Y es que por aquella época
cayeron en manos de mi padre unas páginas impresas que había escrito un sabio
que tenía nombre de pastor, de ese pastor que mató a un filisteo de cabeza
enorme. Ese sabio se convirtió en su consejero predilecto, era inglés y tenía
gran afición a los juegos de sociedad. Mi padre echaba larguísimas partidas de
billar en donde la mesurada coreografía y el arte de la conversación se
conjugaban con pródigas garrafas de vino que traíamos exclusivamente para ellos
dos.
Y es
que mi padre tras haberse tenido que convertir en limpiabotas no sabía asumir
con humildad sus ineptitudes; su ambición herida por no poder abarcar todos los
saberes le llevaba a encerrarse en el
Salón de las Ondas para fustigarse con conversaciones fingidas, y es que
desde que no tenía al primo Andrés le había dao por inventarse interlocutores
cómodos que le llevaran eternamente la razón. Digo fustigarse porque
esas conversaciones suelen ser lastimosas, al fin y al cabo, todos los
charlatanes, tarde o temprano, se encuentran ellos mismos diciendo las palabras
que no quieren oír. Ese amigo ficticio de Jimmy Sailor tenía papada y mofletes
colorados y decía que todo se sabe por la experiencia, así y que por
causalidad, mi padre para ser totalmente empírico se convirtió sólo y
exclusivamente en un observador.
Hume, íntimo amigo de mi padre. |
Nadie le negaba la tristeza que podía sentir el viejo
marinero cuando se halló sin tripulación en su navío de saber, pero la tristeza
tiene un límite y aquella idea absurda de conversar con un ser tan escéptico
como era su amigo el inglés, le llevó a despreciar el único camino cierto que
hay en la vida y que es el camino de la razón. Es verdad que Jimmy nunca fue
muy razonable, pero ahora la cosa iba de mal en peor, que él quisiera naufragar
en su velero antiguo vale, pero que nos quisiera ahogar a todos en su
ilogicismo ya no nos parecía tan bien.
Mi
madre, que había aprendido a llamar a las cosas por su nombre dijo que menos
teoría, que lo que su marido tenía era un ataque de cojones porque no soportaba
salirse del primer plano que había ocupado durante más de la mitad de la novela.
Yo, la verdad, no sé cuáles serían las razones o causas -ya no sé cómo
expresarme-, que le llevaron a despreciarnos de una forma tan visceral, a mí
Jimmy siempre me cayó bien, pero eso de que me quitara el chupete quinientas
veces seguías para ver si a la quinientas una yo seguía buscándolo con la misma
ilusión no me gustaba nada, y acabé hartándome y aborreciendo el dichoso
chupete, que ya no me importaba dónde lo había metío.
No sé
a qué conclusión llegó después de este experimento, lo que sí sé es que a mí me
tenía rendía. A mí y a mi madre, porque al buen hombre le dio por decir que no
le queríamos, que si no nos quedaríamos al pie de la cama viéndolo dormir en
vez de irnos a la playa; lo que de verdad no soportaba Jimmy es que su mujer
cada día estuviese más morena. Y le decía que cuando él fuera bien que podía
destaparse, pero a ella sola que no se le ocurriera más, que era la única
española que hacía top-less, que ná más le gustaba provocar. Y es que mi padre
siempre creyó que las tetas de su mujer le pertenecían.
Mi madre, que tampoco estaba muy bien de la azotea y
menos desde que le instalaron la veleta decidió hacerme una mujer. A mí me
daban un miedo sus decisiones... sobre todo porque los días que le plantaba
cara a la vida me lavaba la cabeza como si me la fuera a arrancar.
Y
es que mi madre empezó a llorar a escondidas en su habitación. Bueno, en la
Habitación del 2, porque ella no tenía habitación propia. Decía que se sentía
sola, que aquella casa le estorbaba como una pesadilla y que no soportaba el
ruido de la calle. Dijo mi madre que para que los días pasaran así, mejor que
no pasaran; que para poca salud, ninguna. Y mi madre decía todas aquellas cosas
con la voz de oboe que utilizaba sólo para hablar de sus más profundos
sentimientos. Decía que Baco ya no nos acompañaba en nuestras pequeñas
reuniones y que los ojos de mi padre habían perdido el brillo de los ebrios
mostrando sólo la decadente chulería de un Marte pintado por Velázquez, decía
ella que ya no había cupidillos en su corazón y que lo detestaba profundamente
a él y a todos los que se habían muerto sin pedirle su consentimiento. Porque
se habían ido muriendo por egoístas, sí, por egoístas, eso decía ella con su
voz de oboe que nadie, absolutamente nadie, podía escuchar y se hubiera
enfadado mucho si en esas circunstancias yo le hubiera puesto guiones. A veces
el estilo indirecto es la manifestación del pudor que cada personaje ostenta
para los padecimientos secretos.
Marte |
Pues bien, decía mi madre que la tía Nati había muerto
aunque estuviese viva porque la tía Nati era un trozo de carne revenía, un
espejo donde veía reflejado su futuro muerto y que la señora Fuensanta y el
señor Teodoro eran otros dos muertos, un
par de seres mudos a los que se le habían acabao la cuerda y que Mari Polvo
también a su manera se había muerto porque ya no era la misma con ella, ya no
la quería tanto. Mi madre nunca se hubiera esperado eso de Mari Polvo: el
desamor. La vida entonces se hizo silencio y es que la voz de Mari Polvo
también se calló como si alguien le tirara de los bajos sentimientos. ¿Qué le
pasaba?
Yo sí sabía lo que le pasaba a Mari Polvo, lo averigüé
durante aquella semana en que me tuvo bajo su tutela. Yo sabía lo que le
pasaba, vaya que si lo sabía: No se lo digan a nadie, pero lo vi a través de la
cerradura con el ojo omnisciente que me creció como una enfermedad.
Mari Polvo subía al Salón de las Ondas y se pasaba allí
toda la tarde tendida en la hamaca de la siesta mientras mi padre le miraba las
piernas con fruición. Mi madre no sospechaba nada, ella, mientras, en el
Vestíbulo de las Huidas se aprendía de memoria el diccionario o le ponía
etiquetas a los libros que se empeñaba en sustraer en cuanto los dependientes
se despistaban.
Mi
madre no sospechaba que su mejor amiga y su trolero marido le estaban poniendo
los cuernos a la manera clásica. Sí, porque eran clásicos en su estilo y eso
fue lo que me decepcionó. Ellos actuaban como amantes que no saben lo que es el
amor y se daban pellizcos absurdos y se abalanzaban uno sobre la otra con la
avidez del que desconoce la elegancia y la ternura que encierra el tiempo
conquistado. Si mi madre lo hubiera sabido se le hubiera caído la cara de
vergüenza. Fue en aquellos días en los que de tan de cerca vigilaba a mi padre
que descubrí que el Pobrecito-suicida recibía cartas de múltiples amantes,
todas ellas tópicamente atenazadas por el miedo que él mismo les inculcaba;
porque en sus también tópicas respuestas decía que no debían olvidar que él era
un hombre casado y que no podía abandonar a su mujer porque ella lo necesitaba
para siempre. Mi padre nunca supo lo que significaba la palabra siempre, nunca,
nunca. Bueno, pensaba él con su melancolía de Ícaro-envidioso y con las alas
endebles al estilo de Pedro Pacheco que “siempre” era la eternidad que mi madre
tenía en la mirada. No estaba equivocao ni ná.
(Continuará)