Mi madre me dejó frente al Laberinto de Azúcar, por lo
visto lo tenía que atravesar yo sola y eso no me gustaba nada. Me temblaron las
piernas y los bracillos, hacía fresco aquella mañana absurda en que la mujer se
empecinaba en que yo debía andar ya sin las muletas de su querer. Agarré bien
mi cartera roja en la que había un chino dibujao dentro de un barco, y con la
cabeza agachada di el primer paso. Las cañadulces susurraban despacio mi nombre
y algunas veces la maleza arañaba mi piel. Esas hojas decían: sístole y
diástole, sístole y diástole. ¿Por qué?, ¿por qué la vida es tan dura? Cerré
los ojos y empecé a correr. Sin saber la dirección que era más propicia decidí
ir en línea recta, al fin y al cabo, ¿no dicen que es el camino más corto entre
dos puntos? La línea recta era entonces un camino imaginativo, un trazado
endeble que mi mente infantil albergaba como única esperanza para salir de
aquel trance. Las hileras de cañas parecían reírse de mí y de mi susto ingenuo.
Yo tenía respiración de bazagosis y las pupilas dilatadas de las excitadas,
corría sin aliento por aquel oleaje de frutos dulces. Sorprendentemente salí a
la puerta de una casa blanca donde se oía el canto de vocecillas indefensas y
olía a salchichón y a lápiz y a libretas de papel rayado. Cuando entré el
maestro estaba en el patio del colegio, le estaba pegando con un cañizo a un
niño en la espalda. Tenía la espalda desnuda, que yo la vi, y el chiquillo
estaba apoyado en una higuera. Cuando vi aquello salí corriendo de nuevo y me
fui pa mi casa en línea recta. Esta vez el Laberinto de Azúcar me pareció más
chico o tal vez empequeñeció con mis zancadas rebeldes.
-¿Ya estás aquí? -preguntó mi madre.
-Sí -contesté con decisión.
-¿Tan pronto? -no sé por qué la gente siempre se extraña
de lo rápido que resuelvo mis problemas.
-Sí. Yo no quiero ir más.
-¡Cómo que no! Tienes que aprender y hacerte una mujer de
provecho, tenemos que progresar, tú nos vas a ayudar a progresar.
-No, yo no quiero ir, allí le pegan a la gente que no es
tan alta como el maestro.
-No digas tontería. Nadie te va a pegar. Tienes que
aprender.
-Yo ya sé.
-¿Qué sabes tú?
-Yo ya sé escribir, me ha enseñao la Esperatriz.
-Pero de cuentas, ¿sabes algo de cuentas?
-Sí.
-Mentirosa. Eso sí que sabes, mentir, que eres una
mentirosa igual que tu padre. ¿Cuánto es uno y uno? No respondes, ¿eh?
-Es que se me ha olvidao, pero si lo sé.
-¡Por Dios, que hija más mentirosa! Venga, que te voy a
llevar yo. Y no muevas más las piernas como si te hubiera entrao el baile de
San Vito.
-Es que me estoy meando.
-Vaya, ¡qué casualidad! Ve a orinar que te espero -no sé
cómo aquella mañana las paredes del Retrete estaban llenas de cromos, cromos
con caras de luces y flores, menos mal, por lo menos allí estaba acompañada-.
¿Sales o no sales?
-No puedo salir.
-¿Por qué no puedes salir?
-Porque estoy esperando que orine mi ángel de la guarda.
-Venga ya. ¿A que tengo que entrar por ti? Venga, que no
tengo tó el día. Inesita, sal de una
puta vez. Abre, te tengo dicho que no eches el cerrojo.
-Se ha cerrao solo.
-Claro, es lo más normal. Venga, anda guapa, venga que he
hecho tortas de masa y tengo aquí una pa ti.
-¿Con miel o con azúcar?
-Con miel, como a ti te gusta.
-¿Con miel de caña o con miel de abeja?
-Con miel de caña -abrí la puerta y mi madre me dio una
galleta de las buenas.
-¿No decías que tenías tortas de masa? -le dije llorando.
-No te ha gustao la que te he dao, ¿quieres otra? No me
vayas a calentar la cabeza que no está el horno pa bollos.
-¿Qué pasa?
-Que tu padre se ha suicidao, se ha comío un elefante y
no puede digerirlo.
-¿Eso qué significa?
-Que estamos las dos solas y no tenemos quien nos saque
las castañas del fuego.
-Pero si papá está ahí, apoyao en la puerta echándose un
cigarro, que yo lo veo.
-Está en sus cosas, como siempre, en sus cosas. Conque
venga, pa la escuela, que no quiero que te pase lo mismo que a mí.
-¿Qué te ha pasao?
-Ná. Déjate de preguntas y coge la maleta.
De repente llegamos al colegio, había desaparecío el
Laberinto de Azúcar, con mi madre de la mano los caminos se volvían fáciles.
-Mire usté, que aquí traigo a mi niña pa que la
conviertan en lumbrera. No le vaya a poner la mano encima que está mú delicá.
-No se preocupe, aquí sólo se le zumba a los niños, a las
crías le lavamos la cabeza.
-¿Me está llamando usté guarra? Mi niña no trae ningún
piojo, que le paso todas las mañanas el peine-quitaliendres.
-Mujer, no se ofenda, pero nunca se sabe, como hay tanto
chiquillo revuelto.
Mi madre miró alrededor y vio ochenta mil bocas rientes, la
mayoría melladas.
-Inesita, cuando te sientes en el pupitre procura que
nadie te roce -pues sí que me lo ponía difícil, éramos diez elevado al infinito por banca- Bueno,
aquí se la dejo, gaste usté cuidaíto que es mi único tesoro.
-Ya le he dicho que no se preocupe. Ahora mismo le vamos
a hacer el test para medirle la inteligencia y si sale superdotada la
llevaremos al Pardo para que la inviten a una limonada.
-Esmérate, Inesita, a ver si triunfas pronto y nadie nos
mira por encima del hombro.
-Si usté quiere puede esperarla en la puerta, no tardaré
mucho en hacerle la prueba.
Y mi madre se salió y a mí me llevó el maestro a un
rincón, al lao de la escupidera donde echaba los esputos, y me dio un papel
donde había que contestar a todo “sí” o “no”. Yo, que ya sabía lo que eran los
matices creí oportuno dibujar una casilla intermedia y poner dentro “regular”.
El maestro cuando vio la modificación no se lo pensó dos veces y fue explícito
en su calificación: “anormal”. No quiero ni acordarme lo que armó mi madre
cuando le dio el resultado, me fue dando pellizcos y coscorrones hasta que
llegamos a la Metacasa, yo iba delante corriendo y ella detrás con la alpargata
en la mano. Me gritaba que la iba a sacar del mundo, que cómo me atrevía a
dejarla en ridículo yo que no era nadie, que no “fuera” nacío si no “fuera” sío
por ella. Y yo le dije que a mí me dejara en paz, que nunca me había preguntao
si estaba contenta por haber llegao a este mundo.
(Continuará)