En fin, que estaba Marco Polo y la princesa Aigiarme, y yo verdaderamente no tenía las cosas claras. Porque la princesa Aigiarme era guapa e incluso me gustaba, pero su vida la malgastó batallando. A mí las guerras nunca me han llamado la atención, no quería un futuro como el de ella, subida en su caballo y lucha que te lucha con lanzas y sangre a su alrededor como Juana de Arco.
Conocí la vida de Juana de Arco a
través de un hermoso libro con las pastas en verde agua que aquí no tengo a
mano, es un libro de mi infancia, de esos que te llenan la cabeza de pajaritos.
Lo que no me gustaba de la dichosa Juana es que acabara en la hoguera. Sí, todo
muy bien, hablando con reyes y gentes importantes, pero al final achicharrada.
(Que sepa mi amiga Virginia que conmigo no cuente para quemarme a lo bonzo).
De la guerra sólo sabía que era una
cosa muy mala, que tenía un abuelo desertor que no volvió jamás y otro perdedor
que cada vez que íbamos a recoger el aguinaldo nos aburría con unas historias
que a mi hermano y a mí nos venían grandes, sobre todo, porque no hablaba de la
guerra que había vivido sino de otra ocurrida mucho antes: la guerra de Melilla
de 1909. Se ve que el hombre para no pillarse los dedos y no comprometernos en nada extrapoló su sufrimiento y lo metió en una lucha exótica que ninguno
conocíamos. Lo que tenía claro es que yo no quería ir a ninguna guerra, sobre
todo porque en las guerras no se respira bien, se estresa una mucho.
A mí me dio por no respirar y eso
preocupaba a mi familia, lo hacía principalmente a la hora de la comida y mi
madre, que se sentaba a mi lado, se veía obligada a decirme de vez en cuando:
“Salvi, por favor, respira.” Ese defecto lo he ido arrastrando mucho tiempo
hasta que mi lectora preferida, es decir, mi mujer, me dijo un día: “¿Te has
dado cuenta de que a esta obra de teatro que has escrito -se refería a Por fin Antígona-, no le has puesto ni
una sola coma? Que sepas que me voy a ahogar leyéndola. Salvi, por favor
respira, que si no no podrán respirar los que te leen.”
Pero yo estaba tan confundida entre
Marco Polo, la princesa Aigiarme, la chalada de Juana de Arco y el masoquismo
de Santa Teresa de Jesús, estaba tan falta de referentes para el placer que no
entraba ni una gota de aire en mis pulmones y sentía un dolor en el pecho
constante y atroz al que no sabíamos ponerle nombre. Me llevaban al médico y el
médico me miraba y milagrosamente yo empezaba a respirar bien, simplemente lo
hacía porque en la consulta tenía una máquina de escribir eléctrica y para mí
eso era lo mejor del mundo, el culmen. Quería tener una como la de él y poder
escribir yo la historia de alguien que no tuviera que sufrir ni quemarse ni
meterse a monja ni ir a la guerra.
Menos mal que poquito a poco
conseguí domar los latidos de mi corazón y poner puntos y comas por todos
lados. En literatura es muy importante puntuar correctamente, es una cuestión
de amor propio y de cortesía hacia el lector y la lectora.
Consejillo:
Nadar es una ejercicio estupendo para encontrar tu propio ritmo, no dejes de
practicarlo cuando tengas posibilidad, y cuando no tengas agua imagínate que tu
cama es una piscina y nada; así mi hermano y yo nos hemos hecho muchos largos
de secano.