Estaba quieta la tarde,
traspuesta de jazmines fragantes, cuando el aire recibió el silbido de la
oropéndola que brillaba como un fuego de miel. Los pensamientos lilas y las
matas de gitanillas, las hojas de la aspidistra y la confusión de la enredadera
quedaron por un momento inmóviles al escuchar el canto mientras a mi madre le
corría una gota de sudor por el canalillo de las tetas. Entonces se escuchó el
chorro dorado de Mari Polvo que estaba en el Retrete de las Princesas meando en
un cubo de zinc. Graznó un cuervo negro como un tizón de corcho y le respondió
un papamoscas gris de cabecilla inquieta. Fuensanta, en la puerta de la Casilla, daba puntadas a un cuadro de Velázquez que estaba haciendo a punto de cruz, y
la vecina Sebastiana remataba una orquídea de pistilo morado con la aguja sabia
del crochet. La tía Nati, mucho más práctica, le había echao de beber a los
pájaros y había servido un caldo del puchero aderezado con yerbabuena para que
las mujeres, remisas a comer en un día de entierro, tuvieran en el estómago
algo de alimento; después cogió el punto y vuelta va, vuelta viene ya estaba a
mitad de un jersey verde botella que le tejía a su hijo Andrés. La prima
Tomasita le quitaba las hebras a un manojo de habichuelas que cocería con papas
para la cena. Cantaron, en fin, los canarios y con sus trinos de orfeón
conjuntado bañaron el patio de música, Mari Polvo ya se secaba el coño con un
trozo de papel de periódico y el meao iba perdiendo su calidez de néctar cuando
abrió la puerta del excusado y sus labios rojos de pin-up sonrieron
victoriosos.
-Creía que me lo hacía encima -dijo, y su voz chillona
revoloteó libertaria y acarició las plumas dormidas de un joven pechiazul.
Mi madre agachó la cabeza y sus ojos de turrón del blando
empezaron a soltar lágrimas transparentes, parecían diamantes líquidos de un
extraño poder. Las mujeres, todas, la miraron; primero con discreción, después
sin reparo y le preguntaron:
-Niña,
¿otra vez vas a empezar a llorar?, ¿qué te pasa ahora?
Y mi
madre, que aún era una niña de diecisiete años, levantó la mirada con la
dignidad de una soprano italiana. Las miró a todas, contó las aves enjauladas y
las que revoloteaban sin restricción y pidió un vaso de agua. La pobre tenía un
nudo en la garganta.
-Venga, chiquilla, no te apures, si aquí estarás
acompañá. Nosotras somos tu familia ahora, no tienes que tener miedo -dijo la
tía Nati mientras la apuntaba con las agujas.
La joven e inexperta Carmen, siempre abandonada y llena
de sudor frío no podía poner freno a su congoja.
-Nati lleva razón -dijo Fuensanta-, fíjate en mí que no
les toco ná y lo bien que se portan conmigo.
Mi madre le echó un vistazo de arriba abajo, contempló su
gordura flácida, su cuerpo rebosante sobre la endeble silla de enea que
taponaba la puerta de la Casilla y dio un par de berracás descomunales mientras
entre pucheros decía:
-Y es que me acuerdo de las morcillas que hacía la pobre.
-Pero si aquí también tenemos morcillas -dijo la
Sebastiana que iba todos los años a ayudarle a su madre a hacer la matanza.
-Sí, pero son malagueñas -dijo mi madre que era de una
sutileza nacionalista incomprensible en una época en la que todavía no se ponía
en las latas de conservas la denominación de origen de los productos.
-¿Qué le pasa a las morcillas malagueñas? -respondió
irritada la tía Nati que tenía mú poco aguante.
-Que no tienen cebolla.
-Po le echamos cebolla -dijo Mari Polvo que no
conocía ningún principio moral que impidiera renovar el acervo culinario de la
provincia.
Mi madre con una llantina histérica y sin saber qué
responder se puso a temblar como una posesa.
-Pero Carmencita, no seas tonta, ¿quieres que te eche una
manta? -dijo Mari Polvo abrazándola. Mi madre, cabezona como era, no respondió
nada, es más, siguió gimiendo igual que los dementes.
-Es que mi madre era mú buena conmigo y me quería mucho,
pa mi cumpleaños siempre me compraba habas y saladillas -dijo de pronto entre
resuellos.
-Hay que ver como la tiene tomá con las cosas de comer.
Pero si aquí no te va a faltar de ná -dijo la tía Nati, ofendida ya por el
desprecio que mostraba mi madre.
-No es eso.
-Entonces, ¿qué es? -preguntó la tía Nati.
-No le apure usté, madre -dijo Mari Polvo-. Venga,
chiquilla, tú no te preocupes -le decía mientras no paraba de mecerla igual que
la Esperatriz me mecía a mí para que me durmiera y no armara ruido.
-Es que me acuerdo del jamón de Trevélez.
-¡Del jamón? -dijo mi tía Nati sorprendida y Fuensanta
miró a mi madre con la envidia de la que solo ha probado las mantas de tocino o
la manteca con chicharrones. Sebastiana, más altiva, con eso de que hacía
matanzas se las podía dar de pan con tomate... Aunque todo el mundo sabía que
la Sebastiana iba a ayudarle a su madre Juana, y que ésta era guardesa de una
finca allá por Alhaurín de la Torre, y que el cerdo, al final, era para el
señorito, que ella solo se quedaba con las pezuñas-. Esta niña está delirando
-dijo la tía Nati mordiéndose los labios y con ganas de endiñarle una bofetá a
mi madre que ya le estaba calentando el coño.
Bueno,
eso era un decir porque la tía Nati no quería tener coño, ni coño ni ningún
agujero que fuese soltando meaos, sangre o niños o tiras de flujo sin ningún
permiso. A ella le estorbaba el chocho, le hubiera gustado ser una Mariquita
Pérez, una muñeca sin vello y sin esa herida húmeda ahí entre las piernas. Le
molestaba su sexo, le molestaba de una forma salvaje, y no es que quisiera ser
otra cosa como modernamente se estila. Ella no quería tener nada que se
pareciera a un bicho sin acabar de hacerse como una encia llena de saliva. Por
eso cuando murió su marido, Pedro, se quedó en paz y se lavaba sin mirarse y
hasta procuraba no arrascarse cuando le picaba y le ofrecía su sufrimiento a
Dios, que según ella era un hombre sin nada que le colgara. Nunca sintió
ardores de pasión y si los tuvo los aliviaba con bicarbonato, que era con lo
que se lo enjuagaba todas las noches antes de irse a dormir.
-Venga, rosita de abril, cara de mora, flor de la
Habana, niña de Puertaoscura, yo que también he sufrío por no ser quería estoy
a tu vera, ¡coño! -canturreó Mari Polvo y para ella la palabra coño tenía
una significación bien distinta a la que tenía para su madre. Entre la Nati y
ella había un abismo inconmensurable porque Mari Polvo hablaba con la boca de
la vagina.
Pero Carmen la de las tetas negras se arañó la cara y se
deshizo el caracolillo que tenía en la frente igualito que Estrellita Castro, y
sus ojos profundos como la procelosa oscuridad de un mar nocturno, y sus
peinetas rojas y sus labios de carmín antiguo y sus pulseras de cuentas falsas
y su ser entero y sus entrañas entristecieron con la lánguida melancolía de los
que sienten la soledad como si fuera un cerdo de colmillos sucios.
-Estoy sola. Ella fue la que me inventó -dijo Carmen
refiriéndose a la difunta abuela Angustias-. Ella era la que me enseñó a
peinarme, a limpiarme los oídos con las horquillas de los cocos, a pasear por
la Gran Vía a ver si encontraba novio, ella me enseñó la zambra, menear las
manos y lavarme los rebordes del pandero pa que no me quedaran mijillas.
Se hizo un silencio de rapto, hasta los pájaros parecían
atragantados. ¡Por Dios, como se podía ser tan, tan...! No sé. La tía Nati, roja como la mercromina, dentro
de su vestido de duelo eterno parecía que iba a estallar; la prima Tomasita que
hasta entonces había estado absorta como una muerta mientras limpiaba las
habichuelas dijo un ¡ay! de opereta y en pie en medio del patio lanzó su
discurso.
-¡Ay, el pandero!, la pipitilla como el hueso chico de
una chirimolla, los labios blandos, tó el manojo de pelos de alrededor y ese
túnel hondo por donde entra la picha del Andrés, y allí, al final, algo así
como una cebolla enana que empieza a soltar lágrimas. ¡Ay, el higo!, ¡cuánto me
gusta que me lo toquen! ¡Ay!, ¡qué lástima me da cuando se pone estirao como si
le echaran almidón porque al pobre no le hacen caso! ¿Sabéis lo que os digo?,
¿verdad?, cuando parece que va a hablar y que dice échale, échale que ya no
puedo estar sin que me rieguen. ¡Ay, ay, ay!, cuando te magrean tó el culo y se
te ponen los vellos de punta, y a tu marío se le escapa la mano pa la
entrepierna y está allí dale que te dale hasta que te chorrea a las patas
abajo. Eso es lo mejor, que te chorree y después te la meta; entonces, entonces
es cuando entra sola, sin calzador, como una alpargata vieja. ¡Ay, ay, ay! Y
después. en la palangana, con agua fresquita, olé, olé, olé. Mira que te lo
agradece el joío. ¡Ay, Dios mío qué gusto cuando te hacen trencitas y el coñito
negro es un torito que bufa! ¡Ay, qué gusto cuando te quitan las telarañas y se
te remueve el cuerpo como si fuera un tren! Eso es mejor que comer, y mira que
es bueno comer. ¡Anda!, y cuando entra poquito a poco como si fueran los pajes
de una cabalgata; esa elegancia, ese vaivén. Y de pronto, toma ya, te dan la puntilla torera. Y si encima te
maman las tetas, ya eso no tiene precio. ¿Es que no os han mamao nunca los
pezones?, ¿verdad que parece que van a estallar flores de las ubres y del
ombligo te van a salir ramas de canela y granitos de café? ¡Ay!, cuando te
muerden el pescuezo mientras te están dando empellones y te meten la lengua en
la oreja y te dan bocaos y te hacen palmas las aletas. Eso sí que es
requeteprecioso.
-¡Cuñá!, ¡Dios mío!, no te conozco -dijo Mari Polvo.
-Cómo me vas a conocer ni tú ni nadie si llevo seis meses
sin catarlo con la mierda de la máquina del tiempo.
-¿Eso qué es? –preguntó la inocente de mi madre.
-Un artilugio que está fabricando mi Andrés y que nos
dará de una puta vez la oportunidad de alternar con los Europeos. Vaya, que ya
no vamos a ser unos atrasaos.
-¿Estarás desesperá? -dijo mi madre dando jipíos-. A mi
marío también se le ocurren cosas de esas, siempre pensando en los demás… Y
digo yo, esa máquina podrá correr para atrás, así podría charlar con mi madre,
se me han quedao muchas cosas en el tintero –dijo Carmen de las tetas negras
con su voz casi infantil, y se secó una lágrima profunda.
-¡Yo qué se! Lo que sí sé es que a mí me tiene desatendía
con la leche de la invención.
-¡La má-qui-na
del ti-em-po! –dijo mi madre
acariciando las sílabas y con sus ojos velados por una cortina de agüilla
salada. Sus ojos o el origen de un mar diminuto.
(Continuará)