sábado, 26 de mayo de 2012

Capítulo I : Emigrantes - 5ª Toma


            Mi padre corrió eufórico por las calles de Singapur sospechando que en su casa tenía, sin él haberse dado cuenta, a una arquitecta. Volvió sudando y con los tomos en una carretilla, se sentó en la mesa de la salita y se puso a hojear las páginas.

                -¿Qué haces? -preguntó mi madre.
            -Buscarle un nombre digno -contestó mi padre mientras no paraba de mojarse el índice con la lengua. Así estuvo un buen rato, dándome altisonantes apodos y mirando la cara que yo ponía hasta que ¡eureka!, lo encontró-: Se llamará Irene como la emperatriz de Oriente que se deshizo de su hijo y restableció el culto a las imágenes.
            -¿Irene?, ¡qué nombre tan raro!, no lo lleva ninguno de nuestros parientes.
            -Se llamará Irene Federica de Singapur.
            -¿Federica?
            -Sí, Federica. Todas las reinas se llaman Federica.
            -¡Ah! Yo no sabía eso. A mí me gustaba Inés como la corderilla que teníamos en mi casa.
            -Bueno, te voy a dar el gusto: Irene Federica María Inés de Singapur y Grecia. Ese es el nombre que se merece, ¿no te has dado cuenta cómo se ha fijado en la postal y ha edificado la iglesia cabalmente? Esta va a ser pintora o algo así, es ella la que llevará la capa escarlata, ¡cómo he sido tan tonto y no me he dado cuenta antes!, seguro que le dan algún premio o le ponen alguna cruz real de esas que le dan a los dignatarios.
            -¡Ay, Joselito, yo no te entiendo! -dijo mi madre.
            -Si está muy claro, no es un prohombre sino una promujer lo que llevabas en la barriga.
            -¿Y eso es malo o bueno?
         -Eso quiere decir que ésta es la que nos llevará al TRIUNFO, ésta es más fuerte, fíjate cómo se deshizo de su hermano y luchó como una bestia. Venga, vamos a lavarla y a ponerle ropa nueva.

            Fue así como conocí el agua y por primera vez en la vida me dieron un baño calentito, yo estaba tan contenta, hacía tantos morritos que mis padres dijeron que era muy simpática y mi abuela que tenía don de gentes, todo fueron halagos y complacencias y hasta mi madre se sacó una teta para ver si tenía leche. Líquido no había, pero yo quedé satisfecha con su calor humano y poco me importó el color negro de sus senos y hasta olvidé su antigua displicencia. Después mi abuela me cantó una nana y mi padre no paraba de hacerme carantoñas. Aquella noche fui por primera vez feliz aunque todo se lo debía a la mierda, aquella noche no dormí en el cuarto de los trastos, que me llevaron con ellos a su cama de matrimonio donde yo para hacerme aún más deseada me cagué ante sus ojos y después amasé una flor que ofrecí a mi madre mientras mi padre decía: “¿No ves, no ves como la criatura tiene culto a las imágenes?”

            A la mañana siguiente me vistieron con un traje de lacitos y me pusieron frente a un espejo mientras me peinaban mis cuatro pelos, me sorprendió tener unos ojos tan redondos y me asusté al verme reflejada, dicen que me eché a llorar como una tonta. Mi madre me cogió y me llevó al pub a enseñarme a los clientes. El mundo estaba poblado por miles y miles de hombres y mujeres que caminaban deprisa por las aceras. Me agarré fuerte al cuello de mi madre, todavía no tenía mucha confianza en ella y no sabía si le iba a dar la ventolera de tirarme desde allí arriba. Cuando llegamos, mi padre tocó la campanilla del bote y empezó a lanzar gritos de bienvenida, me mostró a todos los parroquianos y con orgullo decía que yo sería alguien grande, que mi nombre como el de Isabel la Católica o el de Madame de Pompadour viajaría por todos los continentes con sobresaliente osadía.

Cuando me vi rodeada de gente que hacía el payaso para llamar mi atención me entró tal congoja que, de nuevo, eché a llorar. Me asfixiaba todo aquel tumulto que me adulaba como si fueran fans de no sé qué cantante, no estaba acostumbrada. Sailor Jimmy dijo que me habían afectado tantos ojos rajados observándome, que yo estaba acostumbrada a ellos tres y que ahora enfrentarme a la muchedumbre me daba pavor, aunque poco a poco tenía que ir superando esa timidez porque me debía preparar para la disponibilidad que exige la masa; la celebridad que iba a conquistar me lo imponía.

Me pusieron en una cunita de bambú al lado de la caja y me compraron un muñeco con los pelos amarillos y un peto de cuadros, al muñeco le llamaban Derri y era tan grande como yo. Derri sí me gustaba porque era muy discreto, además nunca ponía impedimento a mis deseos. Con Derri me sentí no sólo acompañada sino además defendida, también me compraron una sonaja y, por fin, un chupete.

Allí me pasaba el día, en aquel pequeño reino con música de Antonio Molina y el ajetreo de platos al fondo, hasta que mi padre, henchido de orgullo, me mostraba a algún amigo o conocido o simplemente a algún curioso que se sentía atraído por los niños. Yo, cuando notaba al espía, empezaba a llorar al ver interrumpido mi idilio con Derri y sentir ultrajado el reducido locus amoenus que habíamos sido capaces de forjar. Entonces mi padre empezaba a buscar excusas y decía que todavía yo era muy chica y no sabía todo lo que me esperaba, las exigencias del público, los impuestos de la fama, el tembleque de sentirme superior a todos y tener que hablar por encima de ellos mientras me admiraban, que eso vendría con el tiempo y que él se preocuparía de irme acostumbrando a toda esa gimnasia que tan bien dominan las celebridades.

 Sailor Jimmy me tapaba con mi mantita rosa y me dejaba estar allí con mi muñeco Derri mientras me echaba una mirada edulcorada de verdadero amor y esperanza, sobre todo eso, esperanza por todos los bienes que les aportaría a él y a su familia. Narraba a los clientes, con su último acento adquirido, la noche de mi nacimiento y cómo yo siendo tan pequeña ya había demostrado suficiente fortaleza como para desprenderme de un hermano que podía hacerme sombra, decía que yo sería inconmensurable, que mi quehacer en la historia me otorgaría un papel relevante y que después sería premiada por mis actos acertados, que no estaba seguro, pero que lo mismo sería arquitecta y que construiría catedrales, que seguramente me llamaría el Papa para encargarme una iglesia que triplicara a San Pedro, que por ahí, por ahí iban los tiros, que no lo sabía con certeza, pero que yo sería grande, inmensa como una princesa con túnica de mando o como la gobernadora de los egipcios, Cleopatra. (Continuará)






domingo, 20 de mayo de 2012

Capítulo I : Emigrantes - 4ª Toma


En el quirófano todos los empleados alrededor de mi madre contemplaban a un hidrocéfalo tan grande como el que describe el estrambótico Valle-Inclán en su Divinas Palabras. Era un monstruo y espantó a todos, el médico le dio un cachete y lanzó un grito desgarrado que interrumpió las cavilaciones morbosas de mi abuela. El hospital quedó callado, parecía un sepulcro grande atravesado por una ola de terror. Después se hizo el silencio, un silencio de funeral. El médico le dio otro cachete, pero esta vez el niño no dijo nada, simplemente echó su cara morada hacia adelante como queriendo entrar en su propio ombligo y le dio un repelús a lo largo de toda la columna vertebral, después un par de convulsiones y catapún chimpún, la palmó.

Lo pusieron boca abajo en una cuna blanca, fue entonces cuando se dieron cuenta de que el niño tenía señalada en la espalda una mano diminuta que le había hecho fuerte presión, como si alguien le hubiera empujado. Miraron los malayos de nuevo en el vientre de mi madre y me encontraron a mí, perdida como una sanguijuela, en medio de la placenta. Las enfermeras se miraron unas a otras y fijaron, extrañadas, sus ojos pseudocientíficos.

Yo salí riéndome, delgaducha como una rata y transparente como el cristal. No necesitaron pegarme para saber si vivía, continué con las risas un buen rato, estaba feliz, tal vez de verme liberada de aquella prisión a la que me tenían sometida mi madre y mi propio hermano. Me echaron a una cuna grande y se ve que estiré mis piernas y mis brazos y me alegré al conquistarla porque según el doctor no paré de reír durante toda la noche. Ellos, a simple vista, se dieron cuenta de que no era más grande que un kilo de azúcar y también se pusieron contentos, no en vano habían ayudado a venir al mundo a un feto malayo.

Salieron a la sala de espera y, con gestos, le comunicaron a mi abuela que ya había una criatura que celebrar, pero que no podía verla porque me habían puesto entre estufas para que no me enfriara, también le dijeron que su hija estaba bien. Mi abuela veló armas durante toda la noche en aquella sala fría, los zapatos le apretaban y no fue hasta el amanecer, cuando las luces rompían, que se dio cuenta de que, con las prisas, se había calzado al revés.

Por la mañana fue a ver a su hija que con la boca pastosa le preguntaba qué había sido del recién nacido Paquito. Mi abuela la tranquilizó, le dijo que todo marchaba como Dios manda, que no se apurara por nada. A eso de las doce llegó mi padre con sus ojos enturbiados por alucinaciones, contento porque había soñado, de nuevo, con la escena de la capa y la entrega de la medalla en una región fría. Estaba seguro de que su hijo sería un Abderramán o un Alejandro Magno o un Washington, por eso le traía de regalo una brújula y un látigo, y para mi madre una lata de leche condensada.

 Los médicos le explicaron el proceso, vio a su hijo cabezón sin hálito de vida y con la espalda señalada y lloraron él y todas sus esperanzas, después le mostraron la otra cuna donde estaba yo relajada, disfrutando de mis terrenos, y cuando le vi la cara al impostor de Jimmy dicen que lancé una carcajada mucho más grande que el grito que dio mi hermano al morir. Mi padre me soltó avergonzado, los médicos le preguntaron cómo me llamaría y él respondió que no se lo había planteado, que jamás, ni en sueños ni en vigilia, se le había pasado por la mente que tendrían una niña.

Cuando le dieron el alta a mi madre, tanto mi abuela, el impostor Jimmy como ella se fueron cabizmordidos. Yo iba muy feliz aunque ya me daba en el corazón que tendría que luchar mucho en esta vida para ganar mi puesto, que eso de los nueve meses había sido moco de pavo para lo que me esperaba, pero bueno, por lo menos ya había vencido en la primera partida.

Me pusieron en una habitación sin ventanas y continuaron dándome calor con las estufas hasta que mi piel dejó de ser traslúcida y se convirtió en una superficie blanca como las gachas de harina, leche y azúcar. Pero sus indiferencias eran evidentes, la Carmen fumaba cada día más hasta que las tetas se le pusieron negras de tanta nicotina y mi padre me miraba de reojo con ganas de estrangularme. No es que yo fuera muy inteligente, pero se percibía en el ambiente cierta hostilidad. La verdad es que no les caía muy bien, no tuve sonajero ni chupete y cuando acabé de cocerme apagaron las estufas y me dejaron allí arrumbada con los demás trastos que sobraban. Rodeada de maletas viejas, de cajas vacías, de la ropa inservible y de todos los cacharros que ya no tenían ningún uso conocido, permanecía yo en mi cuna durante todo el día aburrida y sonriente.

Cuando llegaba la hora de la comida venía mi abuela y me daba la papilla mientras despotricaba de aquel país tan insulso donde había ido a parar. De vez en cuando me peinaba o me echaba colonia, pero lo hacía como si arreglara un muñeco que nunca fuera a crecer, un muñeco al que tarde o temprano se le gastarían las pilas y dejaría de moverse y, entonces sí, echarían a la basura con las otras piltrafas. Por la noche llegaba mi padre y se asomaba a la puerta de la habitación, entonces yo intentaba hacerme la graciosa, levantar los brazos, tirarme un peo, babear con la boca abierta y la sonrisa como escudo, pero el maldito no se daba por aludido, que volvía la espalda, se daba media vuelta y se iba musitando un “pobrecito mi Paquito, pobrecito Dios mío”.

Mi madre sí que me tenía ojeriza, esa sí que no se acercaba para nada, se creía que yo era un cocodrilo que podía morderla, así que no le veía ni la sombra. Algunas noches, para vengarme, empezaba a llorar como una desesperada, entonces venía Sailor Jimmy o mi abuela a consolarme y yo ponía la cara angelical de una belleza dulce para darles a entender que lo que necesitaba era cariño y que me agradaba que me tuvieran en sus brazos. Pero ellos no comprendían esa alegría que en mi bullía ni el ansia de vida que había en mi interior. Dejé de llorar por cojones la noche que mi padre en calzoncillos y con los pelos tiesos me dijo a voz en grito que si no me callaba me iba a estampillar contra la pared. Parece que no, pero los niños comprenden más de lo que imaginan los mayores. Desde aquella noche me callé y me limité a sobrevivir sin hacer ningún mérito porque se veía que daba igual lo que yo me inventara, no había sido bienvenida; ellos esperaban al prohombre Paquito que alzaría sus apellidos por toda la tierra y los haría importantes, sin embargo, habían tenido a una niña enclenque y con cabeza de colibrí.

Parece ser que fue a mi madre a la que más le afectó este fracaso, tal vez ella se sentía desanimada al no haber sido capaz de dar a luz por sus propios medios y se culpabilizaba de la pérdida, lo cierto es que no me hacía ningún caso, es más, si hubiera podido, habría negado que yo había estado en su vientre. A mi abuela también pareció molestarle mi llegada, ella que se había hecho un viaje tan largo para después tener una nieta como una lagartija, casi sin pelo. Lo cierto es que eché por alto las esperanzas de todos y hacían sus tareas con aire rutinario como si ya hubieran perdido aquella luz-guía que era el PROGRESO. La desidia fue en aumento y se olvidaban de cambiarme los pañales y entonces sí que lloraba a solas durante todo el día sin que nadie me escuchara, estaba escocía, llena de legañas y envuelta en miserias, solo me consolaba una foto de la Sagrada Familia que tenían colgada en una de las paredes y la almohada que empecé a abrazar como si fuera una hermana.

El cielo es una cabaña llena de ambiciones.

  Aquello había que solucionarlo como fuera, pero la verdad, yo todavía no sabía lo que era el mundo de las ideas y me costaba trabajo llegar a alguna conclusión certera. Llorar, llorar, solo llorar y por las noches callar para no molestarlos. Mi vida consistía en hacer como que no vivía y me acostumbré a aquella soledad donde no veía ni una cara, creyendo que todo el mundo era un inmenso vacío donde solo existían unas cuantas personas: el impostor de Jimmy, Carmen la de las tetas negras y mi abuela con sus zapatos al revés.

Aburrida y sin juguetes, un día empecé a amasar mi propia mierda, no sabía lo que hacía, simplemente había tanta que empecé a hacer una columna erguida y otra y otra hasta que me quedó un palacio de excremento, después me dormí y con las manos sucias dejé dibujada mis huellas sobre las sábanas. Aquella noche, cuando Jimmy se asomó a mi puerta vio un túmulo que se levantaba de la propia cuna, se acercó con pasos quedos y estuvo inspeccionando la construcción, después miró a su alrededor y más tarde mis huellas impresas. Yo no le hice puto caso, ya me tenían harta estos tres gatos ingratos. Él corrió a la salita y llamó a mi madre, quien por una vez entró en la habitación.

-Mira, la niña ha hecho la Sagrada Familia a escala -dijo Jimmy señalando la foto que tenía              enfrente.
 -Es una guarra -respondió mi madre.                                                                  
 -No, es una artista. Y fíjate, ésta es su mano, la misma que tenía Paquito tatuada en su espalda.
 -Mi pobre Paquito, no me lo recuerdes; si yo hubiera podido parir no se habría muerto el chiquillo.
 -Carmen, ¿no te das cuenta de lo que te digo? Ésta es una artista, un monstruo, es más fuerte que su propio hermano y tiene más reaños. Venga, sácala de aquí, que yo voy por la Enciclopedia Británica. (Continuará)




domingo, 13 de mayo de 2012

Capítulo I : Emigrantes - 3ª Toma


        Era así como los nombres de estos seres invisibles pasaban a ser para él tan familiares que no cesaba de hablar y hablar de ellos como si fueran primos hermanos. Dijo mi padre que su mujer llevaba en su interior a un insigne descubridor de algo inefable que él no llegaba a asimilar en su pequeña mente llena de acentos extranjeros, pero que le darían una medalla en unas regiones frías y que él iría a recibirla con una capa como la que prohibiera Esquilache, otro conocido suyo. La Carmen, que no se creía nada de su marido desde que le mintiera tan atrozmente ocultándole sus orígenes, le decía que estaba loco y lleno de pretensiones como un señorito pobre. Pero mi padre se empeñó y le respondió que si no se daba cuenta del tamaño de su vientre, que eso era porque el niño tenía una cabeza tan grande como el propio César y que a ese hijo le llamaría Paquito por Paco el Tuerto, su abuelo, que había inventado la horchata aunque no lo supieran los valencianos. Por esta causa mi madre hizo todos los patucos celestes y los gorritos a juego con un diámetro adecuado para la insigne frente que recogería. Estaban muy contentos con su heredero y la Carmen aprovechó aquella alegría para anunciarle a Sailor Jimmy que Singapur no era lugar para que se criara un prohombre, que debían volver a Andalucía. Mi padre dijo que no, que les iba bien en aquel país amarillo y que allí se quedarían hasta que tuvieran capital suficiente para comprarse un Seat 1.500 y pasear su victoria por la calle Larios o la Gran Vía.


Hace años los coches circulaban por la calle Larios de Málaga.


Mi madre, que era muy lista, se hizo una foto como Dios la trajo al mundo y se la envió en un sobre certificado a su propia madre. Cuando la Angustias vio a su hija con un barrigón tan grande que parecía que se había tragao un elefante (y que conste que he cogido este animal al azar, que no quiero ofender a nadie) no se lo pensó dos veces: cogió un puñao de habas y un cuarto kilo de quisquillas de Motril y se fue en busca de su niña, que no la podía dejar sola a la hora del parto. Pero la Angustias, que no había viajado mucho en su vida, confundió las líneas de comunicación y después de andar perdida un mes en el Transiberiano llegó a Singapur, de chiripa, con el cuarto kilo de quisquillas podridas y con las cáscaras de las habas. Cuando mi madre vio a su madre se emocionó tanto que aquella misma noche rompió aguas y Sailor Jimmy la tuvo que llevar a un hospital donde la ataron de pies y manos porque la pobre no se estaba quieta ni confiaba en los malayos. Decía que se iba a morir, por culpa de un mentiroso, en la camilla de un sanatorio donde nadie decía una palabra en cristiano.


Habas


        Mi madre tenía unos dolores horrorosos y gritaba como una poseída por el demonio, estaba rodeada de enfermeras y médicos que no podían hacer nada por su poca dilatación. Ante aquel ataque de histeria sólo quedaba aplicarle una buena dosis de anestesia y hacerle una cesárea, pero ella se resistía y mordía con su boca a todo el que se le acercara y se revolvía como una serpiente a ver si así podía desenredarse de las cuerdas que la tenían aprisionada. Un espectáculo, vaya. Mientras, a mi padre le entró sueño y como aquello estaba en punto muerto decidió irse a dormir para que el tiempo pasase más rápido. Mi abuela se quedó allí llorando sin entender una palabra de lo que decían los médicos y sorbiéndose los mocos porque se le había olvidao el pañuelo. A mi madre, finalmente, consiguieron inyectarle la anestesia y Don Chiang Kai-Shek comenzó la operación.

 Era normal que Paquito tuviera que nacer por el vientre, tenía tanta cabeza que por el coño no podía salir, así que el doctor Chiang aplicó un tajo en la barriga tan grande como un portón de cochera, para entonces mi madre ya estaba dormida y no veía el destrozo que le estaban haciendo. Se hizo un minuto de silencio donde sólo se escuchaba el resentimiento de Angustias porque el irresponsable de su yerno se había ido a sobar a Morfeo como un somormujo somnílocuo, y es que mi padre no metía la lengua en paladar ni debajo agua; mientras su chiquilla estaba en peligro de muerte. En ese minuto pasaron muchas cosas. (Continuará)

Habas deconstruidas.




domingo, 6 de mayo de 2012

Capítulo I: Emigrantes-2ª Toma



           Sí, aquella fue una jornada memorable porque mi padre no dejó de narrarla durante años. Por la noche Sailor Jimmy se fue al barrio chino y le compró a su esposa un disco de Raquel Meller donde cantaba La Violetera y al día siguiente corrió al templo de las mil luces en Race Course Road y rezó frente al buda de quince metros iluminado por bombillas multicolores.

Mi madre lloró al escuchar la voz aguda de Raquel que le traía recuerdos de su lejana España, ella hubiera preferido una placa de Juanito Valderrama; pero bueno, la voz pitosa de la Meller que parecía salir del hervor constante de una olla de coles le sirvió para la catarsis. Mi madre le escribió a su familia diciéndole que estaba en un país donde la gente no tiraba los chicles al suelo ni le echaba azafrán al arroz, también les contó el cuento de la lechera; eso sí, para ello emuló la voz de la cupletista: dijo que estaba muy contenta con su suerte, que no se cambiaría por una duquesa o la mismísima princesa de la cristiandad, que su flamante marido iba a instalar un negocio que les aportaría múltiples dividendos y que después formaría una red de establecimientos repartidos por toda Malasia.

La familia de Granada no se inmutó por la comunicación porque ellos no sabían dónde estaba Malasia, lo que querían era una foto de su hija vestida de novia, pero mi padre estaba muy atareado para hacerse fotos, acababa de abrir su pub irlandés donde servía cerveza negra mientras mi madre, cada día más patriota, ponía música de Estrellita Castro o Juanita Reina. ¡Cuánto se sufre en el exilio! “Carmen, me vas a echar por alto el negocio”, decía mi padre. Pero mi madre no atendía a ningún marketing comercial, ella simplemente echaba de menos su tierra y empezó a hacerse los vestidos con volantes y a ponerse flores en el coco como si fuera una postal antigua, también empezó a fumar en una cachimba fina y blanca, de espuma de mar, mientras escuchaba Suspiros de España con auténtica morriña.

Menos mal que por lo menos les daba gusto el joder y encontraron el tranquillo de tal manera que estaban todo el tiempo enganchados como perros. Mi madre hasta se desmayaba y meneaba el vientre y aprendió a dar masajes vaginales como si fuera oriental. En su cuerpo se estaba dando una extraña metamorfosis recogiendo lo más llamativo de cada folklore, parecía una diosa inaudita llena de collares y guirnaldas, con una sabiduría, dada por la desesperación y la nostalgia, digna de cualquier sacerdote taoísta aunque ella, con menos paciencia y con su cara de mora y de hambre de jazmines, no podía negar que había nacío en Andalucía.

El colmo llegó con la Navidad. Mi madre se empeñó en adornar el pub con un belén de arcilla y de fondo Los campanilleros de la Niña de la Puebla. Además hizo borrachuelos mientras recordaba a toda su ralea y se quejaba porque no encontraba vino dulce ni anís de La Asturiana para echárselo a la masa. Sailor Jimmy no sabía qué hacer, él decía que Singapur era la hostia, que allí se ataban los perros con longanizas, que no se podía vivir mejor. Mi madre le respondía que de eso nada, que hablaba así porque él nunca había tenío suelo; como estaba acostumbrado a flotar era un hombre sin raíces, pero que ella se moría de pena y humedad y aquello tenía que cambiar. Sailor Jimmy estaba ciego, sólo tenía ojos para su negocio y su prosperidad, para crear su futuro y su progreso. ¡Ay, el progreso! Cuántos dolores de cabeza nos iba a dar esa palabra. Primero venía el Progreso y después el Triunfo, por ese orden.


primero venía el Progreso y después el Triunfo primero venía el Progreso y después el Triunfo primero venía el Progreso y después el Triunfo. ¡Qué locura de cantinela entre copas de vencedores!





Y cuando mi padre decía Triunfo se le llenaba la boca de esperanza y le acariciaba a mi madre su barriga redonda donde yo ya era un bulto. Fue por aquella época cuando mi madre descubrió que su marido había perdido el acento inglés y le preguntó que qué le estaba pasando. Jimmy se hizo el tonto y le brillaron sus ojos de farsante mientras derramaba unos lagrimones antiguos.

            -¿Qué te pasa? Dime -dijo Carmen.
            -Ná, ¿qué me va a pasar? -respondió Jimmy.

            Pero mi madre cuando dijo “Ná” empezó a sospechar, fue a Temple street y le compró una manta alpujarreña y un trabuco y le dijo que se dejara de pub irlandés, que ella quería una taberna. Él se ciñó la manta apesadumbrado y con la emoción en los ojos. De esa guisa se fueron a un fotógrafo, mi madre se compró un vestido blanco y tras un decorado de un palacio escalonado como una pirámide se hicieron la foto de novios que enviaron a sus respectivas familias.

            -¿Y tú dónde la vas a mandar? -preguntó mi madre.
            -¿A dónde, a dónde? A mi casa.
            -¿Pero dónde tienes tú las raíces?

            Mi padre se puso colorao, colorao mientras con faltas de ortografía escribía en el remite: Pa Ramiro Sanchez. El Perche. Malaga. Así se enteró mi madre de que se había casao con un indígena de su propio país y que los dos eran un par de pobres almas perdidas en Singapur.

            La Carmen descubrió que su marido se llamaba Joselito Sánchez y que toda la vida de Dios había sido jabegote, de ahí su afición a la mar, que aprendió a cocinar en un chiringuito de El Palo, donde hacía ajoblanco con uvas moscatel y asaba espetos de sardinas en la arena de la playa con los pantalones arremangaos, como el que va a montar en bicicleta, y en la camisa llevaba un nudillo a la altura del ombligo igual que un palmero de un cuadro flamenco. Mi madre le dijo que había abusao de ella, que era un trolero y él no se defendió. Poco a poco descubrimos todos que lo suyo con los acentos era inconsciente y se le pegaba la forma de hablar de los otros por el inmenso amor que profesaba a cualquiera. Bueno, arreglaron como pudieron aquella confusión, pero la Carmen se empeñó, ahora con más razón que nunca, en que el pub se debía transformar totalmente en una taberna castiza y que debían expender vino y poner tapas de buñuelos con bacalao, con ajo y perejil y tortilla de papa; lo de la música también quedó claro: que sonaran las obras completas de Antonio Molina como tortura doméstica hasta que Sailor Jimmy recuperara el entero aprecio por su tierra despreciada de una manera tan humillante.


Esto si son sardinas



            A la taberna la bautizaron con el nombre de El Cenachero y mi padre iba y venía entre las músicas impuestas pregonando pescaíto frito o voceando cada vez que alguien le daba bote, que lo echaba en un sujetador de esparto que pusieron en una esquina de la barra.

Progresaron mucho en poco tiempo porque los malayos descubrieron otra forma de comer alejada del curry, el pollo tandoori o el pomfret con salsa negra. Por las mañanas hacían churros con chocolate y aquello sí que se convirtió en una delicia admirada por el público. Así se pasaban los días mientras mi madre iba engordando cada vez más y se puso como un bombo hasta que quedó impedida y ya no podía estar detrás del mostrador.

Joselito Sánchez dijo que su mujer albergaba en su vientre a un macho, a un digno heredero y que ese heredero sería famoso y grande, tan grande como Cristóbal Colón. Mi padre, que tenía la facultad de imaginar los nombres y apellidos de la gente célebre antes, incluso, de que estos hubieran nacido, se equivocaba en esta ocasión. Es cierto, mi padre llevaba en su cabeza una guía telefónica de personajes deslumbrantes que cambiarían el mundo y esta lista la conjugaba con otra de personajes ya consagrados como el Papa Juan XXIII o el mismísimo De Gaulle. Él sabía, sin que nadie se lo dijera, que un día un tal Julio Iglesias se haría una casa en Miami y sería tan espectacularmente conocido como Frank Sinatra. También sabía que a España llegaría un tal Felipe González, hijo de un lechero, que daría un pelotazo en el reino como nadie jamás había conocido; porque mi padre sabía que, tarde o temprano, su país sería un reino y entraríamos en la OTAN. Esa facultad suya para el famoseo le venía en sueños y, de pronto, se despertaba con los ojos nublados de sabiduría y nos confesaba:
           
-He soñado con Bill Gates.
            -¿Quién es ese? -preguntaba mi madre.
            -Un tío que va a inventar unas pantallas donde cabe tó y se hará más rico que la propia Iglesia.
            Mi madre le constestaba:
            -¿Unas pantallas para qué?
            -Yo no lo sé, pero ese tío se va a forrar seguro -respondía mi padre. (Continuará)