De todos nosotros mi padre era el
que estaba mejor educado emocionalmente: sabía llorar. Lloraba casi a
escondidas porque era un hombre y a él lo educaron para ser fuerte, como
entonces se entendía la fuerza, rayana con la insensibilidad. Afortunadamente
no le hizo mucho efecto esa manera cruel de ejercitar la vida y lloraba cada
vez que su corazón se sentía tocado.
Lloró cuando vio a mi hermano
interpretar el monólogo de Segismundo, el de La vida es sueño, en un teatrillo que se hizo en el instituto,
lloraba con las películas y lloraba también cuando descubría que teníamos un
lunar en el mismo sitio que él, como si ese signo fuese la evidencia sagrada de
su paso a la eternidad y la marca que su hija y su hijo llevaban para el
recuerdo. Sin saberlo era un genetista poético.
Mi padre creía en el amor, cuando
cocinaba, que lo hacía a menudo, se ponía a cantar por Antonio Molina y cuando
ya le había echado todos los ingredientes al guiso hacía una pausa, nos sonreía
y de un bote invisible cogía unos polvos mágicos también invisibles y los
esparcía sobre el perol. “Es amor –decía-, en la vida hay que echarle a todo
amor.”
Por eso le echo yo a todos mis
escritos amor. No he encontrado a ningún teórico literario que diga eso en
ningún ensayo, pero creo que es un elemento fundamental de la creación
literaria. Cuando mi padre se refería al amor no hablaba del gran amor
romántico sino del cuidado y del mimo con que se debe elaborar desde el más pequeño
objeto de artesanía hasta el más grande proyecto como es construir una casa
para que una familia viva feliz.
Mi padre era un sentimental, un
hombre que tenía la valentía de llorar y de echarle amor a todas sus tareas. Le
gustaba viajar, escuchar la radio, ser imprevisible y leer. Nosotros no
distinguíamos las buenas de las malas ediciones, pero fue él quien vino un día
con un libro de Angela Figuera Aymerich y me lo regaló. Se lo compró a un
hombre que tenía un tenderete en la Alameda en Málaga capital, el libro se
llamaba Antología total, y era 30 de agosto de 1978, hacía calor.
De ese libro me gustaba sobre todo
el poema que cuenta la historia de un campesino que se lo llevaron a la guerra
y cuando volvió le faltaba el silencio puro, sus oídos ya sólo estaban
acostumbrados a estar alerta, el poema se llamaba Regreso. Para nosotros era muy importante el silencio, por eso me
impresionaron tanto las palabras de la escritora bilbaína. Y también me
gustaban los versos: “No quiero que haya frío en las casas,/ que haya miedo en
las calles,/ que haya rabia en los ojos.” Pertenecientes al poema No quiero.
Mi padre estaba muy orgulloso de que
yo fuera escritora y quería que escribiera una obra como la historia de Kunta
Kinte, Raíces, y que en cierta manera
hiciera justicia a través de mi literatura. Mi padre era un inocente que creía
en el amor y que me enseñó a echarle amor a todos mis escritos.
Consejillo: Si
te encuentras fuerte y con ganas léete Teoría
de los sentimientos de Castilla del Pino. Se diferencia de los otros libros
sobre sentimientos y emociones en que no da una simple enumeración de ellos
sino que propone una fórmula, una reflexión de alto nivel.
Consejillo:
Como es primavera y ya empieza el buen tiempo lo mismo no te apetece encerrarte
con un tocho teórico entre tus manos mientras escucha el ruido y las risas en
la calle. Entonces date un paseo en bicicleta y cada vez que sientas celos haz
como si no lo sintieras, y cada vez que sientas envidia haz como si no la sintieras.
En la vida todo es práctica, como montar en bici, así que cultiva los buenos
sentimientos y olvídate de los malos, no te sirven para nada y además
paralizan. Ya sabes, pedalea buenas emociones hasta que esas emociones se
enreden y formen parte de ti.