Estaba el pájaro sastre
llenando de algodón su nido y el carbonero garrapino movía con agilidad el
occipucio manchado, cien herrerillos comunes revoloteaban con su canto de
hierro, los jilgueros enjaulados contemplaban la atmósfera de café que estaba
inundando el patio, un canario de Hars entonó un solo dulcísimo. El tordo con
sus plumas metálicas y su chillido libre anunciaba la puesta de sol, percibía
ya el ave del paraíso el aroma de la marihuana, abre las alas y muestra su
penacho exuberante mientras el pico picapino tamborilea el ciruelo de la
esquina, pegado a la escalera. Sobre la silla azul estaba la labor dormida de
la Sebastiana: una orquídea de hojas estrechas, la vulgarmente conocida como la
sandalia del pescador. En las manos de Doña Fuensanta disputan Minerva y Juno;
recrea Las hilanderas. Ella no sabe que ese viejo cuadro se salvó del
fuego que arrasó el Alcázar de Madrid allá por 1734, tampoco sabe que en el
mismo segundo en que da una puntada María Zambrano pasea su exilio por una
plaza de Roma. Hay una luz rosa de vidriera parisina y los hombres hablan de
rifles con culatas de caoba, los niños prenden las brasas y la Esperatriz acuna
mi cabeza de aves repleta:
-Yo ya estoy harta de tanta tila -dijo la tía Nati
mientras echaba en los vasitos chicos un poquito de café, no mucho, justo lo
suficiente para cogerle el gusto y no perder el sueño.
-Tome, aquí está mi taza -dijo Doña Fuensanta.
-A mí no me parece bien lo que vas a hacer, Nati -dijo la
voz de la Esperatriz que hablaba desde el Zaguán y dejó correr el aire y solo
se escuchó su timbre amarillo de lisimaquia de bosque-. Todas somos bueyes y
llevamos el mismo yugo, no está bien que animales de la misma calaña caminen en
discordia. Yo sé lo que es chupársela a un hombre y voy a beber de tus vasos,
no veo razón para que a la Fuensanta se la trate como a una leprosa.
-Tú tó lo conoces en sueños y ella lo ha probao de verdad
-dijo la tía Nati que sabía que el mejicano Lázaro venía todas las noches desde
el valle de Saveto a visitar a su hermana.
-¿Me vas a decir que lo que yo siento es mentira? -dijo
la Esperatriz que muchas noches se había despertao de placer y la prima de una
guitarra le anunciaba un orgasmo igualitario con un hombre que venía envuelto
en un poncho granate y negro y tenía un mostachón que le hacía gustirrinín en
la concha; porque la Esperatriz no sólo la chupaba sino que a ella también se lo
sorbían aunque solo fuera en sueños, cosa que por otra parte no era relevante.
-Mira Lola, yo no quiero meterme contigo, pero ya es hora
que mires la vida de frente. Ese Lázaro del que tú hablas no era mejicano, bien
lo sabes tú, que era portugués y gitano, ¡gi-ta-no!, que por eso padre no te
dejó casarte con él.
-Ni tú ni padre habéis sabido nunca nada de Lázaro ni de
lo hermoso que tiene el pecho ni de lo redondo que tiene el ombligo ni las
campanas de gloria que tocan en mi cuarto las noches que él viene a verme -dijo
la Esperatriz mientras se le saltaban las lágrimas y la esperanza bronca se
arrastraba por el lodo del olvido, y le atormentaba la pérdida y tenía que
reaccionar veloz para instaurar su propia acracia.
-No me hagas hablar, Lola.
-No me hagas hablar tú a mí. O le pones a Doña Fuensanta
un vaso como a todas o cuento lo que tú sabes -la tía Nati se paró en seco y
Mari Polvo le dio una calá al canuto y con su mirada de nubes sembrada le hizo
un gesto a su madre para que entrara en razón y fuese generosa.
-Gaste usté cuidao, mujer, que se va a caer, ¿es que le
ha dao un mareo? -dijo Doña Fuensanta.
-Se hará lo que tú digas -dijo la tía Nati sin hacer caso
a las palabras de su convencina y bajando la cabeza sirvió el café a Doña
Fuensanta, la Esperatriz al ver como su hermana se corregía le dijo con
suavidad:
-¿No te das cuenta de que temes a la sombra y que debía
haber salío de ti la intención de no hacer de menos a Doña Fuensanta? Nati,
¿por qué te sientes tan manchada si en el fondo eres un trozo de pan? Te acabo
de amenazar con tu propia pureza. Mujer, no te avergüences de lo que fue un
accidente y maledicencia.
-¿Qué pasa mamá? -se atrevió a preguntar Mari Polvo.
-Nada.
-No, nada, no. Algo te pasa.
Nati miró a Lola a los ojos, sentía la desazón de los
ahogados.
-Lola, no me vayas a hacer eso a estas alturas -dijo Nati
al ver que los labios de la Esperatriz estaban dispuestos para la palabra.
-Ellas no te van a echar ná en cara. Doña Fuensanta te
salvó la vida, tu hija te quiere con locura, Tomasita te respeta, la Sebastiana
es como de la familia y la Carmencita huele a mandarinas. Además, yo estoy
harta de guardar secretos.
-Doña Fuensanta no me hubiera echao el capote si hubiera
conocío mi pecado. Mi hija, tu sabes bien cómo es mi hija; Tomasita me faltaría
el respeto, la Sebastiana es una mujer de la calle y la Carmencita sabe
demasiao a azúcar.
-Esa exigencia que muestras no es con ellas, es contigo.
-Pero, mamá, ¿quieres decirnos qué te pasa?
-Sentaros toas y tomaros el café tranquilas -dijo la tía
Nati.
Sebastiana guardó su labor en una talega de cuadros
blancos y celestes y en lo alto de un taburete que cogió de la cocina puso el
plato con los roscos.
-Doña Nati ¿por qué no prueba usté lo que las niñas están
fumando? Huele mú requetebién y mira qué tranquila se ha quedao la Carmencita
-dijo Doña Fuensanta señalando a mi madre que tenía sonrisa de boba y los ojos
entornados.
-Si yo no sé fumar -dijo la tía Nati.
-¿Quieres que te enseñe, mamá? -dijo Mari Polvo y su voz
era un hilván, una línea rota, entrecortada por la ternura.
-Anda, deja que tu hija te enseñe -la animó la Esperatriz
con su tono de sábana blanca, tejido de trama perfecta para comenzar cualquier
bordado.
-Mira, se hace así -dijo Mari Polvo y mostró a su madre
cómo debía actuar. Doña Nati con una sonrisa plácida, recuperada ya del susto
que le había hecho pasar su hermana, se dejó hacer.
-Pues no está mal del todo -dijo la tía Nati mientras
tosía, docenas de agujas le pinchaban en la garganta.
-No se preocupe usté, eso pasa al principio cuando una no
sabe, pero después es como montar en bicicleta -dijo Carmen que temblaba igual
que la nervadura de una hoja hecha de pespunte verde.
-Inténtalo de nuevo, mamá -sugirió Mari Polvo con la
sutileza de un punto de galón trabajado entre dos líneas.
Una nube de humo le bañaba la cara a Doña Nati. Ella, tan
cuidadosa con su pasado, sentía el fardo del pecado dentro de su cuerpo y su
pecho era un festón abierto, tenía sequedad en la lengua, ansiedad de decir:
-¿Os acordáis de María del Páramo?
-¿María, tu compañera? -preguntó Mari Polvo sombreada por
la memoria de su madre.
-La misma. El otro día me la encontré en el mercao,
estaba vendiendo ajos y laurel. Llevaba una pañoleta blanca en la cabeza como
si fuera una virgen vieja -dijo tía Nati, inconsciente del realce con que había
bañado a la pobre María del Páramo.
-Yo hace tiempo que la perdí de vista -dijo Doña
Fuensanta con su cara redonda-redonda como el tambor de un bastidor,
redonda-redonda como la cabeza de Cesaria Evora-. Me dijo que iba a vivir con
un hijo suyo, pintor de brocha gorda.
-Se ve que ha vuelto. Tenía un delantal de alivio luto y
los ojos resecos -el alivio luto era una forma de vestir discreta con
estampados exiguos, generalmente blancos sobre el fondo negro de la muerte.
-Pobrecilla, con lo buena mujer que era y la mala suerte
que ha tenío -contestó Doña Fuensanta mientras miraba los helechos y en su
mente amplia se dibujaba en hilo la geometría de la planta.
-Yo algunas veces me siento como ella, como si fuera una
pordiosera que tuviera que pedir limosna -y aquellas palabras de la tía Nati
descubrieron un bodoque inmenso.
-No diga usté eso, Nati -corrigió Doña Fuensanta, que
trató a su amiga como una niña a la que se le guía la mano para que aprenda la
cadeneta.
-Es verdad. Toma, Mari, pa ti -confirmó la tía Nati, de
pronto tuvo la seguridad y la resolución de la costurera que asegura un botón.
-No te preocupes, madre, quédatelo. Yo voy a liar otro pa
la Sebastiana y Tomasita que todavía no lo han probao -zizagueaban las palabras
con una solidaridad malva y, por lo tanto, tópica.
La tía Nati fumó con lentitud y torpeza la mezcla de
tabaco y yerba.
-Cuando yo era de vuestra edad trabajaba en la casa de
unos señores importantes. Aquellos eran otros tiempos. Éramos cuatro muchachas
en la casa: mi hermana Lola, Beatriz que era de fuera, María del Páramo y yo
-la tía Nati rememoraba una escena pasada traída al presente por un difuso
papel de sastre cuya voluntad desconocíamos todas.
-Era una casa mú grande, ¿no? -preguntó mi madre que era
una fuente de luz diminuta y precisa, tal vez una vela de esas que iluminaba la vista cansada de las modistas.
-Sí que lo era. Mi Señora se llamaba Nancy, venía de
Inglaterra y el marío tenía un negocio de compra-venta de joyas. Por las
tardes, La Sra. Nancy se iba al hotel Miramar a tomar el té. Todos los días, a
las cinco menos cuarto salía de la casa. Era un matrimonio mú bien avenío.
-¿Tenían hijos? -adornó la Sebatiana que estaba colorá
como un tomate de verdad y tenía el canuto en la mano y dominaba el arte de
fumar, se ve que más de una vez había caído en la tentación del humo aunque
fuese a escondidas-, porque un matrimonio sin hijos es como un jardín sin
flores.
-Tenía tres niños, malos como demonios y con las orejas
que parecían soplillos -dijo la tía Nati que recordó las envidiadas meriendas
de merengue que le ofrecían a los señoritos.
-Llevas razón en eso que has dicho, Sebastiana -dijo la
prima Tomasita a la que le impresionó el calado de su vecina-. Un matrimonio
sin hijos es una desgracia. Usté perdone Doña Fuensanta si la ofendemos con
nuestras palabras.
-No me ofendes, hija. Si estoy de acuerdo contigo -dijo
Doña Fuensanta sin ninguna escama, ella se sentía una mujer-manca por no tener
descendencia.
-La Sra. Nancy era mú elegante, le hacían los vestidos a
medida y tenía hasta abrigos de pieles, era alta y rubia. Vaya, llamaba la
atención por donde quiera que pasara -la tía Nati describía un figurín de los
que estaba acostumbrada a hojear-. En la casa no nos faltaba de ná: había
lámparas de cristales chicos, armarios labraos, alfombras de colores y hasta
jabón de lavanda. De las cuatro que trabajábamos solo Beatriz se quedaba a
dormir, las demás entrábamos y salíamos a no ser que tuvieran invitaos,
entonces me quedaba yo también -los ojos de las mujeres parecían puntos de nudo
francés-. ¡Qué bien olía aquel jabón! -dijo la tía Nati que recordó el olor de
las toallas recién planchadas con sus encajes almidonados, el olor de la espuma
del baño con que lavaban a los niños ricos, el tacto de la jarra y la palangana
de porcelana, la blancura de la ropa de cama y la delicadeza de la ropa
interior de la Señora-. La Señora nos daba una pastilla a cada una para que
laváramos la ropa blanca, cuando ya ná más quedaba una conchilla yo me la metía
en las bragas y me lo traía a mi casa para lavar a mis niños -dijo Doña Nati
con una sonrisa picarona tan inocente como las flores, los animales o los
pájaros que entraban despacio en el bosque de la noche con sus cabezas
acurrucadas.
-¿Te lo guardabas en el coño, mamá? -preguntó Mari Polvo
sorprendida de que su madre se hubiera atrevido a tamaño estraperlo.
-Sí, no podía verlo, la Sra. nos registraba antes de
salir a la calle -confesó orgullosa la tía Nati como si fuese una muchacha de
la Resistencia.
-¡Qué mal nacía! -exclamó mi madre que daba calás de
pecho y se le empezaban a tiznar ya los senos.
-No, mujer, a lo que estaba acostumbrá. También nos
traíamos Lola y yo el trozo de pan y tocino que nos daba a media mañana pa que os
lo comieráis tú y tu hermano, aquí, nos lo guardábamos aquí, en el seno.
-¡Ay, que buena has sío siempre! -dijo Mari Polvo y le
dio un beso a su madre en la mejilla, un beso sonoro.
-¿Se pasaban ustedes el día lavando y sin probar bocao?
-preguntó la Sebastiana que le metió mano a los roscos y comía a dos carrillos.
-Entonces éramos jóvenes y teníamos fuerza pa tó. Beatriz
era la criada fina, la que servía la mesa, María del Páramo la cocinera y Lola
y yo las lavanderas y las encargás del trabajo gordo. Nos iba bien, al fin y al
cabo a qué otra cosa podíamos aspirar. Mi marío estaba enfermo, mi padre medio
“caucando” así que nos tuvimos que echar a la calle a buscar el pan -tía Nati
también comió con ganas, no sabía de dónde le venía ese hambre tan devoradora y
esa necesidad de hablar como cuando era chica-. Por aquel entonces mi hermana
Lola noviaba con...
Se escuchó entonces un portazo y Jimmy Sailor bajó la
escalera como si lo persiguiera la Interpol mientras gritaba: “He tenío una
idea estupenda, se me ha ocurrío un negocio y nos vamos a montar en el dólar”.
Mi padre era así, de pronto se le aparecía la virgen y hacía descubrimientos
increíbles. Mi padre era muy guapo y tenía la sonrisa impaciente de los que
piden melón, y señores, sin más que discutir, hay que darles la tajá en mano.
Se acabó entonces la Hablación, nos quedamos todas como si nos hubieran echao
un cubo de agua fría por encima y para colmo nunca nos enteramos del misterio
de la tía Nati, porque del misterio de la tía Lola sí que me enteré más tarde,
pero el de la tía Nati nunca llegó a mis oídos. Pero bueno, ya lo he dicho, mi
padre es que era un poco impaciente y cuando hacía algún hallazgo
imprescindible para nuestras vidas nadie osaba hacerlo esperar. Nadie, nadie,
nadie. Nadie excepto la tía Lola, la Esperatriz, y su historia…
(Fin del Capítulo V. Continuará)