Ya
les he comentado que yo quería ser patinadora artística sobre hielo, lo dije en
un discursillo. Pero nada, que no nevaba y tuve que cambiar de profesión. Así
que comencé a escribir para agradar, para hacer feliz a los que me rodeaban,
para entretener, para jugar, para conocerme a mí misma. Comencé a escribir por
el placer físico de tener un lápiz o una pluma entre los dedos, por el placer
de mentir.
La ficción es mentira, la realidad
no. Ficción es la novela, el teatro, la poesía. Realidad es el artículo
periodístico, la crónica, etc. Estamos en una época tan confusa que hay que
dejar las cosas claras desde el principio.
Mentir es bueno. Nunca me ha gustado
la sinceridad excesiva, el comentario desabrido y alejado de la más mínima
norma de educación. Nunca me han gustado esas gentes que llevan la verdad por
bandera y son capaces de cometer las mayores tropelías en su nombre.
Nuestra sociedad padece una
enfermedad galopante: el exceso de palabras, el hablar por hablar, el mentir
fuera de las coordenadas de la ficción. Detesto a esos dogmáticos que no
aprecian ni las bondades del silencio ni los beneficios del equilibrio.
Se lleva gritar, la música altísima,
la ambición desmedida, ya sea para ser pobre o para ser rico. La exageración,
en suma.
Yo quisiera escribir con la maestría
de una bailarina ejercitada en la mesura que sabe agradecer al respetable
público el reconocimiento. Y quisiera que el respetable comprendiese que quien
escribe es sólo una mujer que soñó un día ser como María de Francia, y por eso,
siguiendo sus estelas opté por el seudónimo de Salvadora Drôme.
Dice Marguerite Yourcenar que un
seudónimo “aleja primero de la tradición familiar, suponiendo que haya una, o
en todo caso de las trabas familiares; se es libre”. Pero yo de la Yourcenar me
fío sólo a medias. Me hubiera gustado que hubiera sido más lesbiana de lo que
era, por lo menos literariamente hablando. Echo de menos un gran personaje
femenino a la altura de Adriano, por ejemplo.
Siempre me gustó mi nombre, me ha
abierto muchas puertas: es fácil de recordar. Me llamo Salvadora por mi abuela
paterna. Ella era una mujer buena que murió joven y que le prometió a su nuera
(mi madre) que un día volvería del reino de los muertos para contarle cómo era
el cielo, si es que hay cielo. Como se puede apreciar se manejaba con ciertas
dosis de escepticismo y eso es sano, demuestra inteligencia, madurez y sentido
del humor.
Me apellido Drôme porque ese es el
lugar donde se inició mi vida, un lugar alejado de donde realmente debería
haber nacido, el lugar de la casualidad. Y quise, cuando me lancé a la vida
literaria, que viajara conmigo la conciencia de que, vaya a donde vaya, seré
siempre una extranjera. Y eso, me lo reconocerán ustedes se lleva mucho, es el
gran tema de nuestro tiempo: el exilio.
Consejillos:
Leer el poema “La extranjera” de
Gabriela Mistral.
Leer el capítulo “El sol de los
desterrados: literatura y exilio” perteneciente al libro Múltiples moradas de Claudio Guillén.