domingo, 15 de julio de 2012

Capítulo II : La Vuelta - 1ª Toma


            Ellos tenían su propia forma de contar las cosas: dijeron que el barco arribó a París una mañana de mayo en que la luz, más azul que nunca, envolvía la Torre Eiffel en un aura de misterio. Dijeron que el encargado de la aduana no me dejaba pasar porque no estaba registrada en ningún sitio ni mi nombre constaba en el pasaporte; regatearon con el guardia y tras muchas discusiones el hombre hizo la vista gorda. Para adquirir la ceguera tuvieron que dejarle una radio transoceánica que llevaban como obsequio y los ahorros que mi madre guardaba en el sostén.

            De la travesía contaban que se la pasaron vomitando. Bueno, solo mi abuela y mi madre, porque Sailor Jimmy estaba acostumbrado al oleaje. Él se hizo amigo de unos excursionistas que eran astrónomos y estaban dibujando un nuevo mapa de las estrellas, también había uno que era experto culinario y estaba escribiendo un libro de recetas en el que recogía típicos platos de los cinco continentes. Fue Stephan, el cocinero, quien hizo más amistad con mi padre y le dijo que si tenía una hija con esas cualidades debía mostrarle París y todos sus monumentos, que los terrenos de la república eran buen fermento para un genio y si Francia, por algo se caracterizaba, era por acoger en su seno a todos los visitantes que mostraran aptitudes para ser grandes de la historia.

            En la cubierta del barco, mecida por las corrientes y arropada por el sol, los científicos me inspeccionaron como si fuera un conejillo de indias; a simple vista no encontraron nada extraño, pero dicen que cuando mi padre me cogió en brazos y me enseñó el horizonte, yo me alborocé como un animalillo liberado y con mi dedo minúsculo señalé el astro que se escondía, entonces todos pudieron contemplar el famoso rayo verde. Esta fue la razón por la que los instruidos estudiosos dijeron que debía visitar París y que los niños en sus pupilas vírgenes recogen las primeras impresiones con más fuerza que nadie, que era necesario que mi retina diminuta se acostumbrara a lo sublime y qué mejor manera de domesticar el ojo que ver las maravillas recogidas por los franceses: el Museo del Louvre y todas sus antigüedades griegas y los cuadros de Leonardo Da Vinci, las vidrieras de la Sainte-Chapelle, el obelisco traído de Egipto, el Sacre-Coeur y el Partenón. Stephan nos ofreció su casa, pero a mi padre le vino a la memoria su antigua relación con Rafael y Nicasia y, después de agradecer el ofrecimiento, convino que era mejor que nos quedáramos con sus compatriotas, que al fin y al cabo éramos como parientes y comprenderían mejor las costumbres de sus invitados.

            -¿Y la Torre Eiffel?- dijo mi padre.
            -¿Qué pasa con la Torre Eiffel?- preguntó Stephan.
            -¿Usted cree que influirá a mi chiquilla?
            -Estoy seguro, ahora eso sí, tiene que subir usted hasta el último piso, eso los niños lo sienten y lo recuerdan durante toda su vida.
            -Yo creo que la niña va a ser arquitecta.
            -No sé qué decirle, a mí me ha parecido que apunta como descubridora. Poco importa la profesión que escoja, lo que interesa es que tenga vocación.

            No sé cómo mi padre daba siempre con la horma de su zapato, sería por esa buena voluntad que ponía en los acentos y que los demás interpretaban como una innata predisposición por agradar, lo cierto es que con todo el mundo que hablaba acababa llevándolo a sus terrenos y lo hacía partícipe de sus ambiciones y parecían sucumbir a su misma locura. La verdad es que cuando bajó del barco preguntó “¿Dónde están les maletes?” y añadió “Me voy a comprar una corbate en la capital de la moda”, de eso a convencerse de que ya hablaba francés solo había un paso. Mi madre no estaba muy contenta con esta nueva parada en el trayecto, ya conocía a su marido y sabía que como el buen hombre se empecinara en quedarse una temporada en el país de los gabachos ella no podría soportarlo; hacía siglos que tenía ganas de probar unas lentejas con tomates de verdad y su cebollita y su pimiento verde y su aceite de oliva, y aquella tierra le olía entera a mantequilla.

            Nicasia y Rafael, guardeses del Père Lachaise, se pusieron muy contentos cuando nos vieron llegar, ellos estaban muy ocupados allí, rodeados de muertos. Decían que vivían muy bien y mú requetetranquilos en un sitio donde los difuntos eran tan educaos; y es que en aquel cementerio reposaban múltiples personajes ilustres. Mi padre cuando oyó aquello no pudo disimular su arrebato y Rafael tuvo que coger una linterna para enseñarle las tumbas. Caminaron por el camposanto dando tropezones de entusiasmo, Jimmy Sailor estaba convencido de que hasta allí nos había conducido el destino y que no sería en vano. Se le salía el corazón cuando vio tanto nombre importante mientras Rafael, que actuaba de guía, le relataba la vida de cada fiambre. Quedó sorprendido ante el túmulo de la familia Hugo. Aquella misma noche, y sin atender a las razones de mi madre, me llevó a ver lo que él mismo, momentos antes, había visto, y me dejó tirada en el suelo jugando con los gatos.

            -¿Quién es el Hugo ese pa tener a su familia tan bien enterrá?
            -Un escritor -respondió Rafael.
            -¿Qué hace falta para ser escritor?- preguntó mi padre.
            -Nada, saber leer y escribir- dijo Rafael.
            -¿Entonces con un poco de papel y un lápiz es suficiente?
            -Sí, con eso sobra.
            -Sale más barato que una carrera de Arquitectura.
            -Mucho más.
            Mi padre se quedó cavilando mientras Rafael adecentaba los jarrones con flores.
            -¿Este Hugo viene a ser más o menos como Cervantes?
            -¿Quién?- preguntó Rafael, que solo se conocía las historias de los que había enterrados en su cementerio.
            -El del Qujote.
            -¡Ah, ese loco de los molinos!
            -El mismo.
            -Sí, una cosa así, chispa más o menos. He escuchao hablar de ese Cervantes, pero pa mí que era un chiflao de tres al cuarto porque aquí no está enterrao.
            -Él tendrá su tumba en un cementerio español, como Dios manda.
            -Yo qué sé, tal vez no, en nuestra tierra no respetamos ni los deseos de los muertos.
            -Tonterías.

            Nos fuimos taciturnos hacia la casa, yo con el ronroneo de los gatos en la cabeza, Rafael con sus reflexiones sobre literatura comparada y mi padre con el griterio sublevado de una olla de grillos mental que no le dejó dormir durante toda la noche. Bueno, no sé si era su imaginación la que le impedía pegar ojo o las morcillas que puso Nicasia para cenar. Nos metieron a todos en un mismo cuarto y mi abuela roncaba y daba resoplidos mientras que Jimmy Sailor no cesaba de fantasear con el TRIUNFO.


El sueño de Jimmy Sailor

                                   Raso escarlata,
                                   subalterno azabache,
                                   mientras duerme la gloria
                                   y el fracaso
                                   sobre el ropero del mentir.
                       
                                                                       (Continuará)