domingo, 18 de mayo de 2014

LA REALIDAD - 10. Cervantes



            Así que entre todas las cosas raras que se me ocurrían me dio también por toser y por pensar en las musarañas. Menos mal que un día, como por milagro, llegó la solución: Me regalaron mis padres un libro hermosísimo titulado Novelas ejemplares que lo había escrito un tal Cervantes, era una edición escolar de la editorial Everest y lo compraron en la librería Rubiales en la calle Eugenio Gross. Me enteré que ese tal Cervantes era lo que entonces se llamaba “un inútil”, es decir, que estaba manco; ya ven la ternura que nos caracterizaba en aquella época. También me enteré que era el escritor más importante de España, y que había escrito la historia de un loco, y que ese loco se llamaba Don Quijote. Entonces pensé que si él que era un “lisiado” había podido hacer cosas tan grandes yo, que tenía dos manos, sería capaz de superarlas. Vaya, que encontré mi profesión. Desde ese momento le dije a todo el mundo que iba a ser escritora y llevaba siempre encima un bloc pequeño y un boli, hasta cuando iba en bici me pertrechaba con esos objetos tan fantásticos y llenos de poder para mí.

            Estaba tan orgullosa con mi libro de las Novelas ejemplares que un día me lo llevé a la escuela para enseñárselo a todas las niñas (el alumnado estaba separado por sexo). Cuando lo vio la maestra me preguntó si mis padres tenían carrera, yo le dije que no y entonces ella con un tono de superioridad y majestad incuestionable me dijo: “¡Ah! Creí que eran cultos.”  En ese momento me di cuenta de que tenía que defender a mis padres del sistema educativo y de que debía procurar que tuvieran el menor contacto posible con las maestras. Menos mal que llegó la democracia y se fue suavizando tanta altanería, menos mal que llegaron educadores como Don Miguel Ángel que era un hacha del respeto y del saber, a mí me ayudó mucho y potenció mi afición a la lectura y a la escritura todo lo que pudo y más, guardo un grato recuerdo de él.

            Con respecto a Cervantes tengo que decir que me gustaba mucho su sentido de la imaginación, pero también tengo que confesar que le encontré algunos defectos compositivos. Un día me pilló mi madre llorando tendida en la cama, la buena mujer se preocupó, cuando le confesé la causa estuvo a punto de pegarme un coscorrón: lloraba porque al final de la gran obra del gran autor español moría Alonso Quijano, no podía entrar en mi cabeza cómo el dichoso Miguel de Cervantes, siendo tan listo como era, había podido cometer la torpeza de matar a su protagonista y que no tuviera la novela un final feliz. Así que yo tenía tarea para rato: escribir un novelón maravilloso y alegre. Fue por eso que le dije a todos que me iría a Alcalá de Henares a estudiar y que se fueran preparando porque seguro que entraba en la lista de autores imprescindibles de la literatura española. No me digan ustedes que no han hecho daño los manuales y los libros de texto que tenemos que aprendemos en los colegios. En fin, que iba a ser escritora, pero no una escritora cualquiera, que iba a ser tan buena o mejor que Cervantes. A mi madre le pareció bien, mientras comiera a ella le daba igual lo que yo hiciera en la vida.








Consejillo: Escucha el discurso que dio Elena Poniatowska cuando le entregaron el merecidísimo premio Cervantes, es muy hermoso.








domingo, 11 de mayo de 2014

LA REALIDAD-9. Comer



           Mi madre supo desde siempre que a mí me gustaba la bollería, por eso cada vez que íbamos a Málaga capital, nos llegábamos a La Cubana que estaba en Puerta del Mar y comprábamos croissants y suizos. La verdad es que íbamos a Málaga cuando podíamos, a mí eso me despejaba mucho y me daba mucha vidilla y es que, además de no respirar, empecé a hacer muchas cosas extrañas: mientras ayudaba a mi padre a reparar el camión me escapaba de él y me ponía detrás del tubo de escape, y más de una y de dos el buen hombre tuvo que quitarme de la nube de monóxido de carbono; me dio por no beber leche, con lo importante que es que una niña beba leche, mi abuela Aurora me tenía que llamar la atención para que no me pusiera cabeza abajo y se me fuera toda la sangre al cerebro y, por último, no quería comer, nada me gustaba. Hoy, ¡Dios mío!, como de todo, ¡y con qué ganas!

            Cuando estábamos haciendo la casa mata, que construimos poquito a poco, me dio por tirarme de la primera planta abajo y, afortunadamente, sólo me torcí un pie. La verdad es que, por decirlo de alguna manera, era una temeraria; he hecho sufrir mucho a mis padres con esas ocurrencias. Un día hice que mi madre me llevara al médico porque había masticado un palillo de dientes y le dije que tenía toda la garganta llena de astillas y no podía hablar, en el fondo era una cuestión de lingüística e incomunicación, de semiótica, al fin. El caso es que fuimos al médico.

            Mi madre, que descubrió que yo comía mejor en la calle que en mi casa, aprovechaba que estábamos en la ciudad y me metía en una casa de comidas y me pedía un estofado o un cocido de pescado y yo me lo zampaba enterito. No sentábamos a la romana, mirando para la calle, a mí me distraía mucho ver pasar a la gente y así, sin darme cuenta, me metía entre pecho y espalda lo que ella quería y a mí, en la ciudad, todo me parecía delicioso.

            El itinerario era el siguiente: si podía, nada más llegar me metía un chocolate con churros, íbamos al médico, veíamos su máquina de escribir eléctrica, mi madre le decía que le dijera si yo tenía algo, porque siempre estaba lacia como un vendo, que si no me encontraba nada malo me iba a pegar una paliza, el médico le decía que estaba sana como una pera, mi madre no me pegaba la paliza y nos íbamos a hacer nuestras cosas.

            Nuestras cosas podían ser las siguientes: ver escaparates, comprar alguna tela en la Costa Azul o unos filetes de ternera en la carnicería de Don Antonio o una pescada en el mercado de Atarazanas, para rematar me compraba un cuento en la librería Denis o en la librería Ibérica. Fue así como se fue forjando mi carácter de escritora y aprendiendo a comer. Después, cuando ya había acabado nuestra excursión, mi madre me decía medio en broma: “Eres una hijapuchi”. Pero, en fin, a esas alturas ya llevábamos para casa los cuentos y  los bollos de leche de La Cubana.


Papel de la confitería Anglada-La Cubana. Sin lugar a dudas se trata de una prueba pericial científica.


Consejillo: Si quieres ser escritora tienes que comer bien, muy bien. Se desgasta una mucho elaborando una página. No olvides tomar frutas y verduras, dan alegría, pero también buenos trozos de carne y de pescado. Si es posible no te hagas vegetariana, salen composiciones demasiado leves. No abuses del vino aunque en congresos y recitales algún poeta existencialista y desgraciado te incite a ello. Lo importante es que seas la protagonista de tu propia autobiografía, todas tenemos derecho a la nuestra, por si no sabes cómo construirla ahí añado el programa del Congreso Internacional de Autobiografía en España: un balance que tuvo lugar en Córdoba en octubre de 2001.  Con ello puedes hacerte una idea de en qué consiste “el pacto autobiográfico”.






Consejillo: Ven a Córdoba a ver los patios, aquí te dejo el enlace de un estupendo mapa que ha sacado mi querido amigo Jesús Taguas para que puedas hacerte pasar por cordobés o cordobesa y no te sientas extranjera. Si no lo entiendes porque está en inglés, da igual, pregunta, todo el mundo estará dispuesto a orientarte: Habla, habla con la gente. Lánzate a hablar.



                                                                      Mapa




















domingo, 4 de mayo de 2014

LA REALIDAD - 8. La respiración



        En fin, que estaba Marco Polo y la princesa Aigiarme, y yo verdaderamente no tenía las cosas claras. Porque la princesa Aigiarme era guapa e incluso me gustaba, pero su vida la malgastó batallando. A mí las guerras nunca me han llamado la atención, no quería un futuro como el de ella, subida en su caballo y lucha que te lucha con lanzas y sangre a su alrededor como Juana de Arco.

            Conocí la vida de Juana de Arco a través de un hermoso libro con las pastas en verde agua que aquí no tengo a mano, es un libro de mi infancia, de esos que te llenan la cabeza de pajaritos. Lo que no me gustaba de la dichosa Juana es que acabara en la hoguera. Sí, todo muy bien, hablando con reyes y gentes importantes, pero al final achicharrada. (Que sepa mi amiga Virginia que conmigo no cuente para quemarme a lo bonzo).

            De la guerra sólo sabía que era una cosa muy mala, que tenía un abuelo desertor que no volvió jamás y otro perdedor que cada vez que íbamos a recoger el aguinaldo nos aburría con unas historias que a mi hermano y a mí nos venían grandes, sobre todo, porque no hablaba de la guerra que había vivido sino de otra ocurrida mucho antes: la guerra de Melilla de 1909. Se ve que el hombre para no pillarse los dedos y no comprometernos en nada extrapoló su sufrimiento y lo metió en una lucha exótica que ninguno conocíamos. Lo que tenía claro es que yo no quería ir a ninguna guerra, sobre todo porque en las guerras no se respira bien, se estresa una mucho.

            A mí me dio por no respirar y eso preocupaba a mi familia, lo hacía principalmente a la hora de la comida y mi madre, que se sentaba a mi lado, se veía obligada a decirme de vez en cuando: “Salvi, por favor, respira.” Ese defecto lo he ido arrastrando mucho tiempo hasta que mi lectora preferida, es decir, mi mujer, me dijo un día: “¿Te has dado cuenta de que a esta obra de teatro que has escrito -se refería a Por fin Antígona-, no le has puesto ni una sola coma? Que sepas que me voy a ahogar leyéndola. Salvi, por favor respira, que si no no podrán respirar los que te leen.”

            Pero yo estaba tan confundida entre Marco Polo, la princesa Aigiarme, la chalada de Juana de Arco y el masoquismo de Santa Teresa de Jesús, estaba tan falta de referentes para el placer que no entraba ni una gota de aire en mis pulmones y sentía un dolor en el pecho constante y atroz al que no sabíamos ponerle nombre. Me llevaban al médico y el médico me miraba y milagrosamente yo empezaba a respirar bien, simplemente lo hacía porque en la consulta tenía una máquina de escribir eléctrica y para mí eso era lo mejor del mundo, el culmen. Quería tener una como la de él y poder escribir yo la historia de alguien que no tuviera que sufrir ni quemarse ni meterse a monja ni ir a la guerra.

            Menos mal que poquito a poco conseguí domar los latidos de mi corazón y poner puntos y comas por todos lados. En literatura es muy importante puntuar correctamente, es una cuestión de amor propio y de cortesía hacia el lector y la lectora.


Uno de esos días en que todos estábamos confundidos y mi madre optaba por ponerme pantalón y falda a la vez y me sacaba al balcón para que respirara y yo no sabía si tenía que respirar por la nariz o por la boca.




            

            Consejillo: Nadar es una ejercicio estupendo para encontrar tu propio ritmo, no dejes de practicarlo cuando tengas posibilidad, y cuando no tengas agua imagínate que tu cama es una piscina y nada; así mi hermano y yo nos hemos hecho muchos largos de secano.