Y
hasta llegué a cuestionarme la necesidad de la Omnisciencia en este mundo
literario y encerrada allí, piensa que te piensa, haciendo ejercicios de
asimilación de la cruda realidad, me entraron ganas de orinar. Fui entonces al
Retrete de las Princesas y me vino a la memoria el día en que las mujeres
charlaban de sus cosas y los pájaros no se estaban quietos, allá por el
Capítulo V, el día que Mari Polvo meó en un cubo de zinc y graznó un cuervo
negro como un tizón de corcho y le respondió un papamoscas gris de cabecilla
inquieta, y me la imaginé secándose las gotitas del líquido dorado y me
entraron ganas de reír.
Me
acordé después de la misma Mari Polvo cuando nos llevó a tomar café con sus
amigas las de la Zafra o cuando me regaló una hoja de papel aluminio para
guardar el chocolate con almendras. Y salí del Armario de las Ausencias y fui
al Retrete de las Princesas y, una vez que hube meado, la curiosidad y el
relajo de la vejiga me llevó a visitar el Aseo de las Tazas de Bronce donde mi
padre guardaba sus cuchillas de afeitar y su palanganilla chica de porcelana y
sus brochas y las barras de jabón ultrablanco y olí todos los objetos, y
recordé la sonrisa de mi padre y su cara de embustero enfrente del espejo
mientras se rasuraba pulcramente y me entraron ganas de darle un beso y cogerlo
de la mano y que me llevara a pasear por la calle Nueva o por la Plaza de las
Flores y que se pidiera un vino Tachín en la taberna y me diera a mí un poquito
de su copa como si fuera un personaje de Próspero Merimé haciéndose una fineza.
Entonces
comprendí que me estaba alarmando por nada y que el silencio es el aljibe
necesario donde florecen los nenúfares de la relatividad. ¡Qué razón tenía la
Esperatriz! Aquella noche dormiría dentro del Baúl Inspirado donde había tanto
hueco y me echaría el alma a la espalda y soñaría con fuegos de artificio,
podría ser feliz imaginando los colores llamativos de las celebraciones. Ya
sabía lo que era el silencio, por la mañana habría guardado el silencio
suficiente y estaría preparada para contarle a mi madre toda la verdad, nada
más que la verdad.
Como siempre, como todas las mañanas desde que practicaba
el culto de Yemayá, mi madre se levantó temprano y fue a medir la velocidad del
viento en la Veleta de la Ballena, apuntó en su cuaderno cruadiculado de notas
“Foranillo, chispa más o menos”. Después miró el termómetro y el barómetro y
puso en hora la clepsidra y repasó las distintas salas de la casa. Hizo café de
pucherillo y llamó a todo el mundo a desayunar.
Se
sentaron a la mesa mi padre con los ojos hinchados del sueño inquieto y Mari
Polvo con la cara llena de churretes cosméticos, y la tía Nati con su
resentimiento y todos guardaron silencio, pero un silencio que se podía cortar
con un cuchillo afilado. Yo me senté en mi taburete, y Billy y Marco también
callados tomaron sus tazones de leche. Crujían las tostadas de aceite traído de
Canillas de Aceituno y se escuchaban los sorbos de la Esperatriz que tal vez intentaba dejarnos sin
aire para ver si decíamos algo. Alboreaba sobre la ciudad y sonaban guitarras
como machetazos con cuerdas de tortura. Allí iba a pasar algo, pasó un ángel.
-Niños, es hora de ir al colegio -dijo mi madre.
-Yo también me voy que se me hace tarde -dijo mi padre y
se fue al Salón de las Ondas donde tenía instalado el observatorio.
-A mí me esperan las palomas -dijo la tía Nati.
-Toma, que te he guardao esta talega de pan para ellas
-le dijo mi madre a la tía Nati con mucha dulzura, con demasiada, tal vez; lo
mismo le había envenenao el migajón para que las palomas se murieran de una
puta vez y ella se viera obligada a mirar a las personas en vez de a los
animales, eso pensé-. Jimmy, no se te olvide recoger el bocadillo que te he
preparao -le dijo a mi padre y le dio un paquete envuelto en papel de estraza;
ahora sí que estaba segura que le había echao mata-ratas al salchichón de
cantimpalo, pero como era omnisciente no podía decir nada, absolutamente nada-.
Mari Polvo, aquí tienes la fiambrera con el pollo al ajillo y un trocito de
tortilla de berenjenas -bueno, bueno, bueno, es que se veía a la legua que les
estaba tendiendo una trampa a todos y con razón, ¿no se estaban riendo de
ella?, pues mira por dónde les iban a salir las risas, y es que se lo tenían
merecío-. Y tú, Irene -¡coño!, a mí también me iba a matar, me eché a temblar;
por eso, de nuevo, me llamaba por el nombre que me había puesto mi padre-: tú
te vendrás hoy conmigo, te voy a enseñar a robar.
Obra de Marisa Vadillo de la exposición "Home bumpy home" |
(Continuará)