domingo, 2 de septiembre de 2012

Capítulo III : La Metacasa - 2ª Toma


          Y Andrés, ni corto ni perezoso, buscó un lápiz y un trozo de papel de estraza. Se hizo un silencio de desierto, hasta mi madre apagó sus risas. Todos se quedaron mirándome mientras yo garabateé unas rayas.

            -Ahí no dice ná -dijo Tomasita con aire escéptico.
            -No seáis incultos, es que la niña escribe en malayo.
            -¿Y eso qué es? -preguntó Andrés.
            -Ahora está dibujando una caja -respondió mi padre.

            En ese momento se escuchó un resoplido y un quejido de soledad que llenó toda la casa. Corrieron hasta donde estaba mi abuela olvidada y la hallaron con la lengua fuera, la pobre había estirao la pata, pero de una vez y para siempre. La risa se convirtió en llantos de plañideras; Angustias no había podido soportar el viaje y murió el mismo día de su llegada. Mi madre fue a abrazarla y como iba mareada le vomitó encima. ¡Qué pronto se troca la alegría en duelo y qué dúctiles son los hilos de la vida!

            -Esta niña es adivina -dijo mi primo Andrés-, con el dibujo nos quería anunciar la defunción de la yaya.
            -Si ya te lo he dicho, mi hija es un hacha.

            Mi padre le relató entonces mis múltiples cualidades mientras las mujeres hacían la mortaja y limpiaban la casa. Solo mi tía Lola, la Esperatriz, se sentó en el descansillo como siempre se sentaba, sin dar ruido ni hablar con nadie, esperando a los de la funeraria.

             Velaron toda la noche y maldijeron la mala suerte que empañó un día tan radiante. Mi madre enmudeció, solo de vez en cuando musitaba:
            -¡Dios mío! Se me han muerto todas mis raíces.

            Era cierto, porque ahora en Granada solo le quedaban familiares lejanos que no querrían saber nada de ella porque no se acordarían de su cara; y mi abuela, para bien o para mal, era su ancla en la tierra. Mari Polvo la consolaba y no dejaba de recordarle que ellas serían hermanas de sangre y si era necesario se pincharían el dedo índice con una aguja de coser e intercambiarían su líquido rojo en una ceremonia íntima.

            Mi padre, como siempre que tenía problemas, se durmió, y mi abuelo Ramiro se quedó tomando coñac y charlando con los hombres. Mi primo Andrés, mientras tanto, subió a la terraza donde tenía su refugio, allí guardaba un puzzle de diez mil piezas, libros de todo tipo y una pequeña estación de radioaficionao. Desde su micrófono dijo que quería leer una elegía por un pariente que les había dejado, también les pidió a los pescadores que tocaran sus bocinas en señal de duelo y a los oyentes que hubiera en tierra les rogó que guardaran un minuto de silencio. Una vez cumplida la misión redactó una esquela y la llevó al periódico, antes se puso una corbata negra y un brazalete del mismo color que tenía para las ocasiones. Dicen que, mientras tanto, por mi mejilla infantil corrió una lágrima de azur.

            Fuensanta y Teodoro se quedaron al cargo de los niños para que sus madres pudiera llorar a gusto y como correspondía. Cuando repiqueteó el alba con sus lisonjeros rayos luminosos todos se tomaron un cafelito negro. Después llegaron los operarios que levantaron la caja y en un descuido la pusieron de pie, con el sonido del cuerpo viniéndose abajo se despertó mi padre y arrimó el hombro para llevar el féretro al cementerio de San Miguel. Se fueron los hombres solos, las mujeres hicieron tila y dieron berridos de despedida. Más tarde se quedaron calladas. Mi madre, que no sabía construir planto razonable empezó a dar gritos, tampoco sabía qué hacer con sus manos de hija huérfana, así que le dieron una madeja y una aguja y se puso a hacer crochet como una loca de pupilas sobresalientes. Dijo que haría una talega para, cuando dentro de unos años abrieran la tumba de su pobre madre, recoger los huesos y llevarlos a la falda de Sierra Nevada donde debían reposar. Nadie le hizo caso, Carmen la de las tetas negras no sabía qué decía, así que disculparon sus palabras. La muerte es eso, una oleada donde se pierde el sentido y pasa como una avalancha de espinos, los vivos se quedan como tontos sin saber muy bien dónde ponerse. Solo mi tía Lola, la Esperatriz, tenía su sitio en la puerta. Esta vez esperaba que regresaran los hombres. (Fin del Capítulo III) (Continuará)