domingo, 16 de febrero de 2014

Capítulo XII - A lo que le llaman fin : 2ª Toma

      


      Mari Polvo era una mujer pública, (pero vamos a ver, para entendernos, era simplemente una mujer que salía a la calle, tenía amigas, buscaba su lugar como ciudadana para beneficio propio y de toda su ralea). Ella era una mujer libro, sobre su piel llevaba tatuadas las partes más interesante de su cuerpo que alguno de sus desconsiderados amantes se había atrevido a subrayar. En la espalda, bajo su columna curvada tenía un número indicador de su rango. Sabía ser agradable con todo el mundo y me hizo una caricia en la cabeza y me sonrió.

Bajamos la calle de la Victoria, había un cine que parecía una caja de bombones y un jardincillo de donde salían jóvenes borrachos. Llegamos a un edificio que se levantaba sobre un teatro romano. En la entrada, a la izquierda, había un cuadro inmenso de Goya, dos hombres hundidos en la tierra estaban a punto de matarse como si fueran dos forasteros que no quisieran conocerse nunca. Yo no sabía qué era una copia, no distinguía la diferencia entres las postales y los lienzos, ni el tacto de la música clásica cuando se produce en directo ni aún hoy sé diferenciar el caviar iraní del ruso. Me quedé extasiada ante aquella imagen de camisas inflamadas y blancas. En un instante llegué al convencimiento de que debía difundirse por el mundo con la velocidad de la luz para que todos viéramos lo que es la crueldad.


Duelo a garrotazos



            -Venga, te voy a hacer el carnet.
            -¿De identidad?
            -No, de la Biblioteca.

            Mari Polvo o la Cuca, da igual, era una mujer libro que sólo podía estar una semana entera entre tus brazos, después volvía a su lugar hasta que otro cliente (lector-lectora) la requiriese.

Subimos unas escaleras de lujo y por un pasillo que ahora vislumbro vagamente desembocamos a una especie de taberna ficticia donde había toneles de mentirijilla con el nombre dorado de los vinos.
            -¿Vamos a beber?
            -No, ¿no te das cuenta de que es un decorado? -entramos en una sala repleta de estanterías, antes le dijimos buenos días a un señor muy serio, era su jefe. Firmé en una cartulina blanca y me dio permiso para que curioseara a mi antojo-. Mira aquí puedes encontrar a Jendel -me señaló unos libros grandísimos que parecían de la misma familia, me dijo que se llamaban Enciclopedia-. Ahora no te la vayas a aprender de memoria como hizo tu madre con el diccionario. Busca lo que te interesa y ya está.

            Prometí que la obedecería, pero el dichoso Jendel no aparecía por ningún lado, así que tuve que empezar desde el principio. ¡Por Dios!, ¿cómo no se le había ocurrido decir a María Teresa Campos desde Radio Juventud que Jendel se escribía con H como Jagüai? Lo estaba viendo venir, las haches iban a ser mi perdición.

            Mi corazón latía sobresaltado, al principio confundí su ritmo con la angustia de la tortura sibilinamente amasada durante lustros y lustros y lustros por el maldito demonio de la desigualdad. Pero estaba equivocada: temblaba de placer. Escondida en el laberinto de los libros podría sobrevivir discretamente sin que nadie me molestara, tal vez incluso conseguiría que un día me consideraran digna de respeto.

 Descubrí que Händel, Haendel, Hendel y Handel eran la misma persona, que en los conciertos que escribió para oboe, el oboe aparece mú poquillo, casi ná, y que el oboe viene de la palabra francesa hautbois, que significa madera alta, y que es un instrumento con doble lengüeta, algunos agujeros y varias llaves, y que las personas que lo tocan pueden transformarse en el objeto que utilizan y que a eso se le llama metonimia, y que la metonimia es una figura retórica, y que las figuras retóricas son los instrumentos de un arte que se llama Literatura o Bellas Letras o Humanidades, de nuevo llegué a la H.

            Levanté la cabeza, la sala estaba silenciosa, la luz entraba táctil y cenital, sin darme cuenta permanecí enteramente quieta, se me había olvidado respirar, dicen que es normal en momentos altamente reflexivos. Resoplé de pronto volviendo a la vida, desanudada la pausa, percibí mi propio jadeo como el mensaje inequívoco que te confirma el placer. Estaba salvada, había llegado a buen puerto. Sonreí. No sé por qué conexión neuronal rápidamente la felicidad se convirtió en aprensión y le di a la palanca del freno. Pensé en las almas vulgares, en aquellas que queman los bosques, que talan los troncos y que no permiten que vuelen las cometas: Tenía que defenderme.

Busqué a Mari Polvo, no la hallé en ninguna de las calles del laberinto de las estanterías. Le pregunté a su jefe que era extrañamente pesimista y llevaba manguitos negros y era calvo y macilento. Me dijo que acababa de salir, que ya no volvería hasta dentro de dos semanas, que las otras Mari Polvos estaban en el depósito, que habían sido devoradas por la polilla de los libros. Eché a correr envuelta en confusión, bajé la escalera como una poseída. La hallé disoluta y abierta entre unas manos significativas como las que pinta Leonardo, pertenecía a un muchacho alto, de tez morena, llevaba toga de juez y cuando vio mi ansiedad nos dejó a solas:

            -¿Qué te pasa? -dijo Mari Polvo.
            -Me han rodeado de malos presagios.

            Ella se echó a reír, tenía el don de travesear todos los andamios con una carcajada. Yo, en cambio, quise ser invisible, me sentía tan torpe. No sé porqué me habló de Tintoretto y de una tal Verónica y me dijo que no debía ser orgullosa, que hay gente que no se puede permitir el sentido del ridículo, que no me andara con remilgos, que esos sentimientos sí que son nefastos porque llevan el gravamen propio de los impuestos de lujo.

            -¿Qué a la Señora no le gusta pedir?, ¿verdad? -ese era el tratamiento que la Cuca le daba a las mujeres porque ella, que estaba acostumbrada al desprecio, nunca recibía ese título y cuando decía que alguien le había tratado como a una dama era porque iba de farol-. No se te va a caer ningún anillo, no te preocupes.

            Sentí una curiosidad inmensa, tenía la inquietud de los inicios cuando realmente estaba llegando al final de un logrado camino de mutismo. Quise conocer el nombre de sus amantes, mi ignorancia no me dejaba ver que el veneno de la omnisciencia había fructificado en mí de una forma inconsciente.

            -¿Quién era el hombre que estaba en tu cuarto?  -recordé la oscuridad de la Página Norte de la Bichambre, el consentimiento con que recogía bajo su manta de vinos brasilados a ese ser que no le mostraba ninguna consideración.
            -Mister Derri.
            -¡Mi muñeco! 
            -Creo que debes leer a Chespir -me dijo Mari Polvo con una sonrisa irónica sobre sus labios, seguro que ella conocía la nueva espiral donde me metía-. Mister Derri, Derribo para quien prefiera las películas subtituladas, es crítico y no sé por qué se empeña en buscarme sólo las erratas. ¡Qué le voy a hacer?, le gusta hacer el amor a oscuras -pensé que me estaba enfrentando a un ser maléfico, engatusador y lleno de putrefacción, di un paso atrás-. Te equivocas -me dijo Mari Polvo con esa boca dialógica disfrazada de carmín-, con la marcha atrás se te ponen los ovarios como asteriscos. Tienes que llegar hasta el final, ser verdadera.

            ¡Por Dios!, aquello era el colmo. Ella me estaba diciendo que yo fuera verdadera. Decidí pagarle con la misma moneda. Se iba a enterar de lo que era cinismo:

            -Ahora pretende vuesa merced que yo diga la verdad y la verdad sólo la merecen quienes saben respetarte. ¿Es usté de esa clase o se viene abajo en cuanto le sacan de su territorio? Bien está, que si verdad quiere yo le daré verdad con creces y se le meterá en las venas y en las sienes como el rumor del viento a través de las ramas de la casuarina. Quién sabe, lo mismo ha tenido usté ya mi verdad entre sus manos y no se ha dado cuenta.

            -Hablas como los resentidos que guían a los ciegos y me subrayas como la gente que sólo se ve a sí misma en cada una de las palabras. Eso es locura, ese es el mal de Carmen la suave republicana.

            Agaché la cabeza. Mari Polvo de nuevo había conseguido sonrojarme, automáticamente descubrí que ese no era un buen sentimiento. Ella simplemente me estaba pidiendo que creciera, si había surgido el fantasma de la duda entre nosotras era porque me tenía verdadero aprecio y quería que reconociera el valor de su saber, esa semilla la había sembrado sencillamente para que ella siguiera siendo ella y yo continuara siendo yo aún después de habernos conocido. Quise ser sincera:

            -¿Cómo te gusta que te traten?
            -Desde luego no como el buen soberano Jimmy Sailor, que me rechaza de entrada, me dobla en cualquier esquina y después me deja tirada porque dice que soy de esa clase de cuentos que sólo leen las mujeres. Trátame como a una persona no como a una máscara. Fíjate, un día esta Biblioteca desaparecerá y eso no tendrá la menor importancia. Quedará al descubierto el teatro, sólo el teatro, y en él habrá que otorgarle los aplausos a los actores honestos que no se lleven los disfraces a casa.

            Le di un abrazo, sin más rodeos. Y hasta tenía ganas de llorar, estaba muy emocionada y me sentía feliz y hasta quise que me perteneciera, pero los libros como los amores nunca nos pertenecen; que algunos, generosos, se quedan bajo la piel y no cesan de susurrarte que seas libre y que te rías, ¡coño!, de una puta vez.

           No quería despedirme de ella y sin embargo había llegado el momento, tenía que estar dispuesta para la ceremonia de los adioses, debía abrir mis manos, dejar que volara y cuando la vi alejarse me dio la impresión de que tenía perfil de pájaro. El muchacho de la toga también se despidió y sus cejas perfiladas con la maestría de un pintor detallista me hicieron un gesto de gratitud. 


Debía volver a la Metacasa, tenía que airearla, ya no quería dormir en la cuna. Le diría a Carmen Republicana que me instalaba en la Bichambre y que me diera la cama de matrimonio, que yo quería dormir a mis anchas, que se la cambiaba por dos camitas individuales, que así Jimmy Sailor (el Soberano), y ella o se respetaban como hermanos o volvían a desearse. 

A Doña Fuensanta le diría que me diera el tapiz, que a mí ya no me importaba pedir ni hincarme de rodillas, que quería colgarlo al lado de la Magdalena, que ya era hora de que se nos reconociera nuestra labor de hilanderas. Y una vez instalada en mi nueva habitación con esa pluma de ave venida de Singapur haría un dibujo fidelísimo sin coordenadas erradas, que son pocos los artesanos que llevan el ritmo en sus venas y son capaces de trasplantar casas y murallas sin que se altere la impresión verdadera del conjunto,  que a ese mapa de Medialdea le redondearía algunas esquinas para que ninguna Esperatriz se perdiera. 

Y todas las tardes iría a la Biblioteca para poder construir un país grande como una Enciclopedia y que en ese país no valían las tertulias matemáticas de uno y uno igual a dos medidos con distinto rasero, que yo también tengo derecho a tener mis ambiciones. Y si alguien se le ocurre decirme que tengo delirios de grandeza le daré la razón como a los locos y le diré que qué hay de malo en querer ser la mejor escritora del planeta, que pa eso llevo años estudiando la galaxia y las estrellas y preparando un relato donde cuento la historia de la tierra desde el punto de vista de su satélite, ¿es que van a llamarme lunática a estas alturas? 


                                                                       (Continuará)