A la Empanada de las Edades se entraba por el ángulo
extremo y siniestro del Zaguán, el recinto estaba dividido en dos por una
celosía de madera castellana, en el triángulo de la izquierda los niños tirados
en una manta hablaban bajito.
-¡Os pillé!
-El juego ha terminao -dijo Currito Tirachina.
-Pero podemos empezar de nuevo -propuso Marco-árbitro.
-No, es mú aburrío.
-Mejor jugamos a las casitas -dijo Sole que llevaba un
vestido floreado y los tacones grandes que le había robado a su madre y la cara
pintarrajeada y un olor a vejez prematura.
-¡Niños, callarse! -dijo la tía Nati desde el otro lado
de la celosía y se escucharon los abanicazos pausados de una mujer que imagina
todas las musarañas posibles e imposibles durante las horas del mediodía-. Mira
que si no voy a llamar pa que os den jarabe de palo.
Todos cerramos los ojos y nos hicimos los dormidos, yo
también. Allí, revueltos sobre la manta de rayas negras y naranjas parecíamos
estar sobre una balsa; eso dijo mi primo Billy que actuaba como un capitán y
hasta tuvimos que hacerle caso y quitarnos los zapatos, y de nuevo nos mandó
callar la tía Nati y prontamente cerramos los ojos y apretamos los párpados
para obligar al sueño.
Desesperado vino un olor a mondarinas, era de unas ramas
que Currito Tirachina había cogido de los árboles que había en el Solar de los
Desahucios.
-Huéleme las manos -me dijo muy bajito, cerca su boca de
mi oreja. Yo le hice caso.
-Las ramas las he cogío yo -dijo mi primo Billy con tono
de propietario y sin saber por qué esquivé su mirada-. Venga, vamos a dormir.
De nuevo intentamos cazar la región donde el reposo tiene
su reino de velos. Me puse boca abajo agarrada a un cojín muy blando, a mi
izquierda estaba Currito, a la derecha Sole, que con su boquita de pez dormía
ya al lado de mi primo Marco, y al lado de mi primo Marco estaba Billy. Una
colcha de calor nos dejó rendidos y no recuerdo ninguna imagen subrepticia que
se colara en mi mente. Estaba en la profundidad que sólo dan la hora de la
tarde y la inconsciencia más joven cuando mis pies desnudos sintieron el roce
de una flor mojada, instintivamente quise desahacerme de ese contacto, los moví
con rapidez, pero entonces unas manos los abrazaron como si fueran pajarillos
que debieran ser calmados, levanté la cabeza con trabajo, se desplazaba
amodorrada y me encontré con la sorpresa de los ojos esquivos de mi primo
Billy.
-¡Déjame en paz! -le dije.
-¡Chisss! -respondió tendido como un vasallo-. Cállate
que vas a despertar a los otros -y empezó a darme besos seguíos entre los
dedos.
-Que me haces cosquillas. ¡Déjame ya!
-¿Qué pasa aquí? -dijó mi tía Nati vigilante justo detrás
de la celosía, y a mí me dio miedo su mirada apagada de anciana muerta en vida,
y a mí me dieron lástima los ojos suplicantes de mi primo que me pedía que no
lo delatara.
Se hizo un silencio de rito y la somnolencia abrió sus
brazos más tibios mientras mi primo, seguro de mi complicidad, se pasó todo el
rato que le vino en gana besándome los pies mientras decía:
-Parecen
sapitos.
Que no, que no es un rape, que es un sapito chiquitito. |
Que son sapitos fritos, emborrizados en harina de maiz para que a los niños y las niñas que no soportan el trigo no se les hinche la barriguita con el gluten. |
Fue
grande ese día en que no tuve envidia de los tacones robados de Sole y aprendí
la utilidad de ir descalza por la vida. Me acuerdo perfectamente, me acuerdo
con la gratitud de la inocencia. Me acuerdo a pesar de que haya pasado el
tiempo y sucesos imponentes o importanciosos amores hayan querido dejar huellas
indelebles en mi ser no para satisfacer la voluntad de mis deseos sino para
señalar la soberbia de sus hazañas eróticas. Me acuerdo de la ingenuidad de un
acto sin ninguna pretensión excepto la del goce, y me acuerdo porque fue una
muestra de sencillez que me sirvió para comparar otras experiencias y el grado
con que se miden todos los verdaderos agasajos: la intensidad de la paciencia
que el amado está dispuesto a soportar. Se trataba de un juego entre niños. Qué
distinto de los actos llenos de cultura con los que desfilamos durante toda
nuestra vida y nos engañamos ocultándonos en justificaciones de pertenencia.
Confieso
que llevo aquella herencia y que hasta ha conformado mi forma de andar, tal vez
para no estropear las caricias que llevo dibujadas en las plantas desde
entonces. Bueno es saber que el amor muchas veces tiene la ignorancia como
prenda y que no la utilizamos frecuentemente, también es bueno el sorbo del
vino que se derrama suave y la entrega esmerada de los dátiles y la sed y el
viento que nos acaricia la cara con la sal del mar. Bueno es conocer cuáles
fueron las raíces de nuestra forma de querer. En fin, Venus (la que nació en
Chipre, ¡Oh, la bella Chipre!) tiene caprichos que hay que respetar, sobre todo si nos encariñamos de
sus pacíficas formas tan distantes de las arriesgadas aventuras que quieren
grabarse a fuego para hacernos esclavas.
Cuando nos despertaron para la merienda mi primo se
olvidó de mí y yo de él aunque eso sí, respetamos el silencio que nos había
cobijado con la madurez que da la cordialidad. Para merendar nos dieron un
dedal de vino dulce y pan con chocolate. Mientras saboreaba el chocolate negro
había una imagen que no se me borraba: los ojos de mi tía Nati a través de la
celosía, esos ojos viejos y enmarcados en un resentimiento tan visible que se
hacían insoportables, esos ojos proporcionaban una mirada extravagante como una
hoz dispuesta a seccionar todo lo que antes a ella le habían seccionado. Era
muy distinta a la mirada de mi primo Billy llena de pudor, sí, del pudor que
persigue a los desvergonzados.
Pedí a
Sole que me siguiera, ella me dijo que no, pero yo ya había descubierto la
palabra gracias al silencio del Baúl Inspirado, de los consejos recibidos
dentro del Armario de las Ausencias y de la presencia inexistente de la
Esperatriz que contaminaba su cuarto entero con símbolos generosos; así que la
convencí. Y las dos entramos de nuevo en la Empanadilla de las Edades, sentía
curiosidad por saber qué había tras el biombo.
(Continuará)