La
habitación estaba silenciosa, sólo los pasos de Sole y sus tacones prestados y
coloraos señalaban una extraña temporalidad, era el diapasón de los ritmos
inquietos, parecíamos dos torpes cazadoras. Bordeamos la endeble hipotenusa que
separaba la infancia de la vejez y entramos en el aposento de la tía Nati, que
era antiguo y teatral como la palabra misma que lo describe. Al fondo, pegada a
un muro extrablanco y sin ninguna decoración había una cama llena de clavos
como la que años más tarde vi en el Circo de la Unión. ¡Qué extraña visión!
Allí, ¿allí era donde dormía la tía Nati? Iba a preguntárselo a Sole cuando vi
su cara pintarrajeada desposeída de todo maquillaje y con la frescura del ser
temprano y asustado que de pronto se había limpiado y se mostraba sin máscara.
-¿Qué te pasa? -pregunté. Le temblaban mínimamente las
manos regordetas y sus ojos inmensos y verdes y su pelo rubio y toda ella
mostraba una desazón impropia y sutil. Sus labios se abrieron y se cerraron y
aunque hablaba no llegaba a pronunciar palabra. Yo me acerqué y mis cejas la
interrogaron con apremio. Había un abismo entre las dos. De nuevo habló sin
decir nada. Sólo sé que no podía aguantar su malestar creciente y esa cara tan
hermosa llena de una represión tan clara-. ¿Qué te pasa? -le volví a preguntar,
las dos éramos chiquitillas como coquinas y sin embargo ya habíamos aprendido a
desconfiar la una de la otra-. Yo soy tu amiga -Sole sonrío y me recordó que no
hacía mucho le había dado un empujón que casi la mato-. Te reíste de mí -le
contesté.
Guardamos silencio, supongo que sopesaba el pequeño
delirio en el que estábamos metidas y la necesidad de deshacer aquella
pescadilla que se mordía la cola con una fiereza ya añeja. Le di tiempo, es que
en su casa eran minimalistas y no solían utilizar ni muchas palabras para
expresarse ni mucha dorada a la sal ni mucho espacio, la nevera la tenían en el
salón, en la cocina escaseaban los platos desde que su madre los rompió en un
arrebato y dormían arrejuntaos los hermanos como piojos en costura, así que le
di tiempo, menos mal que mientras tanto los clavos de la cama de tía Nati, por
un proceso alquímico muy difícil de explicar ahora, se convirtieron en oro y
empezaron a deslumbrarnos como si las dos estuviéramos sentadas en el filo de
un balcón mediterráneo.
-Yo también sufro -dijo con esa voz de cabello de ángel y
esa dulzura pequeña de la que ya antes del parvulario ve que el futuro es una
muralla insalvable.
-No te preocupes -le dije-. Siempre nos podemos escapar
-me sonrió-. Sí, podemos meternos en una Ballena.
-¿En una Ballena?, ¿eso qué es?
-Un pez mú grande donde cabe tó el mundo.
-¿Tan grande?
-Si un avión se cae al agua, a la gente que va dentro no
le pasa ná porque la Ballena los salva.
-Pero nosotras no vamos en un avión.
-Ya, por eso tenemos que escaparnos, irnos pa la playa,
echarnos al agua y buscarla.
-¿Ella no viene a recogernos?
-No, no puede acercarse a la orilla. Somos nosotras las
que tenemos que ir hasta donde ella está.
-Yo no sé nadar.
-Yo tampoco, pero no importa, aprendemos.
-¿Y allí vamos a ser felices?
-Sí, todos los días. Allí hay de tó y nadie nos va a
regañar.
-¿A ti quién te ha dicho eso?
-Yo que lo sé.
-¿Cómo se llama la Ballena?
-Ballena y ya está.
Dibujo realizado por Cristina Vela |
En aquel momento llegó mi madre sigilosamente con la
labor en las manos, metía el dobladillo a un vestío que le estaba demasiao
grande. Dijo que tenía el agua prepará para lavarme, que estaba mú sucia, que
dónde me había metío pa estar toa llena de churretes. Miré a los ojos de Sole
que estaba calmada y me sonreía con esperanza, le hice una señal que ella
comprendió rápidamente y decidimos telepáticamente guardar silencio. Pero mi
madre, que no había aprendido aún los dones de la discreción, le dijo a mi
padre que tenía una hija mentirosa que decía haber visto un pescado gigante y
mi padre, al que le hizo gracia la ocurrencia, me dijo que las niñas no mienten
y cogió el esqueleto niño de mi Ballena y lo envolvió con la barroca fraseología
del que no sabe imaginarse una fe sin aditamentos.
Porque
para Sole y para mí, la Ballena no era un animal sino una posibilidad alejada
en la bruma, que intentábamos alcanzar desde el Balcón de las Utopías donde,
desde que me llamaron mentirosa solíamos escondernos, y es que ella cada día
necesitaba escuchar noticias de aquel ser que nos estaba esperando en el
horizonte y muchas tardes, mientras caían flores violetas en el cielo acabado
del día, me preguntaba con inseguridad: “¿Tú crees que seremos capaces de
encontrarla?” Y yo le decía muy convencida que sí y Sole me miraba con sus ojos
ágrafos y con la melancolía de las que se sienten desde el principio derrotadas,
y es que Sole era tan minimalista que no tenía ni voluntad.
Mi padre sí que tenía voluntad de embadurnarlo todo y
echaba patrá y palante el calendario para apuntarse tantos y decía
barbaridades tan grandes como que la Ballena se llamaba Rafaela o que había que
matarla porque tenía mú mala leche, y que lo mejor era hincarle un arpón a ver
si escupía de una puta vez a un niño de madera que tenía dentro y que era mú
malo y mú desobediente.
Pero
nosotras, que habíamos descubierto el Balcón de las Utopías no estábamos
dispuestas a abandonar nuestras ilusiones simplemente porque Jimmy Sailor diera
argumentos de autoridad porque él había estao embarcao y nosotras no. Así que
hacíamos oídos sordos y poníamos cara de póquer y subíamos por la Espiral de
Témpanos que había tras la cortina de la Ventana Tapiada del aposento; y allí
en el Balcón charlábamos de nuestras cosas, y veíamos la parábola lejana de
aquel pez resbaladizo que nos hacía asomarnos de puntillas y crecer y crecer y
no parar de crecer y estábamos dispuestas a todo, a todo menos a pasar por el
Patio de la Hablación para que a cualquier gilipollas o a cualquier rancia o a
alguna indiscreta les diera por cortarnos el resuello.
(Fin del Capítulo VII) (Continuará)