imprecisa como el
polvo de las estrellas. Y cuando cierro los ojos me parece ver sus manos
pequeñas, sus gestos intelectuales que me enseñaron lo que era el silencio y en
silencio empecé a llorar porque me daba miedo el triunfo, el
triunfo que conllevaría todo aquel saber. Yo no quería ser importante porque
creía y, si digo verdad, todavía lo creo, que el triunfo es una fuente dulce
que duele como un cansancio, como el cansancio que te provocan los amigos
cuando quieren absorbente el alma. Y que eso le estaba pasando a mi madre, sin
que ella lo supiera, que la estaban devorando igual que un trozo de carnaza.
Mari Polvo, parece increíble, con lo civilizada que se
mostraba, con la cordura que llevaba en las palmas de sus manos y el bienestar
que nos sabía dar a todos... ahora resultaba que estaba poseída por los más
bajos deseos. Contemplé un día cómo sus uñas puntiagudas y rojísimas arañaban a
mi padre y su boca de carmín excesivo dejaba en el cuello de su amante
moratones de adolescente. Mi padre, por su parte, también la mordía hasta la
locura y ambos follaban de pie o rozando sus espaldas por las paredes mal
encaladas del Salón de las Ondas dejando la coreografía de sus caricias
ambiciosas. Pero la Esperatriz me aconsejó que guardara silencio y que dedicara
una palabra amable a todos mis personajes,
fue por eso que me pasé noches enteras callada dentro del Armario de las
Ausencias en la oscuridad tejida con los trajes vacíos intentando ver algo
positivo en ese amor que tanto creció en el globo de mi propio ojo.
(Continuará)