Y los hombres volvieron con sus penas a cuestas, parecía
que habían enterrado a sus propios ojos y ahora no sabían cómo llorar la
tristeza. No estaban tristes porque se hubiera muerto la abuela Angustias, al
fin y al cabo no la conocían tanto. Verdaderamente nadie la conocía. La abuela
Angustias tuvo una hija sin estar casada: mi madre. Y en aquellos tiempos ser
madre soltera era un pecado más grave que el asesinato, por lo menos más
inmoral. Mi madre, Carmen la de las tetas negras, siempre conservó esa
inestabilidad quebradiza propia de los hijos señalados y siempre le guardó a la
abuela Angustias un amor mezclado con el resentimiento de no haberle dado la
condición de los que disfrutan de los apellidos de su padre. Así que aquella
vieja que estiró la pata se llevó un secreto a la tumba, el nombre del macho
que le hizo el bombo. Tampoco era por eso por lo que los hombres vinieron
tristes, a los hombres les traía al fresco la reputación de las mujeres. Ellos
venían pensando en sus cosas y caminaban despacio, con la cabeza gacha y las
manos metidas en los bolsillos. Yo los vi doblar la esquina de la calle porque
mi tía Lola, la Esperatriz, me tenía en brazos. Y los hombres caminaban así,
desganados, porque los hombres, de pronto, se encogen cuando van a un entierro
y se ven solos, sin mujeres al lado, junto a una tumba abierta. Y es que al
cementerio no fuimos ninguna de nosotras, no nos correspondía. Cuando la
Esperatriz los vio con esas caras se levantó y dejó su puesto, y en un gesto de
lucidez corrió a la cocina a por una botella de coñac; y es que a la Esperatriz
le daba mucha pena contemplar a un hombre con ganas de llorar y sin ojos para
hacerlo.
Mi abuelo Ramiro Sánchez era el que venía peor, tal vez
porque él tenía la sombra de la edad en los párpados y andaba ya con bastón.
Cuando Lola le acercó la copa con una rayita roja que señalaba la cantidad de
licor que se debía servir no le dio las gracias ni ná de ná, que por entonces
no se estilaban esas finuras y vivíamos en una época donde lo más frecuente era
pisarnos los unos a los otros sin pedir perdón. Aunque los hombres, y esto
también es cierto, cuando tienen ganas de llorar y tú les das una copa como si
fuera un pañuelo… A ellos les entran ganas de abrazarte y comerte a besos o
invitarte a café o comprarte un alfiler. Los hombres eran así y escondían su
agradecimiento. Bueno, algunos son así y también son de otra manera, quiero
decir que el mismo que te pone en un altar puede matarte a puñetazos. Y eso la
Esperatriz lo sabía, decía que tenías que tener mucho cuidado si habías visto a
un hombre llorar porque después se ofende y se muestra colérico por haber
mostrado su debilidad. Entonces es cuando él empieza a odiarte y repudia el
momento en que simplemente fue un ser humano, entonces es cuando se vuelve
suspicaz y agresivo y te odia porque teme tu saber. La Esperatriz decía que eso
le pasaba sobre todo a los mejicanos, que ella lo sabía bien porque tuvo un
novio con un gran mostachón y acento de Monterrey, que era un machito de armas
tomar. Así que los hombres entraron en la sala grande y la Esperatriz se quedó
en la puerta y las demás mujeres: la prima Tomasita, Mari Polvo, la tía Nati,
Fuensanta la inquilina, mi madre y la vecina Sebastiana se quedaron en el patio
dándole de comer a los canarios y diciendo ay, ay, ay sin ningún pudor.
Mi primo Andrés le ofreció a mi padre un cigarro, pero
éste dijo que prefería su pipa de espuma de mar; mentira que no era suya, que
se la había robao a mi madre. Teodoro, el inquilino de la Metacasa, quedó maravillado
por la destreza que manejó Jimmy Sailor al tratar con el tabaco y Vicente, el
vecino, abrió los ojos como si estuviera deslumbrado por el alba. Mi abuelo
Ramiro, mientras tanto, pensaba en la muerte.
El primo Andrés parecía que guardaba un silencio doble,
sus bucles de trigo atusados por el peine quita-liendres y la lamiosa
brillantina le daban un aire atrayente y melancólico. Igual que un artesano de
manos delicadas encendió el cigarro que él mismo había liado con pulcritud y
parsimonia y tras la primera calada dijo: “No somos nadie”; y miró a sus
costados como el que busca la presencia de un travieso compañero. Solo los ojos
de Teodoro-Inquilino estaban cerca de sus gestos, y no era de extrañar esa
mirada constante y curiosa porque en el fondo tanto él como su esposa Doña
Fuensanta, que tenía cara de lechuza, eran unos observadores. Teodoro-El alquiler, ¡por Dios!, que se le ha olvidao este
mes y ya sabe lo apuraos que andamos; era hombre delgaducho y enajenado
de sus propias carnes, andaba siempre asomado más allá de su cuerpo, y sus
pupilas eran dos faros negros e inmensos. El vecino Vicente, en cambio, tenía
los ojos tan abiertos… No porque se saliera de sí, cosa que era imposible en un
hombre tan bragao, con camisa tan azulina y bigotillo de delincuente falangista
y pelo como el charol, también abrillantao; el vecino Vicente, digo, tenía los
ojos tan abiertos porque le había entrao una mota y andaba como loco frente al
espejo del aparador mojando el pico de un pañuelo de yerbas (no blanco con inicial
que solo se llevaba los domingos) para ver si se le salía el objeto volador no
identificado que se había colado en el globo de la vista. Seguro que era una
carbonilla del brasero que la Esperatriz les llevó para que estuvieran
calentitos mientras charlaban de sus cosas. Mi padre también daba bocanadas de
humo y Teodoro lo observaba. Teodoro-Que estamos ya a
veinte y no hace usted ademán de meterse la mano en el bolsillo. Mi
abuelo Ramiro seguía pensando en la muerte mientras le daba caladas a un toledano
roto que se había encontrao en el camposanto y que echaba un olor que
trasminaba.
-¡Cojones, Teodoro! ¡Que se me ha olvidao ofrecerle
tabaco! -dijo el primo Andrés y cogió una hojita de papel de arroz y un poco,
muy poco, de picadura y se la alargó a Teodoro-El que
de un momento a otro iba a pagar el alquiler, pero que ahora estaba fuera de sí
y a punto de que se le saltara la hiel.
Teodoro, que era coleccionista de sellos rotos, vitolas
defectuosas, estampitas manchadas de santos milagrosos y husmeador de bragas,
se levantó envuelto en profusas inclinaciones sumisas y ya que estaba de pie
preguntó:
-¿Quieren los señores que llene las copas?
El abuelo Ramiro despertó entonces de sus reflexiones
lúgubres y mi padre, que por fin consiguió domeñar la pipa de mi madre, le dijo
que sí, que escanciara los licores. Vicente, por su parte, y ya que estaba de
pie, le pidió que le soplase en el ojo y Teodoro, que era más apañao que un
jarrillo lata, así lo hizo.
-A mí me pone usté un solisombra -dijo mi abuelo.
Y Teodoro-Viruta que era mellao y trabajaba en una
carpintería de plata complació a todos con la diligencia de un camarero
experto.
Solo cuando estuvieron servidos fue cuando empezaron a
hablar del hambre. Yo estas cosas la sé porque años más tarde me las contó la
Esperatriz que desde su silla azul de enea escuchaba todo lo que le permitían
sus oídos. Mi abuelo Ramiro contó el primer día que peló una naranja, y como
tenía las manos percudías de limpiar pescao la naranja se puso negra y sucia,
más sucia que la tomiza de una llueca. Mi primo Andrés dijo que la primera vez
que se comió un filete de carne fue en la mili y que aquel mismo día se había
metío dos huevos duros en la boca y se iba a ahogar. Vicente el vecino dijo que
él estuvo en el Ferrol acompañando a un alto cargo de la jerarquía militar y
que allí había probao las nécoras y también le había chupao el coño a una puta,
y que el coño le sabía a sal aunque después le vino unas vomiteras y unas
fiebres y unos dolores musculares y unas jaquecas afiladas a causa del marisco
corrompido que no olvidaría en toda su vida. Teodoro dijo que él tenía los pies
planos y de joven había padecido de flatulencias, le dio a sus palabras un tono
oscuro porque, todo según la Esperatriz, lo que no quería confesar era que
había padecido tuberculosis. Bueno, pues Teodoro contó cómo su madre le daba
todas las noches una yema con leche y una cucharadita de vino dulce, y todos le
miraron de arriba abajo.
Mi
padre quedó silencioso como solo él sabía hacerlo, uno de esos silencios
majestuosos y ambiguos que llenaban de curiosidad a los que le rodeaban. El
silencio era para mi padre una sustancia bien trabajada como la artesanía de un
buen ebanista. Después le dio una calada a la pipa y aspiró hondo, miró a
diestro y siniestro, le dio una nueva calada a la pipa y soltó el humo en
anillos; la verdad es que mi padre no era más chulo porque no se entrenaba. Y
dijo:
-La primera vez que yo probé el salmón fue en Noruega,
estaba embarcado en El Santa Mónica y volvíamos a Europa después de
navegar por la Península de el Labrador.
(Continuará)
(Continuará)