No sé cómo llegamos a Port-Bou y desde allí a Barcelona
donde cogimos un tren pa Málaga. Sé que dicho tren iba repleto, que parecíamos
sardinas, y que mi madre para darme de mamar se colocaba alrededor una toalla
sujetada por mi padre y mi abuela. Ella era la única que iba sentada y yo temía
a todo el mundo, así que para evitarme ojos extraños hice todo el camino
tapada. Mi abuela se despistó un poco y alzó un pie para arreglarse una media,
pie que no pudo volver a tocar el suelo; hizo todo el trayecto como un
flamenco, a la pata coja. Mi padre venía cabreado con un guardia civil que no dejaba
de fumar puros y envolvía el compartimento en una intensa niebla. Cuando
llegamos a Málaga nos estaba esperando mi primo Andrés. Mi abuela se quedó taxidérmica
con el pie encogido, entre mi primo y Jimmy la subieron en la sillita de la
reina, costó trabajo doblarla para meterla en el taxi, pero al final entramos
todos y nos fuimos a la Plaza de la Merced donde mi primo tenía su Metacasa.
Aquello era una fiesta, pusieron guirnaldas, hicieron
sangría y los canarios con sus cantos querían salirse de las jaulas. A mi
abuela la sentaron en un sillón de honor, y mi prima Tomasita le dio unas
friegas en la pierna buena que estaba tiesa y amoratada, también intentó
enderezarle la mala, pero fue imposible, dijeron que con el tiempo ya se le
pasaría.
-¿De dónde venís, primo, para llegar tan maltrechos?
-preguntó Andrés.
-De Singapur -dijo mi padre con voz altisonante y
tachando de su recuerdo su breve escala en Francia. Mi madre guardó silencio y
mi abuela se desmayó.
Todos acudimos alrededor de la pobre para intentar
socorrerla. Una vez que se reanimó le dieron un caldo del puchero aliñado con
yerbabuena y pudieron comprobar que la mujer también había perdido el habla. Solo
con su dedo índice señalaba a mi padre como acusándole de su tragedia.
-¿De Singapur, primo? -dijo Andrés-. Eso está muy lejos.
-Y tanto.
-¿Cómo es aquello?
-Grande como el cielo azul y verde como una lechuga -dijo
mi padre que era el único que había visto algo a través de las ventanillas del
tren y todavía conservaba la memoria de los colores.
Mi madre se bebió un buen vaso de sangría y secundó todas
las palabras de mi padre. De pronto buscó en la maleta de cartón una pieza de
encaje y se la dio a la Tomasita para que se hicera unas enaguas. En ese
momento llegó Mari Polvo, la hermana de Andrés, y se mostró muy emocionada.
Llevaba un bolso rojo de escay del que sacó un pañuelo para secarse las
lágrimas del reencuentro.
-¡Ay, primo Jimmy, creíamos que ya no te íbamos a ver en
tó la puta vida!
-No digas tonterías, mujer. Ya ves, aquí estoy.
Mi padre le presentó a la Carmen, que ya estaba borracha
y tocaba los palillos al mismo ritmo que los canarios daban sus trinos.
-Tú y yo seremos como hermanas -dijo Mari Polvo.
Se caldeó el ambiente y mi tía Nati y mi tía Lola, la
Esperatriz (la Esperatriz, la Esperatriz, la tía Lola-la Esperatriz, ¡qué
mujer, la Esperatriz!), sacaron avellanas americanas que guardaban en una lata
dorada y de bromas y de veras Mari Polvo empezó a enseñarle a mi madre cómo se
bailaban los verdiales.
Luego vinieron los niños, Marco y Billy, con una caja
llena de ranas que croaban como desesperadas. Más tarde llegó mi abuelo Ramiro
con un serete de higos y una coca-cola de litro para festejar la llegada.
Tomasita, primorosa, puso un mantel a cuadros en una mesa
grande y sacó polvorones que todavía le sobraban de Navidad. Todos me hicieron
carantoñas y me daban trocitos de migajón como si fuera un pájaro. En esto que
salieron los inquilinos: Fuensanta y Teodoro que vivían en el patio de la
Metacasa, en una habitación que mi primo Andrés edificó justo al lado del
Retrete de las Princesas para sacarse unos cuartos sin tener que salir a la
calle.
Parecía que estábamos todos cuando vinieron los vecinos
al escuchar el jaleo, eran Vicente y su mujer, la Sebastiana, que aportaron una
jarra de café.
Fue una celebración inolvidable, mi padre no paraba de
contarle patrañas a su primo y darle abrazos a mi abuelo, que de vez en cuando
se levantaba el monóculo y se secaba una lágrima. Mi abuelo Ramiro fue el
primer hombre que conocí que llevara lente única y le sentaba muy bien aunque
algunas veces andaba como ciego porque los niños, para jugar, se lo quitaban y
lo utilizaban de lupa y quemaban papeles para demostrar que los cristales no solo
corrigen la vista sino que además pueden ser utilizados por si algún día nos
quedamos sin cerillas.
-Aquí no veíamos el día de tu llegada -dijo mi abuelo
mientras los niños incendiaban unos recibos del alquiler de Fuensanta y
Teodoro-. Tu última carta desde Alemania me dio mucha alegría.
-¿Alemania? -dijo Andrés.
-Sí, Alemania -dijo mi padre mientras la Carmen ya
totalmente desparramada se partía de risa con los chistes verdes que Mari Polvo
le contaba.
-Primo, tú puedes escribir un libro con tantas aventuras.
-Yo no porque no tengo arte para esas cosas, pero ésta sí
-dijo mi padre mientras me señalaba.
-¿Ya sabe escribir? -dijo Andrés.
-En el extranjero se va más deprisa que aquí. ¡A ver,
darle un lápiz a la niña! (Continuará)