domingo, 20 de mayo de 2012

Capítulo I : Emigrantes - 4ª Toma


En el quirófano todos los empleados alrededor de mi madre contemplaban a un hidrocéfalo tan grande como el que describe el estrambótico Valle-Inclán en su Divinas Palabras. Era un monstruo y espantó a todos, el médico le dio un cachete y lanzó un grito desgarrado que interrumpió las cavilaciones morbosas de mi abuela. El hospital quedó callado, parecía un sepulcro grande atravesado por una ola de terror. Después se hizo el silencio, un silencio de funeral. El médico le dio otro cachete, pero esta vez el niño no dijo nada, simplemente echó su cara morada hacia adelante como queriendo entrar en su propio ombligo y le dio un repelús a lo largo de toda la columna vertebral, después un par de convulsiones y catapún chimpún, la palmó.

Lo pusieron boca abajo en una cuna blanca, fue entonces cuando se dieron cuenta de que el niño tenía señalada en la espalda una mano diminuta que le había hecho fuerte presión, como si alguien le hubiera empujado. Miraron los malayos de nuevo en el vientre de mi madre y me encontraron a mí, perdida como una sanguijuela, en medio de la placenta. Las enfermeras se miraron unas a otras y fijaron, extrañadas, sus ojos pseudocientíficos.

Yo salí riéndome, delgaducha como una rata y transparente como el cristal. No necesitaron pegarme para saber si vivía, continué con las risas un buen rato, estaba feliz, tal vez de verme liberada de aquella prisión a la que me tenían sometida mi madre y mi propio hermano. Me echaron a una cuna grande y se ve que estiré mis piernas y mis brazos y me alegré al conquistarla porque según el doctor no paré de reír durante toda la noche. Ellos, a simple vista, se dieron cuenta de que no era más grande que un kilo de azúcar y también se pusieron contentos, no en vano habían ayudado a venir al mundo a un feto malayo.

Salieron a la sala de espera y, con gestos, le comunicaron a mi abuela que ya había una criatura que celebrar, pero que no podía verla porque me habían puesto entre estufas para que no me enfriara, también le dijeron que su hija estaba bien. Mi abuela veló armas durante toda la noche en aquella sala fría, los zapatos le apretaban y no fue hasta el amanecer, cuando las luces rompían, que se dio cuenta de que, con las prisas, se había calzado al revés.

Por la mañana fue a ver a su hija que con la boca pastosa le preguntaba qué había sido del recién nacido Paquito. Mi abuela la tranquilizó, le dijo que todo marchaba como Dios manda, que no se apurara por nada. A eso de las doce llegó mi padre con sus ojos enturbiados por alucinaciones, contento porque había soñado, de nuevo, con la escena de la capa y la entrega de la medalla en una región fría. Estaba seguro de que su hijo sería un Abderramán o un Alejandro Magno o un Washington, por eso le traía de regalo una brújula y un látigo, y para mi madre una lata de leche condensada.

 Los médicos le explicaron el proceso, vio a su hijo cabezón sin hálito de vida y con la espalda señalada y lloraron él y todas sus esperanzas, después le mostraron la otra cuna donde estaba yo relajada, disfrutando de mis terrenos, y cuando le vi la cara al impostor de Jimmy dicen que lancé una carcajada mucho más grande que el grito que dio mi hermano al morir. Mi padre me soltó avergonzado, los médicos le preguntaron cómo me llamaría y él respondió que no se lo había planteado, que jamás, ni en sueños ni en vigilia, se le había pasado por la mente que tendrían una niña.

Cuando le dieron el alta a mi madre, tanto mi abuela, el impostor Jimmy como ella se fueron cabizmordidos. Yo iba muy feliz aunque ya me daba en el corazón que tendría que luchar mucho en esta vida para ganar mi puesto, que eso de los nueve meses había sido moco de pavo para lo que me esperaba, pero bueno, por lo menos ya había vencido en la primera partida.

Me pusieron en una habitación sin ventanas y continuaron dándome calor con las estufas hasta que mi piel dejó de ser traslúcida y se convirtió en una superficie blanca como las gachas de harina, leche y azúcar. Pero sus indiferencias eran evidentes, la Carmen fumaba cada día más hasta que las tetas se le pusieron negras de tanta nicotina y mi padre me miraba de reojo con ganas de estrangularme. No es que yo fuera muy inteligente, pero se percibía en el ambiente cierta hostilidad. La verdad es que no les caía muy bien, no tuve sonajero ni chupete y cuando acabé de cocerme apagaron las estufas y me dejaron allí arrumbada con los demás trastos que sobraban. Rodeada de maletas viejas, de cajas vacías, de la ropa inservible y de todos los cacharros que ya no tenían ningún uso conocido, permanecía yo en mi cuna durante todo el día aburrida y sonriente.

Cuando llegaba la hora de la comida venía mi abuela y me daba la papilla mientras despotricaba de aquel país tan insulso donde había ido a parar. De vez en cuando me peinaba o me echaba colonia, pero lo hacía como si arreglara un muñeco que nunca fuera a crecer, un muñeco al que tarde o temprano se le gastarían las pilas y dejaría de moverse y, entonces sí, echarían a la basura con las otras piltrafas. Por la noche llegaba mi padre y se asomaba a la puerta de la habitación, entonces yo intentaba hacerme la graciosa, levantar los brazos, tirarme un peo, babear con la boca abierta y la sonrisa como escudo, pero el maldito no se daba por aludido, que volvía la espalda, se daba media vuelta y se iba musitando un “pobrecito mi Paquito, pobrecito Dios mío”.

Mi madre sí que me tenía ojeriza, esa sí que no se acercaba para nada, se creía que yo era un cocodrilo que podía morderla, así que no le veía ni la sombra. Algunas noches, para vengarme, empezaba a llorar como una desesperada, entonces venía Sailor Jimmy o mi abuela a consolarme y yo ponía la cara angelical de una belleza dulce para darles a entender que lo que necesitaba era cariño y que me agradaba que me tuvieran en sus brazos. Pero ellos no comprendían esa alegría que en mi bullía ni el ansia de vida que había en mi interior. Dejé de llorar por cojones la noche que mi padre en calzoncillos y con los pelos tiesos me dijo a voz en grito que si no me callaba me iba a estampillar contra la pared. Parece que no, pero los niños comprenden más de lo que imaginan los mayores. Desde aquella noche me callé y me limité a sobrevivir sin hacer ningún mérito porque se veía que daba igual lo que yo me inventara, no había sido bienvenida; ellos esperaban al prohombre Paquito que alzaría sus apellidos por toda la tierra y los haría importantes, sin embargo, habían tenido a una niña enclenque y con cabeza de colibrí.

Parece ser que fue a mi madre a la que más le afectó este fracaso, tal vez ella se sentía desanimada al no haber sido capaz de dar a luz por sus propios medios y se culpabilizaba de la pérdida, lo cierto es que no me hacía ningún caso, es más, si hubiera podido, habría negado que yo había estado en su vientre. A mi abuela también pareció molestarle mi llegada, ella que se había hecho un viaje tan largo para después tener una nieta como una lagartija, casi sin pelo. Lo cierto es que eché por alto las esperanzas de todos y hacían sus tareas con aire rutinario como si ya hubieran perdido aquella luz-guía que era el PROGRESO. La desidia fue en aumento y se olvidaban de cambiarme los pañales y entonces sí que lloraba a solas durante todo el día sin que nadie me escuchara, estaba escocía, llena de legañas y envuelta en miserias, solo me consolaba una foto de la Sagrada Familia que tenían colgada en una de las paredes y la almohada que empecé a abrazar como si fuera una hermana.

El cielo es una cabaña llena de ambiciones.

  Aquello había que solucionarlo como fuera, pero la verdad, yo todavía no sabía lo que era el mundo de las ideas y me costaba trabajo llegar a alguna conclusión certera. Llorar, llorar, solo llorar y por las noches callar para no molestarlos. Mi vida consistía en hacer como que no vivía y me acostumbré a aquella soledad donde no veía ni una cara, creyendo que todo el mundo era un inmenso vacío donde solo existían unas cuantas personas: el impostor de Jimmy, Carmen la de las tetas negras y mi abuela con sus zapatos al revés.

Aburrida y sin juguetes, un día empecé a amasar mi propia mierda, no sabía lo que hacía, simplemente había tanta que empecé a hacer una columna erguida y otra y otra hasta que me quedó un palacio de excremento, después me dormí y con las manos sucias dejé dibujada mis huellas sobre las sábanas. Aquella noche, cuando Jimmy se asomó a mi puerta vio un túmulo que se levantaba de la propia cuna, se acercó con pasos quedos y estuvo inspeccionando la construcción, después miró a su alrededor y más tarde mis huellas impresas. Yo no le hice puto caso, ya me tenían harta estos tres gatos ingratos. Él corrió a la salita y llamó a mi madre, quien por una vez entró en la habitación.

-Mira, la niña ha hecho la Sagrada Familia a escala -dijo Jimmy señalando la foto que tenía              enfrente.
 -Es una guarra -respondió mi madre.                                                                  
 -No, es una artista. Y fíjate, ésta es su mano, la misma que tenía Paquito tatuada en su espalda.
 -Mi pobre Paquito, no me lo recuerdes; si yo hubiera podido parir no se habría muerto el chiquillo.
 -Carmen, ¿no te das cuenta de lo que te digo? Ésta es una artista, un monstruo, es más fuerte que su propio hermano y tiene más reaños. Venga, sácala de aquí, que yo voy por la Enciclopedia Británica. (Continuará)