Como vi que les hizo gracia aquello de cagarme lo seguí
practicando cada vez que me daba la gana y ellos me enseñaban el mojoncito a
ver si me inspiraba y hacia otro monumenTo, cuando les veía expectantes, no me
paraba ni un momenTo, cogía la mierda y me ponía a amasar para satisfacerlos,
mi padre acogía con gracia cada nuevo invenTo aunque éste no tuviera forma y no
significara nada, ya se encargaba él de buscar el parecido y empezó a comprar
postales que colgaba en la cuna para que yo las viera y fuera aprendiendo.
Mi
abuela, que era la encargada de limpiar los pañales, estaba ya de la mierda que
se lo tocaba y decía que mi padre se estaba equivocando, que yo era una gorrina
y que se dejara de cuentos. Mi madre creía a su marido a pies juntillas y no
pretendía defraudarlo. Además, gracias a descubrir que yo era una superdotada
había desaparecido toda su pena por el fracaso con el parto y consideraba que
Paquito era un fraude comparado con todas las habilidades que yo demostraba.
Pero la Angustias insistía y decía que por lo menos me dieran harina mezclá con
agua para que moldeara, que aquello no podía ser sano, más si se tiene en
cuenta que estaban trabajando en el ramo de la restauración, que iban a
espantar a todos los clientes con la manía de forjar con el producto de mis defecaciones
monigotes en relieve y después exponerlos sobre las estanterías al lao de las
botellas de coñac.
Ellos
acabaron comprendiendo y me dieron la harina para jugar y me tenían atareada
durante todo el día. Cuando no, dormía abrazada a Derri que tan callado estaba
siempre, y con los brazos lacios como si no sirviera para nada; fue así como
acabó dándome lástima aquel muñeco, y ya en mi cerebro infantil empecé a
comprender que puesto que él no podía mover las manos sería verdad que yo era
un hacha de las habilidades y que en el exterior todos los niños tenían su
misma torpeza: la de no saber qué es el movimiento. Con Derri hacía lo que
quería, me abrazaba a su cuerpo rechoncho de espuma o le tiraba de los pelos
amarillos o le daba besos en la mejilla, pero sobre todo lo cuidaba, no quería
que él se sintiera tan desamparado como yo al principio de mi existencia; y en
aquellos meses aprendí, aparte de amasar, cómo hay que dar cariño hasta a los
desvalidos que tienen las manos como churros y no saben lo que es llevar sangre
en las venas.
Un domingo dijo mi padre
que me llevarían a la colonia de emigrantes para que conocieran a su hija. Se
arreglaron todos y a mí me hicieron una fuente en la cabeza con una gomilla
lila que me iba con el vestido color landas que me pusieron. Mi abuela se calzó
de nuevo al revés, se ve que en Granada solo llevaba babuchas y eso de los
zapatos ella no lo tenía dominao, porque toda la vida la he conocido con dolor
de pies y sin darse cuenta de cuál era la izquierda o la derecha. Mi madre se
puso flores en el pelo y mi padre una corbata, la única que tenía, una de
lunaritos blancos sobre un fondo anaranjado. Me presentaron a Curro-Cohete y a
Rosa, unos españoles que estaban en aquel alejado país de Asia, y a sus hijos
Kiko, Cinto y Lolo, además tenían un perro llamado Piro. Ellos venían de
Valencia y él era especialista en pólvora y fuegos artificiales, tenía éxito
montando mascletás para las fiestas y hasta lo sacaban a hombros después de
cada evento. Su casa era grande y oscura y tenían unos cuadros inmensos, eran
fotos de todos sus familiares que se habían hecho enviar para no olvidarlos,
eran imágenes lúgubres de gente vestida de domingo y con pose seria.
-¡Ay!, ¡Qué bonita la niña! Yo siempre quise tener una
princesita y no tanto macho. Aquí me siento tan sola rodeada de hombres...
-dijo Rosa. Mi madre respiró henchida de orgullo al sentirse envidiada.
-Ésta va a hacer algo en el mundo, algo tan GRANDE como
un petardo de los tuyos -le dijo mi padre a Curro-Cohete. Yo sonreí y me mostré
amable, supongo que me tranquilizó su deje al hablar castellano o tal vez la
ternura con que me abrazó la Rosa.
-¿Verdad que está bonita? -dijo mi abuela que me ganó
afición desde que dejé de jugar con las cagaleras.
-La tenemos que cristianar, todavía es morita.
-¿Cómo se va a llamar? -preguntó la Rosa.
-Irene -respondió mi padre con soberbia.
-¡Qué nombre tan precioso!
-Lo que es una lástima es que no la bauticemos en su
patria -dijo mi abuela.
Aquello sí que era un problema, mi padre se encabezonaba
en que siguiéramos en Singapur, que allí mi educación estaba asegurada, que en
España solo teníamos una mano atrás y otra alante y que nos tendríamos
que quitar el hambre a tortazos, pero que allí éramos gente con negocio propio,
que podríamos prosperar y que, al fin y al cabo, éramos diferentes y
especiales. Mi madre y mi abuela mostraron su desacuerdo, también la Rosa, que
si ella pudiera se volvía con los ojos cerraos a su Valencia natal. Empezaron a
discutir y a levantar las voces. Mi madre decía que si yo iba a ser una
promujer lo mejor era que me desarrollara en mi tierra, porque eso iría en
beneficio de mi propio pueblo y que al final me lo reconocerían. No sé si
Curro-Cohete y Rosa entendían muy bien la relevancia de mi persONA, supongo que
se reirían de esos importanciosos que se creían que tenían la joya de la corONA,
lo cierto es que con la discusión empezó a ponerse nervioso el perro y aunque
ladraba como un ladracerro, a mí me asustó y empecé a gañir muy desdichada, mi
madre fue a ponerme el chupete y yo hacía con la cabeza que no, que no quería,
y en aquel momento murmuré algo, una palabra incomprensible si no hubiera
estado a mi lado una intérprete tan certera y habilidosa como la Carmen.
-Mira, Joselito, la niña
ha dicho paña -dijo mi madre construyendo con mis sonidos una versión
interesada.
-¿Lo ves, mendrugo?, si hasta la cría se da cuenta de que
aquí no pintamos ná -aseguró mi abuela apoyando a su hija.
Mi padre quedó embobado como un papanatas fijo en mi
persona y mi gran magnitud de estrella del firmamento, se dio media vuelta y le
dijo a Curro-Cohete:
-¿No te he dicho que la niña es un monstruo?, fíjate cómo
ha sabío de lo que estábamos hablando.
-Ahora no te irás a pasar por los huevos su palabra -dijo
mi madre que veía la puerta abierta para cumplir su deseo y me dio un beso muy
fuerte que por poco me rompe el tímpano.
-Venga, el mes que viene volvemos a España -dijo mi padre
resolutorio mientras Rosa hacía pucheros y mi madre, por segunda vez en un día,
era envidiada como si dispusiera de un capital que nunca nadie podría conseguir.
Carmen la de las tetas negras me besuqueó toda, por el
cuello, por la cara, mientras me decía cosas dulces:
-¡Ay, mi niña, mi chanquetito, quien me va a salvar de
todas las penalidades! ¡Ay, mi princesita, mi chochito de plexiglás, mi
florecita de almíbar, mi Reina de la Morralla! (Fin del
Capítulo I) (Continará)