Despertóme una avecilla que me cantaba al
albor. Había dormido durante toda la noche en el aseo tendida sobre la
solería helada, si por lo menos el suelo hubiera sido de madera tal vez podría
haberme abrazado a su calidez. Tenía las manos húmedas y los párpados cargados
de hinchazón y sueño, apenas podía ver nada. Me dolía mirar y me acurruqué
sobre mi propio cuerpo que derivaba sin límite hacia el fracaso y la
autoaniquilación. Pero ya digo, despertóme una avecilla, para más señas
golondrina de colores mates y afortunados. Me ofreció una de sus plumas y por
no ser mal educada me levanté y le di las gracias. Era hermosa y quise
acariciarla, entonces ella voló mientras dejaba la humildad de sus sonidos
sociables. Me miré al espejo: la imagen era monstruosa: mi mirada estaba
plagada de esquejes antiguos: tenía una careta barroca e insoportable: llevaba
maquillaje de actriz sin darme cuenta: tenía que tener cuidado si no quería
llegar a ser un pequeño Lorenzaccio. STOP.
Salí del baño, en mis manos portaba el ala frágil que me
proporcionaría la huida. Comprendí después de contemplar mi rostro cuajado en
aquel transparente negativo que si no quería convertirme en Madame Cliché tenía
que humanizar los tópicos que durante años me habían servido de sustento.
¿Serviría para algo? Sí, claro que sí. Siempre es útil vestir de dignidad a los
estereotipos, se hacen cercanos y abandonan su estirpe temible, capacitan para
el diálogo y sugieren festejos.
Necesitaba guardar silencio. Entré en la Casa del Reloj y
me puse a dibujar haches mudas, Doña Fuensanta y Don Teodoro guiaban mi mano
infantiloide, ellos eran generosos conmigo, no tenían nada que hacer excepto
dar la hora, pero esa tarea hacía años que no se producía. Ellos, realmente, eran
dos muñequiños de plata dormidos por la inoperancia de un cronómetro suizo.
Padecían la gran parada y por eso estaban eternamente quietos y a mi
disposición. Allí, acurrucada sobre los minutos muertos hacía muestras
calladas. Muestras y muestras y muestras y muestras hasta que un día llegó Mari
Polvo y preguntó por mí:
-¿Dónde está la niña?
-¿Qué niña? - preguntó Carmen repúblicana.
-No lo sé -respondió Jimmy Sailor con la ignorancia propia de un rey
-Yo la vi ayer haciendo garabatos en el patio -dijo la tía Lola, autonómica ella, cercada su mente por el dique de sus propias
limitaciones.
Mari Polvo que era decidida y nada perezosa fue en mi
búsqueda, la buena mujer aunque estaba desencuaderná de tanto trabajar se
agachó frente a mi casa de ficciones y me pidió permiso para entrar. Me extrañó
tanto aquel gesto que todavía conservo la sorpresa.
-Venga, que te voy a lavar la cara y te voy a invitar a
un chocolate calentito. Tienes los ojos irritados, ¿es que has llorao?
-No.
-Entonces ¿qué te pasa?
-Se me ha metido una mota.
-Ven que te vea. Te la voy a quitar. Aquí está -dijo la
Cuca enseñándome el borde limpio de su pañuelo, porque la Cuca era simplemente
una mujer que sabía satisfacer hasta a los enfermos imaginarios, dominaba a la
perfección el juego del trompe l´oeil-. Venga, vámonos pa la calle, todo se
arregla con un oportuno cambio de aire.
-¿Cojo la capita?
-No -me dijo tajante-. ¿No te das cuentas de que tienes
más capas que una cebolla? Ya está bien, ahora vamos a ir en línea recta.
-Así fue como empecé, pero no me dejaron.
-No te justifiques. Venga, que ha llegado la primavera.
¿Y esa pluma?
-Es de golondrina, si alguien me la quiere quitar noto
que ya no me ama.
-¡Vaya!, y yo que creía que hacías las cosas a tontas y a
locas. Bueno, dejemos la charla y vámonos pa la calle que es donde se ve si uno
sabe tener ademanes respetuosos. Hay gente que no sirve ni pa tomar cervezas.
-Y digo yo, ¿por qué no nos bebemos un vino en vez de
tanto chocolate, tanta agua y tanta tontería?
-Todo se andará, ciudadana –dijo Mari Polvo que conocía
las tapias con cristales y sabía cómo sobrepasar fronteras.
Entonces sonó una música finísima, era alegre y mesurada,
olía a civilización, tenía el regusto de las grandes conquistas humanas, la medida constitutiva de las leyes
aprobadas por acuerdo y la voz templada de los instrumentos que huyen de
las estridencias. Miré de soslayo a Mari Polvo, al fin y al cabo no la conocía
tanto y me daba vergüenza estar a su lado, en ese momento el silencio la
envolvía, comprendí que esa era una de sus cualidades: dejar acepciones en
blanco para que yo las rellenara. En la radio la locutora habló de Jendel y de
no sé que Zuit.
-Yo quiero conocer a ese hombre -le dije a Mari Polvo y
ella me dio la mano. Quise borrarme del mapa, sentía mucho frío, olía a sudor,
había pasado una noche detestable que me había parecido un siglo.
-Te voy a llevar a donde trabajo, es aquí cerca. No te
preocupes por tu aspecto.
(Continuará)