domingo, 9 de febrero de 2014

Capítulo XII - A lo que le llaman fin : 1ª Toma




                        Despertóme una avecilla que me cantaba al albor. Había dormido durante toda la noche en el aseo tendida sobre la solería helada, si por lo menos el suelo hubiera sido de madera tal vez podría haberme abrazado a su calidez. Tenía las manos húmedas y los párpados cargados de hinchazón y sueño, apenas podía ver nada. Me dolía mirar y me acurruqué sobre mi propio cuerpo que derivaba sin límite hacia el fracaso y la autoaniquilación. Pero ya digo, despertóme una avecilla, para más señas golondrina de colores mates y afortunados. Me ofreció una de sus plumas y por no ser mal educada me levanté y le di las gracias. Era hermosa y quise acariciarla, entonces ella voló mientras dejaba la humildad de sus sonidos sociables. Me miré al espejo: la imagen era monstruosa: mi mirada estaba plagada de esquejes antiguos: tenía una careta barroca e insoportable: llevaba maquillaje de actriz sin darme cuenta: tenía que tener cuidado si no quería llegar a ser un pequeño Lorenzaccio. STOP.

            Salí del baño, en mis manos portaba el ala frágil que me proporcionaría la huida. Comprendí después de contemplar mi rostro cuajado en aquel transparente negativo que si no quería convertirme en Madame Cliché tenía que humanizar los tópicos que durante años me habían servido de sustento. ¿Serviría para algo? Sí, claro que sí. Siempre es útil vestir de dignidad a los estereotipos, se hacen cercanos y abandonan su estirpe temible, capacitan para el diálogo y sugieren festejos.

            Necesitaba guardar silencio. Entré en la Casa del Reloj y me puse a dibujar haches mudas, Doña Fuensanta y Don Teodoro guiaban mi mano infantiloide, ellos eran generosos conmigo, no tenían nada que hacer excepto dar la hora, pero esa tarea hacía años que no se producía. Ellos, realmente, eran dos muñequiños de plata dormidos por la inoperancia de un cronómetro suizo. Padecían la gran parada y por eso estaban eternamente quietos y a mi disposición. Allí, acurrucada sobre los minutos muertos hacía muestras calladas. Muestras y muestras y muestras y muestras hasta que un día llegó Mari Polvo y preguntó por mí:

            -¿Dónde está la niña?
            -¿Qué niña? - preguntó Carmen repúblicana.
            -No lo sé -respondió Jimmy Sailor con la ignorancia propia de un rey
            -Yo la vi ayer haciendo garabatos en el patio -dijo la tía Lola, autonómica ella, cercada su mente por el dique de sus propias limitaciones.

            Mari Polvo que era decidida y nada perezosa fue en mi búsqueda, la buena mujer aunque estaba desencuaderná de tanto trabajar se agachó frente a mi casa de ficciones y me pidió permiso para entrar. Me extrañó tanto aquel gesto que todavía conservo la sorpresa.

            -Venga, que te voy a lavar la cara y te voy a invitar a un chocolate calentito. Tienes los ojos irritados, ¿es que has llorao?
            -No.
            -Entonces ¿qué te pasa?
            -Se me ha metido una mota.
            -Ven que te vea. Te la voy a quitar. Aquí está -dijo la Cuca enseñándome el borde limpio de su pañuelo, porque la Cuca era simplemente una mujer que sabía satisfacer hasta a los enfermos imaginarios, dominaba a la perfección el juego del trompe l´oeil-. Venga, vámonos pa la calle, todo se arregla con un oportuno cambio de aire.
            -¿Cojo la capita?
            -No -me dijo tajante-. ¿No te das cuentas de que tienes más capas que una cebolla? Ya está bien, ahora vamos a ir en línea recta.
            -Así fue como empecé, pero no me dejaron.
            -No te justifiques. Venga, que ha llegado la primavera. ¿Y esa pluma?
            -Es de golondrina, si alguien me la quiere quitar noto que ya no me ama.
            -¡Vaya!, y yo que creía que hacías las cosas a tontas y a locas. Bueno, dejemos la charla y vámonos pa la calle que es donde se ve si uno sabe tener ademanes respetuosos. Hay gente que no sirve ni pa tomar cervezas.
            -Y digo yo, ¿por qué no nos bebemos un vino en vez de tanto chocolate, tanta agua y tanta tontería?
            -Todo se andará, ciudadana –dijo Mari Polvo que conocía las tapias con cristales y sabía cómo sobrepasar fronteras.






            Entonces sonó una música finísima, era alegre y mesurada, olía a civilización, tenía el regusto de las grandes conquistas humanas, la medida constitutiva de las leyes aprobadas por acuerdo y la voz templada de los instrumentos que huyen de las estridencias. Miré de soslayo a Mari Polvo, al fin y al cabo no la conocía tanto y me daba vergüenza estar a su lado, en ese momento el silencio la envolvía, comprendí que esa era una de sus cualidades: dejar acepciones en blanco para que yo las rellenara. En la radio la locutora habló de Jendel y de no sé que Zuit.

            -Yo quiero conocer a ese hombre -le dije a Mari Polvo y ella me dio la mano. Quise borrarme del mapa, sentía mucho frío, olía a sudor, había pasado una noche detestable que me había parecido un siglo.
            -Te voy a llevar a donde trabajo, es aquí cerca. No te preocupes por tu aspecto.



                                                                                              (Continuará)