Creo que hay algo de razón
en eso de que tiene una que ser cuidadosa con la intimidad de sus personajes
porque ya está el mundo, las burdas palabras de las vecindonas y el comentar de
los hombres para quitarle elegancia a las amistades. Las mujeres dijeron que
tanto Mari Polvo como Carmen la de las tetas negras se pasaron la noche tocando
el piano. Los hombres fueron un poco más lejos: dijeron que nada de música, que
las vieron pasear por el barrio del Chupa y Tira. Y el mundo, en fin, poco
acostumbrado a sincronías y atendiendo a la antigua costumbre de fragmentar
todo hasta hacerlo añicos, le cambió el mote a Mari Polvo y pasó a llamarla
Cuca que es nombre de picha chica. Ellas, que habían descubierto una nueva
forma de solidaridad, se pasaron todos los dimes y diretes por la pipa.
A mí me venía tan bien aquel nuevo estado, la Cuca era mú
generosa y me regalaba pastillas de chocolate envueltas en papel de plata. Y mi
padre, no sé si movido por aquella cooperación sin resquebrajo que se
estableció entre las dos, cambió de trabajo: ya no cavaba hoyos de cinco metros
para plantar un almendro, cosa que por otra parte es innecesaria, eso lo sabe
cualquiera que entienda de agricultura, pero es que mi padre siempre fue
especialista en trabajos inútiles y en esfuerzos baldíos. Debida a una
autoflagelante lectura del Tao, Jimmy Sailor decidió hacer el sacrificio de,
por una puta vez, mirar las cosas desde abajo, así que haciendo caso a los
versos: El que se doble permanecerá entero;/ el que se incline se erguirá,
se metió a limpiabotas y trabajaba todos los días con el betún, dando brillo a
los zapatos de los señoritos que iban a tomar café al Cosmopolita. Mi
madre, que no era señorita pero que cada día llevaba con más gracia el mantón
bordado de libros anónimos, también salió, pero ella a mirar las cosas desde todos
los ángulos como si fuese una mariposa que revolotea y se posa en el sitio más
inesperado. Mari Polvo o la Cuca, da igual porque lo mejor es abrirse y coger
lo que te endiñan y hacer con la mala leche filigrana fina, la Cuca, digo, que
también tenía los ojos abiertos y además enriquecidos por la gratitud que mi
madre le mostraba, me compró un reloj con la esfera azul y los números en
blanco, en medio del reloj había dibujados unos cucos.
Y en aquel intervalo donde inesperadamente se produjeron
tantos cambios se produjo uno más, éste muy doloroso: el primo Andrés también
se murió, y se murió de pronto sin dar
ruido. Una mañana apareció inflao, como si lo hubieran hinchao con una bomba de
bicicleta, y con las manos sobre el pecho y con la sonrisa terca de los que
aman más la muerte que la vida.
La verdad es que lo veíamos venir, porque al pobre hombre
le dio por pasear por ahí con la mirada errática de los sufrientes y algunas
veces se paraba ante las mujeres que vendían manzanilla y se quedaba pasmado en
la contemplación de sus tareas como si fuera un vulgar Pessoa que no se atreve
a comprar un racimo de plátanos. Iba con las manos en los bolsillos y los
bolsillos llenos de desasosiego. Su mente acotadamente polifónica recogía las
rutinarias imágenes costumbristas de una Málaga siempre salada y húmeda como
las apesadumbradas postales en blanco y negro que mandaba a sus amigos
radioaficionaos. Andrés, de todas maneras, siempre fue reservado y de ojos
luminosos, crédulo como un niño que sólo escribe en las páginas diestras.
Andrés era elegante en su sobriedad forzada por la pobreza aunque ellos no eran
pobres, que no, que no, que tenían su orgullo y hasta a veces su soberbia.
Sí, le dio por pasear por la playa de la Malagueta y
contemplar las olas con su romper blanquecino. Allí era cuando se imaginaba con
una escafandra de recolector de miel pisando la Luna y dándole la mano a los
marcianos. Se descalzaba y andaba por la orilla y se paraba ante sus huellas
como si fueran la primera señal de la humanidad en un gris planeta. Pero él lo
que deseaba de verdad era que los extraterrestres vinieran una noche de las que
estaba con su telescopio intentando desentrañar la difícil geografía de las
estrellas. Sería estupendo que aparecieran con sus cabezones triangulares y su
piel verde, con sus pies planos y sus ojos saltones a descubrirle los avances
científicos que para ellos serían moneda corriente: seguro que habían
descubierto la manera de viajar sin tener que desplazarse y el modo de curar un
dolor de cabeza sin tener que tomar aspirinas, o el tejido para confeccionar
unas medias a las que nunca se le harían carreras o la forma de ver un
atardecer sin tener que parpadear en el momento más inoportuno. En fin, en
aquellos últimos días volvía sobre sus huellas, atravesaba el parque contando
las palmeras, ¡qué pena que no tuvieran monos!, ¡cuánto se hubiera deleitado
con sus musarañas!, y se echaba un vino en alguna taberna. Allí entre barriles
y vaho de alcohol seguía soñando con un mundo próspero y sin fronteras en el
que los humanos pudieran andar en taparrabos, aunque las mujeres deberían
llevar sostenes, que a él no le gustaban las tetas descolgás; pero en ese mundo
sin ambiciones, sólo con hambre de saber y de diversión todos seríamos felices,
incluso nosotras, porque nos lo darían tó frito y cocío y es que a nosotras nos tienen que dar los
platos precocinados porque, si no, no somos capaces de apreciar el progreso, y
es que al fin y al cabo somos medio tontas. ¡Vaya, ni que él fuera Bunge!
Bueno, ¿qué le vamos a hacer? Al primo
Andrés le gustaba el vino Campanillas, era el que más sabía a pasas y se
colaba, dulzón, por su garganta silenciosa que esporádicamente rebosaba de
inquietud cuando encontraba algún interlocutor predispuesto a admirar sus
hallazgos desde la invisibilidad de las ondas. Despues, siempre desembocaba
ante una de esas vendedoras de manzanilla y la contemplaba estupefacto como si
en sus flores estuviera el misterio de toda la creación, esa era su ciencia: el
de la profundización de las acepciones particulares hasta convertirlas en ley;
como os habréis dado cuenta, es una ciencia exacta. Más tarde iba al puesto de
su amigo Olalla, que ya estaba recogiendo, y compraba un cuarto y mitad de
jureles y lo llevaba liao en papel de estraza y se lo daba a su mujer, la
Tomasita, para que ella se los echara en escabeche. ¡Mira que le gustaban los
jureles! Y Tomasita sonreía con la esperanza de un amor que reanudara la labor
del sexo compartido, a ella le habían dicho que al hombre se le gana por el
estómago. Andrés era feliz, sencillamente feliz, sobre todo desde que conoció a
mi padre, ese sí que era su alter ego que lo comprendía tan bien y con el que
podía charlar de los asuntos que a él tanto le interesaban. Incluso había
pensado pedirle que se hicieran hermanos de sangre, pero le dio vergüenza, y a
sus años, pinchándose con un alfiler para sellar una amistad que la rigurosa
investigación cotidiana vendría a confirmar, era una tontería. Pero Andrés era
feliz, feliz como un niño con zapatos nuevos, por eso aquella mañana amaneció
muerto, muerto de felicidad mientras hacía su último experimento.
Estaba mi primo Andrés construyendo unos quitamiedos de
pleita para instalarlo en los andamios de las obras robustas, dichos
quitamiedos eran totalmente ineficaces, pero subjetivamente, según él, darían
seguridad a los albañiles. Bueno, pues se le ocurrió añadirle unas recamaras
infladas de bicicleta, realmente fue mi padre el que tuvo la feliz idea porque
según él, Málaga de aquí a ná se iba a llenar de rascacielos como New York y
seguro que el día menos pensado echaban abajo el barrio del Perchel y el de la
Trinidad y cuando se mirara de lejos íbamos a tener el idéntico perfil que una
ciudad americana; ¡ah!, y junto a las recámaras añadirían trozos de tuberías rotas.
El quitamiedos, en principio meramente psicológico, se estaba convirtiendo en
una coraza. Querían, para demostración pública, recubrir con esta capa de
seguridad el Palacio Episcopal una noche que no hubiera luna, y es que pensaban
venderle el invento a la Iglesia porque mi primo había descubierto que la
catedral no era color mugre sino de mármol rosa
y algún día tendrían que limpiarla y los operarios tendrían que estar
seguros. Cuando el obispo se levantara se encontraría con la ingeniosa novedad
instalada en su propio palacio y entonces mi padre, que era el que tenía más
labia de los dos, le vendería la idea. La verdad es que, sin saberlo, querían
construir el Beaurbourg. Estaban en esta dinámica, aunque mi madre y la Cuca y
Tomasita y la tía Nati y hasta la Esperatriz les decían que practicaran la
no-acción y todo permanecería en orden, cuando el primo Andrés, que era medio
sonámbulo y tomaba tal aprecio a sus herramientas que incluso dormía con ellas,
se quedó traspuesto sobre un artilugio estrafalario que servía para llenar de
aire las recámaras enlazadas con la pleita y que después se sujetarían a una
estructura de tuberías. Como el primo era de sueño profundo no se dio cuenta de
que su hijo Billy que por entonces estaba pasando el complejo de Edipo le
enchufaba la goma al culo y lo inflaba hasta que cogía el volumen de un
luchador de sumo. Por eso la muerte del primo Andrés fue doblemente dolorosa, y
es que no sólo lo perdimos a él sino que además descubrimos que en nuestra
familia había un asesino. Y es que la vida no es perfecta y al chiquillo le
hacían tan poca cuenta que no se le ocurrió otra forma de llamar la atención
que matar a su padre. En fin, que de nuevo tuvimos una noche de duelo, una
noche que parecía de tormenta aunque estaba clara y despejada. Entre todos
acordamos que a lo del chiquillo lo mejor era no darle importancia, ya lo dijo
mi padre: El santo actúa de manera que el pueblo no tenga saber ni deseo y
que la casta de la inteligencia no se atreva a actuar. Así que guardamos
silencio, ahora eso sí, de vez en cuando le echábamos un ojo vaya que se
cargara a otro y entonces no íbamos a saber qué explicación darle porque sólo
conocíamos el complejo de Edipo y no podríamos justificarlo si cometía una
segunda fechoría. En fin, que enterramos al primo Andrés en el cementerio de
San Miguel, que era mú bonito y está en lo alto de una cima y un día de diluvio
salieron los muertos cuesta abajo como si estuvieran locos, tal vez fue el
primo quien desde el más allá les otorgó movimiento y había descubierto cómo se
resucitan los fiambres. Eso sí que le dio pena a mi prima Tomasita, porque
quieras que no ella estaba tan entretenía yendo todos los días a ponerle flores
a su marío y charlando con el sepulturero, pero cuando se lo llevó la corriente
y no sabía dónde estaban sus huesos se quedó desolada y medio muda, ella que
hablaba hasta con la almohada.
Fue a la Cuca a la que se le ocurrió, para distraer a su
Cuñá y a su Amiga Carmen, la idea de ir a tomar café a la Plaza Mayor o de las
Cuatro calles o Real o de Isabel II o de la Constitución o del 14 de Abril o de
José Antonio Primo de Rivera ¡que más le valieran a los alcaldes ponerle a las
calles nombres de personajes de ficción porque vaya trasiego que tienen las
pobres con eso de la política! Que fueron a dicha Plaza, hoy de la
Constitución, a un café mú elegante y ellas iban mú preparás, pero antes y pa
que la Tomasita se animara fueron a enseñarle un escaparate donde había dos
muñequillos del tamaño de una zanahoria: se trataba de una pareja de novios, él
con un chaqué negro, ella con un vestidillo lleno de encajes; pues bien, a él
se le veía corriendo como un desesperao y ella lo agarraba de la punta del
traje pa que no se escapara, no sé porqué les hacía tanta gracia, lo cierto es
que empezaron a reírse y a reírse hasta que la Cuca se meó a las patas abajo y
mi madre de verla se meó también y Tomasita al ver a las otras dos también se
meó, vaya, que la única que no se orinó encima fui yo, que sí me correspondía
porque era chica y no tenía luces, ¡pero ellas...!. Y además de tanta risa se
les saltaron las lágrimas. De esa guisa nos fuimos al Café Centralísimo donde
nos estaban esperando unas amigas de la Cuca que habían venido de la Zafra:
(Continuará)