domingo, 3 de febrero de 2013

Capítulo VI : La Esperatriz - 6ª Toma



            Y se hizo el silencio, y el silencio era unos árboles sin nombre que guardaban su sencillez en cada una de las ramas, y el silencio era la emoción de las luces que rodean a las personas misteriosas, y el silencio era una enciclopedia llena de palabras mudas a las que no es fácil buscarles las entradas y que en cambio te da todas las páginas en blanco para que tú las llenes de intimidad, y el silencio era y será siempre el lugar de los más profundos tactos.
            -Vamos a comer algo -dijo la Esperatriz.

            Entonces él se dio la vuelta y la miró, y él era distinto a quien había sido. Tenía los ojos soñadores del que sabe escapar, tenía los ojos negros de un zíngaro, y en una copa estilizada y transparente que cogió del bar le sirvió agua fresca, después se rio y al reírse alzó la cabeza y abrió los brazos como si no le cupiera la alegría en el cuerpo. Y tenía la cara totalmente rasurada y sus labios tenían la tersura de las cerezas y se puso recto a su lado y dio un taconazo sin espuelas, porque ya no llevaba espuelas ni tenía ese aire patizambo de los que montan a caballo. Llevaba un pantalón negro y una camisa blanca con las mangas arremangás y su pelo brillaba con la limpieza del azabache y no podía dejar de sonreír.
            -Mira el cielo, Lola. Mira Málaga, ha nevado.

            Y era verdad, Málaga estaba blanca, cualquiera hubiera podido confundirla con Rusia y Lola, de pronto, sintió el mareo de las ebrias y los pezones parecían clavellinas. Y él concibió en su mente de fruición el sexo de la Esperatriz y se arrodilló a olerla. Y seguía nevando y no paraba de nevar. En la calle la gente olvidó su pobreza y se pusieron a bailar al son de unos violines locos, y había trineos, huskies siberianos, abrigos de pieles y saltimbanquis venidos de San Petesburgo para amenizar aquella fiesta de enajenados. Y Lola se quedó sin palabras. Los dedos de él -¿cómo coño se llamaba él?, la Esperatriz me lo dijo. No, no, eso es mentira, ella nunca me dijo su nuevo nombre, ahora me acuerdo; sí, ahora me acuerdo, ella decía que el nombre de los amantes nunca se pronuncia-, los dedos de él recorrieron sus muslos y se reía, él se reía mientras no dejaba de mirarla a los ojos y ella, que también sonreía, le acarició el cuello y los hombros, y los hombros, el cuello y las orejas y lo besó en los labios, y él rompió los velos de la estúpida túnica japonesa que los separaba y con la punta de los dedos le acarició el vientre y sus senos y bailaron por su espalda aquellos dedos tan invencibles. Y se asomó al túnel y le hizo burlas y ella, de pronto, se movió con el ritmo de su cabeza que estaba húmeda y tuvo ganas de apartarlo de tan cerca que lo sentía y le acariciaba el pelo y bebía y ella se escapaba porque no había nacío pa estatua.

            -Ha llegado el tiempo del lirio, Lola. Deja de resbalarte como un delfín y ábrete -él llevó su mano hasta el pubis y acarició la chorreante raja-. Lola, mira como nieva, está el parque cuajao de copos y las palmeras no pueden con el peso de la escarcha -hablaba él y sonreía y no dejaba de sonreír mientras que con lentitud daba vueltas alrededor de su boca espectante-. Lola, mira cómo nieva, ¿no escuchas como el mar se está tragando los glaciares?, ¿quieres que granice sobre tu vientre?
            -No, sigue sin inquietud. Y después, ya sin miedo a jerarquía, tócame el culo blanco y esa flor que tanto apreciaba Rimbaud.




            Y él se rió, porque acostumbraba a reírse por todo, por todo lo habido y por haber y a ella le gustaba verlo reír porque si hay algo triste en la vida es un amante triste que te intenta contagiar su patetismo. Y ella se rió, se rió a carcajadas porque si algo da gusto lo que hay que hacer es reír, reírse una hasta de su sombra. Y la risa salió por la ventana igual que una avalancha y tocaron las campanas de la Catedral, de San Agustín, de la Victoria, de San Felipe Neri, de San Juan y ellos se rieron de todas las campanas del mundo. Entonces, de nuevo, se hizo el silencio, el silencio apagado de una ciudad helada y él le dijo:

            -Lola, háblame, que a mí ya no me duele estar callao.
            -¿Qué quieres que te diga?
            -Que te vas a venir conmigo.
            -¿Y qué hago con los de la Metacasa? Yo tengo mis obligaciones.
            -Déjales el cuerpo astral.
            -Venga, por lo menos tendré que decirles adiós.
            -¡Ah! Despídete a la francesa.

            Y eso fue lo que hizo la Esperatriz: dejar a todos con la boca abierta, espera que te espera. Y los de la Metacasa se fueron impacientando aquel día de la nevada, que si ustedes quieren lo pueden comprobar en las hemerotecas, ¿eh?, que es cierto lo que les estoy contando. Y se impacientaron tanto tanto que empezaron a dudar de sus percepciones, ya saben eso del genio maligno que todo lo trastea, lo que decía Descartes en el colmo de la racionalidad. Bueno, a lo que iba, que dudaron tanto de sus percepciones que fueron al oculista y el oculista les dijo que padecían una enfermedad de alto riesgo.
            -¿Cuál, cuál? -preguntaron todos a la vez.
            -Están sufriendo una ilusión óptica -dijo el oculista-. Esa Lola de la que me hablan está en la casa de ustedes en el mismo sitio de siempre, lo que pasa es que ustedes no la ven y no la ven porque necesitan gafas. Aquí le receto lentes para todos y vayan ustedes a una tienda que hay en la calle Larios que regenta un hijo mío, que les hará descuento.

            Así que imagínense a todos los personajes con cristales transparentes y monturas de carey. Que tienen que echar marcha atrás, se aguantan, ya les dije que yo no soy narradora omnisciente, conque a poner algo de vuestra parte. Y a la Esperatriz la imaginan con cuerpo levadizo e intangible porque ella se fue, ya ves que se fue, aunque eso no quita que la gente le hablara como si estuviera presente, y ella nos contestara como si de verdad le interesáramos, porque por lo visto ella era así, le hablaba a todo el mundo tan tan adentro que se metía en el cerebro y te rozaban sus palabras como si la tuvieras enfrente. Yo sólo la conocí en cuerpo astral y fíjense todo lo que me contó sin contármelo. Pero que ella se fue. Ya ves que se fue, se fue con su amante, el de los ojos negros, el hombre anteriormente llamado Lázaro, pero que después se cambió el nombre porque era distinto, otro, vaya. Ella se fue. Ya ves que sí se fue, y no volvió jamás.


                                                                      
                                                                       (Fin del Capítulo VI. Continuará)