Me dio tanto coraje que
alguien tan débil como ella se atreviera a defender esa clase de risa, me entró
tanta furia al pensar que si me estaba quieta encima sería yo también una
víctima, que le pegué un empellón superlativo y cayó sobre el barreño y el agua
apagó el fuego incipiente y rápidamente cogí un pedazo de madera y con la tizne
empecé a ensuciarle la cara.
Ella gritó como una descosida y se armó tal follín
que los niños al vernos manchadas como guarras quisieron ellos también
disfrutar como cerdos, y mojaron sus dedos en las negruras de las brasas
apagadas para dibujarse sobre las mejillas extraños símbolos de venganza.
Currito Tirachina empezó a encender mixtos como un loco y finalmente le metió
un par en la bragueta al inerme Derri que empezó a arder por su sexo como si
fuera un pequeño condenado de la Santa Inquisición o un Judas de los de la fiesta de San Juan. Yo no pude hacer nada, por
un momento me iluminó su cuerpo de paja y el dolor de la pérdida del primer
amor, paralizada ante las llamas y las carcajadas de todos, incluso Marco el
prudente se reía por alternar.
Decidí hacerme fuerte sin decidirlo siquiera
porque me guiaba un instinto, di otro empellón a Sole que cayó bocabajo sobre
los adoquines y se le quitaron las ganas de cuchufletas y cogí una piedra que
lancé directamente al ojo de Currito-Tirachina para que viera las estrellas y a
mi primo Billy le escupí en la cara y a mi primo Marco le saqué la lengua y
así, así excitados y con la respiración angustiada y con las caras tiznadas y
el miedo del resquemor metido dentro del cuerpo, quisimos llegar más y más
lejos en nuestra pequeña aventura por el sendero de la insensibilidad y Currito
Tirachina, que era ceñudo y porfiador y hasta un poco masoca, dijo que si
queríamos temblar a gusto lo mejor era que aprovecháramos las tinieblas de la
noche y jugáramos al escondite.
La verdad es que la oscuridad nos estaba
abrazando como un asfalto de aire. Había que aprovechar el negro que dominaba
cada habitación de la Metacasa y ocultarnos como ladrones. Fue a Sole a la que
le tocó hacer de madre, con lo que tendría que buscarnos por todas las
estancias, yo como era chica, y mi violencia había sido sobrehumana sólo para
mí misma, jugaría de cascarilla.
Entramos a la Metacasa que estaba toda como el betún.
Bueno toda, toda, no, que la Sala de las Peleas estaba iluminada y La Cocina de
las Mariposas también. Entramos, digo, y para mí fue como si por primera vez la
hubiera pisado porque por arte de magia quedó descubierta en su conjunto pleno.
Me paré en medio del Zaguán de los Fracasados de donde colgaban fotos de guerreros
con las piernas cruzadas como chulos, uno de ellos con gesto severo y triste,
como si hubiera estado perdido toda su vida, perdido para los demás, tenía el
labio colgando y los ojos llenos de mentiras piadosas.
Había más y más
retratos, un legionario con sonrisa camelosa, una mujer con los zapatos de
punta de golondrina y la blancura de un botón de nácar derretido, un hombre
bigotudo que parecía un tenor italiano, una vieja con roete, mandil y pañuelo
que abrazaba a dos niños cabezones, una novia rodeada de rosas blancas y una
sonrisa falsa. Creí haber analizado
todos los cuadros y volví de nuevo a la entrada, sin saberlo mantenía la
estrategia de las manecillas del reloj. Cuál fue mi sorpresa cuando ná más entrar
a la izquierda, justo al lado de la puerta de la Habitación de la Esperatriz
hallé un cuadro nuevo, era una foto mú bonita, con colorines... El buen hombre
llevaba un sombrero, un traje lleno de remiendos que no se notaban, a no ser
que fueras costurera, y en el ojal, radiante y pura, llevaba una flor blanca.
Me quedé un rato mirándola y quise saber quién era aquel protagonista de la
esquina, lo miré a los ojos como si sus ojos tuvieran vida y se parecieran a
los míos, fue hermosa esa mirada y conservo grabada en mi corazón su vuelo
informe y el silencio de un reconocimiento compartido.
-Tonta, escóndete que te van a pillar -dijo mi primo
Marco-. Métete en el Baúl Inspirado de la tía Lola.
¿De qué me estaba hablando mi primo? Entré sigilosa en la
Habitación de la Esperatriz levemente iluminada por el reflejo dual que entraba sigiloso por la ventana Norte y por la ventana Este. Había una cama de cuerpo y medio
revestida de una colcha escarlata en la que destacaban estampados racimos de
uvas de un rojizo más fuerte. Un fuerte viento de levante traqueteó los
postigos de cristales limpísimos, el cielo estaba encapotado y al lado derecho
de la cama, sobre la mesita de noche de madera de naranjo, había una botella
llena hasta la mitad de multitud de gotas transparentes, el gañote sufría la
oclusión de un vaso bocabajo adornado con relieves precisos, esta fue la primera penetración que
vi en mi vida, por lo menos, la primera conscientemente impresa en el registro
de las imágenes concluyentes.
Sobre la cama había un cuadro apaisado, una mujer
desnuda y envuelta en collares blancos reía las ocurrencias de media docena de
amorcillos que le ofrecían más y más perlas marinas. A lo lejos se veía un
castillo de escarcha rodeado de un foso de secretos y miles de niños
jugueteando alrededor de su arquitectura fantástica. Tal vez se trataba de una
foto de la Esperatriz cuando era joven y de su pelo rojizo como el de las
actrices americanas que salen en las películas coloreadas. En el lado de la
izquierda había un ropero con unas letras grabadas sobre las vetas de la misma
madera: El Armario de las Ausencias.
Un rayo de la luna vino a decirme dónde
estaba el Baúl Inspirado: justo en el rincón entre las dos ventanas. Era un
mamotreto azul de tapadera curvada como los que
descubren los piratas en las islas que esconden botines preciosos. ¿Sería
capaz de abrirlo? Lo mismo la pereza, debida al hambre que me empezaba a entrar
o el miedo infantil, porque el miedo siempre es infantil, me dejaba a las
puertas del descubrimiento. Respiré hondo muy hondo, incluso bostecé, ¿me
estaba entrando sueño o se trataba de una nueva estratagema que mi cobardía
trenzaba para no superarme a mí misma?
La Esperatriz, mi hada madrina, la que está y no está, pareció leer mi pensamiento y se conjugaron
sus órdenes para que, de pronto, apareciera ante mis ojos un espléndido
hojaldre relleno de frutos mediterráneos acompañado de un dulzón licor de
avellanas desprovisto de alcohol, pero lleno de las locuras que procuran las
libaciones en vasos pequeños. Una vez satisfecha el miedo fue decreciendo y es
que mientras comía, tiernamente, mis ojos se acostumbraron a la penumbra y pude
vislumbrar todas las sutilezas de la habitación de las dos ventanas: un pequeño
espejo para contemplar las penas que no son deudoras del hambre y la necesidad,
una polvera para maquillar los dolores de los amores inconclusos, descabellados
finalmente por el paso de los días inútiles, un cepillo para peinar la
descompostura de las tristezas y una barra de labios que nos recuerda las
huellas de los besos sabrosos para cuando una ya no puede más y es necesario
representarse hasta la saciedad las caricias que fueron o que serán, todo sobre
un comodín veteado de verde.
Yo supe para qué servía cada objeto porque eran de
tacto parlante y decían su utilidad en cuanto los cogía. Distraída por su
empleo vínome, al oído la invitación musical del Baúl Inspirado que, harto de
que no le prestara atención, empezó a sonar como una gramola. Y es que hasta
los más terribles monstruos tienden a disfrazar su austeridad terrorífica
cuando nadie les hace caso. Pero, y vayamos un poco más lejos, ¿era el Baúl un monstruo?
Ya no podía esperar más, si no se iba a rebosar todo el misterio y entonces sí
que no hay vuelta atrás. Abrí el Baúl con desparpajo igual que el que se lanza
al mar de cabeza y una ráfaga de ensueño me agarró por la cintura y me metió
dentro.
Me quedé quieta boca-arriba con las manos sobre el pecho, cerré los
ojos y me imaginé flotando sobre un río a mi medida, sin saberlo era una
pequeña Ofelia con guirnalda de ilusiones abstractas; mi edad no daba para más.
Aquello era muy aburrido, nadie venía a buscarme, tendría que salir por mí
misma y saldría lo mismo que había entrado: sin ninguna noticia extravagante.
Así que con naturalidad abrí la tapa y me puse en pie sigilosamente. Fuera del
Baúl, que era simple y sin labrados arabescos y sin rebuscadas filigranas,
consideré cuál era el provecho de entrar allí y pasarse las horas muertas
mirando al aire.
En fin, fui al Armario de las Ausencias, tal vez mostrara
mayor divertimento: abrí la puerta de en medio y me senté en uno de los
cajones. Cerré por dentro y esperé a ver qué pasaba. Escuché el llanto de un
niño mucho más pequeño que yo.
(Continuará)