domingo, 6 de mayo de 2012

Capítulo I: Emigrantes-2ª Toma



           Sí, aquella fue una jornada memorable porque mi padre no dejó de narrarla durante años. Por la noche Sailor Jimmy se fue al barrio chino y le compró a su esposa un disco de Raquel Meller donde cantaba La Violetera y al día siguiente corrió al templo de las mil luces en Race Course Road y rezó frente al buda de quince metros iluminado por bombillas multicolores.

Mi madre lloró al escuchar la voz aguda de Raquel que le traía recuerdos de su lejana España, ella hubiera preferido una placa de Juanito Valderrama; pero bueno, la voz pitosa de la Meller que parecía salir del hervor constante de una olla de coles le sirvió para la catarsis. Mi madre le escribió a su familia diciéndole que estaba en un país donde la gente no tiraba los chicles al suelo ni le echaba azafrán al arroz, también les contó el cuento de la lechera; eso sí, para ello emuló la voz de la cupletista: dijo que estaba muy contenta con su suerte, que no se cambiaría por una duquesa o la mismísima princesa de la cristiandad, que su flamante marido iba a instalar un negocio que les aportaría múltiples dividendos y que después formaría una red de establecimientos repartidos por toda Malasia.

La familia de Granada no se inmutó por la comunicación porque ellos no sabían dónde estaba Malasia, lo que querían era una foto de su hija vestida de novia, pero mi padre estaba muy atareado para hacerse fotos, acababa de abrir su pub irlandés donde servía cerveza negra mientras mi madre, cada día más patriota, ponía música de Estrellita Castro o Juanita Reina. ¡Cuánto se sufre en el exilio! “Carmen, me vas a echar por alto el negocio”, decía mi padre. Pero mi madre no atendía a ningún marketing comercial, ella simplemente echaba de menos su tierra y empezó a hacerse los vestidos con volantes y a ponerse flores en el coco como si fuera una postal antigua, también empezó a fumar en una cachimba fina y blanca, de espuma de mar, mientras escuchaba Suspiros de España con auténtica morriña.

Menos mal que por lo menos les daba gusto el joder y encontraron el tranquillo de tal manera que estaban todo el tiempo enganchados como perros. Mi madre hasta se desmayaba y meneaba el vientre y aprendió a dar masajes vaginales como si fuera oriental. En su cuerpo se estaba dando una extraña metamorfosis recogiendo lo más llamativo de cada folklore, parecía una diosa inaudita llena de collares y guirnaldas, con una sabiduría, dada por la desesperación y la nostalgia, digna de cualquier sacerdote taoísta aunque ella, con menos paciencia y con su cara de mora y de hambre de jazmines, no podía negar que había nacío en Andalucía.

El colmo llegó con la Navidad. Mi madre se empeñó en adornar el pub con un belén de arcilla y de fondo Los campanilleros de la Niña de la Puebla. Además hizo borrachuelos mientras recordaba a toda su ralea y se quejaba porque no encontraba vino dulce ni anís de La Asturiana para echárselo a la masa. Sailor Jimmy no sabía qué hacer, él decía que Singapur era la hostia, que allí se ataban los perros con longanizas, que no se podía vivir mejor. Mi madre le respondía que de eso nada, que hablaba así porque él nunca había tenío suelo; como estaba acostumbrado a flotar era un hombre sin raíces, pero que ella se moría de pena y humedad y aquello tenía que cambiar. Sailor Jimmy estaba ciego, sólo tenía ojos para su negocio y su prosperidad, para crear su futuro y su progreso. ¡Ay, el progreso! Cuántos dolores de cabeza nos iba a dar esa palabra. Primero venía el Progreso y después el Triunfo, por ese orden.


primero venía el Progreso y después el Triunfo primero venía el Progreso y después el Triunfo primero venía el Progreso y después el Triunfo. ¡Qué locura de cantinela entre copas de vencedores!





Y cuando mi padre decía Triunfo se le llenaba la boca de esperanza y le acariciaba a mi madre su barriga redonda donde yo ya era un bulto. Fue por aquella época cuando mi madre descubrió que su marido había perdido el acento inglés y le preguntó que qué le estaba pasando. Jimmy se hizo el tonto y le brillaron sus ojos de farsante mientras derramaba unos lagrimones antiguos.

            -¿Qué te pasa? Dime -dijo Carmen.
            -Ná, ¿qué me va a pasar? -respondió Jimmy.

            Pero mi madre cuando dijo “Ná” empezó a sospechar, fue a Temple street y le compró una manta alpujarreña y un trabuco y le dijo que se dejara de pub irlandés, que ella quería una taberna. Él se ciñó la manta apesadumbrado y con la emoción en los ojos. De esa guisa se fueron a un fotógrafo, mi madre se compró un vestido blanco y tras un decorado de un palacio escalonado como una pirámide se hicieron la foto de novios que enviaron a sus respectivas familias.

            -¿Y tú dónde la vas a mandar? -preguntó mi madre.
            -¿A dónde, a dónde? A mi casa.
            -¿Pero dónde tienes tú las raíces?

            Mi padre se puso colorao, colorao mientras con faltas de ortografía escribía en el remite: Pa Ramiro Sanchez. El Perche. Malaga. Así se enteró mi madre de que se había casao con un indígena de su propio país y que los dos eran un par de pobres almas perdidas en Singapur.

            La Carmen descubrió que su marido se llamaba Joselito Sánchez y que toda la vida de Dios había sido jabegote, de ahí su afición a la mar, que aprendió a cocinar en un chiringuito de El Palo, donde hacía ajoblanco con uvas moscatel y asaba espetos de sardinas en la arena de la playa con los pantalones arremangaos, como el que va a montar en bicicleta, y en la camisa llevaba un nudillo a la altura del ombligo igual que un palmero de un cuadro flamenco. Mi madre le dijo que había abusao de ella, que era un trolero y él no se defendió. Poco a poco descubrimos todos que lo suyo con los acentos era inconsciente y se le pegaba la forma de hablar de los otros por el inmenso amor que profesaba a cualquiera. Bueno, arreglaron como pudieron aquella confusión, pero la Carmen se empeñó, ahora con más razón que nunca, en que el pub se debía transformar totalmente en una taberna castiza y que debían expender vino y poner tapas de buñuelos con bacalao, con ajo y perejil y tortilla de papa; lo de la música también quedó claro: que sonaran las obras completas de Antonio Molina como tortura doméstica hasta que Sailor Jimmy recuperara el entero aprecio por su tierra despreciada de una manera tan humillante.


Esto si son sardinas



            A la taberna la bautizaron con el nombre de El Cenachero y mi padre iba y venía entre las músicas impuestas pregonando pescaíto frito o voceando cada vez que alguien le daba bote, que lo echaba en un sujetador de esparto que pusieron en una esquina de la barra.

Progresaron mucho en poco tiempo porque los malayos descubrieron otra forma de comer alejada del curry, el pollo tandoori o el pomfret con salsa negra. Por las mañanas hacían churros con chocolate y aquello sí que se convirtió en una delicia admirada por el público. Así se pasaban los días mientras mi madre iba engordando cada vez más y se puso como un bombo hasta que quedó impedida y ya no podía estar detrás del mostrador.

Joselito Sánchez dijo que su mujer albergaba en su vientre a un macho, a un digno heredero y que ese heredero sería famoso y grande, tan grande como Cristóbal Colón. Mi padre, que tenía la facultad de imaginar los nombres y apellidos de la gente célebre antes, incluso, de que estos hubieran nacido, se equivocaba en esta ocasión. Es cierto, mi padre llevaba en su cabeza una guía telefónica de personajes deslumbrantes que cambiarían el mundo y esta lista la conjugaba con otra de personajes ya consagrados como el Papa Juan XXIII o el mismísimo De Gaulle. Él sabía, sin que nadie se lo dijera, que un día un tal Julio Iglesias se haría una casa en Miami y sería tan espectacularmente conocido como Frank Sinatra. También sabía que a España llegaría un tal Felipe González, hijo de un lechero, que daría un pelotazo en el reino como nadie jamás había conocido; porque mi padre sabía que, tarde o temprano, su país sería un reino y entraríamos en la OTAN. Esa facultad suya para el famoseo le venía en sueños y, de pronto, se despertaba con los ojos nublados de sabiduría y nos confesaba:
           
-He soñado con Bill Gates.
            -¿Quién es ese? -preguntaba mi madre.
            -Un tío que va a inventar unas pantallas donde cabe tó y se hará más rico que la propia Iglesia.
            Mi madre le constestaba:
            -¿Unas pantallas para qué?
            -Yo no lo sé, pero ese tío se va a forrar seguro -respondía mi padre. (Continuará)