En el
quirófano todos los empleados alrededor de mi madre contemplaban a un
hidrocéfalo tan grande como el que describe el estrambótico Valle-Inclán en su Divinas
Palabras. Era un monstruo y espantó a todos, el médico le dio un cachete y
lanzó un grito desgarrado que interrumpió las cavilaciones morbosas de mi
abuela. El hospital quedó callado, parecía un sepulcro grande atravesado por
una ola de terror. Después se hizo el silencio, un silencio de funeral. El
médico le dio otro cachete, pero esta vez el niño no dijo nada, simplemente
echó su cara morada hacia adelante como queriendo entrar en su propio ombligo y
le dio un repelús a lo largo de toda la columna vertebral, después un par de
convulsiones y catapún chimpún, la palmó.
Lo
pusieron boca abajo en una cuna blanca, fue entonces cuando se dieron cuenta de
que el niño tenía señalada en la espalda una mano diminuta que le había hecho
fuerte presión, como si alguien le hubiera empujado. Miraron los malayos de
nuevo en el vientre de mi madre y me encontraron a mí, perdida como una
sanguijuela, en medio de la placenta. Las enfermeras se miraron unas a otras y
fijaron, extrañadas, sus ojos pseudocientíficos.
Yo
salí riéndome, delgaducha como una rata y transparente como el cristal. No
necesitaron pegarme para saber si vivía, continué con las risas un buen rato,
estaba feliz, tal vez de verme liberada de aquella prisión a la que me tenían sometida mi madre y mi propio hermano. Me echaron a una cuna grande y se ve que
estiré mis piernas y mis brazos y me alegré al conquistarla porque según el
doctor no paré de reír durante toda la noche. Ellos, a simple vista, se dieron
cuenta de que no era más grande que un kilo de azúcar y también se pusieron
contentos, no en vano habían ayudado a venir al mundo a un feto malayo.
Salieron
a la sala de espera y, con gestos, le comunicaron a mi abuela que ya había una
criatura que celebrar, pero que no podía verla porque me habían puesto entre
estufas para que no me enfriara, también le dijeron que su hija estaba bien. Mi
abuela veló armas durante toda la noche en aquella sala fría, los zapatos le
apretaban y no fue hasta el amanecer, cuando las luces rompían, que se dio
cuenta de que, con las prisas, se había calzado al revés.
Por la
mañana fue a ver a su hija que con la boca pastosa le preguntaba qué había sido
del recién nacido Paquito. Mi abuela la tranquilizó, le dijo que todo marchaba
como Dios manda, que no se apurara por nada. A eso de las doce llegó mi padre
con sus ojos enturbiados por alucinaciones, contento porque había soñado, de
nuevo, con la escena de la capa y la entrega de la medalla en una región fría.
Estaba seguro de que su hijo sería un Abderramán o un Alejandro Magno o un
Washington, por eso le traía de regalo una brújula y un látigo, y para mi madre
una lata de leche condensada.
Los médicos le explicaron el proceso, vio a su
hijo cabezón sin hálito de vida y con la espalda señalada y lloraron él y todas
sus esperanzas, después le mostraron la otra cuna donde estaba yo relajada,
disfrutando de mis terrenos, y cuando le vi la cara al impostor de Jimmy dicen
que lancé una carcajada mucho más grande que el grito que dio mi hermano al
morir. Mi padre me soltó avergonzado, los médicos le preguntaron cómo me
llamaría y él respondió que no se lo había planteado, que jamás, ni en sueños
ni en vigilia, se le había pasado por la mente que tendrían una niña.
Cuando
le dieron el alta a mi madre, tanto mi abuela, el impostor Jimmy como ella se
fueron cabizmordidos. Yo iba muy feliz aunque ya me daba en el corazón que tendría
que luchar mucho en esta vida para ganar mi puesto, que eso de los nueve meses
había sido moco de pavo para lo que me esperaba, pero bueno, por lo menos ya
había vencido en la primera partida.
Me
pusieron en una habitación sin ventanas y continuaron dándome calor con las
estufas hasta que mi piel dejó de ser traslúcida y se convirtió en una superficie
blanca como las gachas de harina, leche y azúcar. Pero sus indiferencias eran
evidentes, la Carmen fumaba cada día más hasta que las tetas se le pusieron
negras de tanta nicotina y mi padre me miraba de reojo con ganas de
estrangularme. No es que yo fuera muy inteligente, pero se percibía en el
ambiente cierta hostilidad. La verdad es que no les caía muy bien, no tuve
sonajero ni chupete y cuando acabé de cocerme apagaron las estufas y me dejaron
allí arrumbada con los demás trastos que sobraban. Rodeada de maletas viejas,
de cajas vacías, de la ropa inservible y de todos los cacharros que ya no
tenían ningún uso conocido, permanecía yo en mi cuna durante todo el día
aburrida y sonriente.
Cuando
llegaba la hora de la comida venía mi abuela y me daba la papilla mientras
despotricaba de aquel país tan insulso donde había ido a parar. De vez en
cuando me peinaba o me echaba colonia, pero lo hacía como si arreglara un
muñeco que nunca fuera a crecer, un muñeco al que tarde o temprano se le
gastarían las pilas y dejaría de moverse y, entonces sí, echarían a la basura
con las otras piltrafas. Por la noche llegaba mi padre y se asomaba a la puerta
de la habitación, entonces yo intentaba hacerme la graciosa, levantar los
brazos, tirarme un peo, babear con la boca abierta y la sonrisa como escudo,
pero el maldito no se daba por aludido, que volvía la espalda, se daba media
vuelta y se iba musitando un “pobrecito mi Paquito, pobrecito Dios mío”.
Mi
madre sí que me tenía ojeriza, esa sí que no se acercaba para nada, se creía
que yo era un cocodrilo que podía morderla, así que no le veía ni la sombra.
Algunas noches, para vengarme, empezaba a llorar como una desesperada, entonces
venía Sailor Jimmy o mi abuela a consolarme y yo ponía la cara angelical de una
belleza dulce para darles a entender que lo que necesitaba era cariño y que me
agradaba que me tuvieran en sus brazos. Pero ellos no comprendían esa alegría
que en mi bullía ni el ansia de vida que había en mi interior. Dejé de llorar
por cojones la noche que mi padre en calzoncillos y con los pelos tiesos me
dijo a voz en grito que si no me callaba me iba a estampillar contra la pared.
Parece que no, pero los niños comprenden más de lo que imaginan los mayores. Desde
aquella noche me callé y me limité a sobrevivir sin hacer ningún mérito porque
se veía que daba igual lo que yo me inventara, no había sido bienvenida; ellos
esperaban al prohombre Paquito que alzaría sus apellidos por toda la tierra y
los haría importantes, sin embargo, habían tenido a una niña enclenque y con
cabeza de colibrí.
Parece ser que fue a mi madre a la que más le afectó este
fracaso, tal vez ella se sentía desanimada al no haber sido capaz de dar a luz
por sus propios medios y se culpabilizaba de la pérdida, lo cierto es que no me
hacía ningún caso, es más, si hubiera podido, habría negado que yo había estado
en su vientre. A mi abuela también pareció molestarle mi llegada, ella que se
había hecho un viaje tan largo para después tener una nieta como una lagartija,
casi sin pelo. Lo cierto es que eché por alto las esperanzas de todos y hacían
sus tareas con aire rutinario como si ya hubieran perdido aquella luz-guía que
era el PROGRESO. La desidia fue en aumento y se olvidaban de cambiarme los
pañales y entonces sí que lloraba a solas durante todo el día sin que nadie me
escuchara, estaba escocía, llena de legañas y envuelta en miserias, solo me
consolaba una foto de la Sagrada Familia que tenían colgada en una de las
paredes y la almohada que empecé a abrazar como si fuera una hermana.
El cielo es una cabaña llena de ambiciones. |
Aquello
había que solucionarlo como fuera, pero la verdad, yo todavía no sabía lo que
era el mundo de las ideas y me costaba trabajo llegar a alguna conclusión
certera. Llorar, llorar, solo llorar y por las noches callar para no
molestarlos. Mi vida consistía en hacer como que no vivía y me acostumbré a
aquella soledad donde no veía ni una cara, creyendo que todo el mundo era un
inmenso vacío donde solo existían unas cuantas personas: el impostor de Jimmy,
Carmen la de las tetas negras y mi abuela con sus zapatos al revés.
Aburrida y sin juguetes, un día empecé a amasar mi propia
mierda, no sabía lo que hacía, simplemente había tanta que empecé a hacer una
columna erguida y otra y otra hasta que me quedó un palacio de excremento,
después me dormí y con las manos sucias dejé dibujada mis huellas sobre las
sábanas. Aquella noche, cuando Jimmy se asomó a mi puerta vio un túmulo que se
levantaba de la propia cuna, se acercó con pasos quedos y estuvo inspeccionando
la construcción, después miró a su alrededor y más tarde mis huellas impresas.
Yo no le hice puto caso, ya me tenían harta estos tres gatos ingratos. Él
corrió a la salita y llamó a mi madre, quien por una vez entró en la
habitación.
-Mira, la niña ha hecho la Sagrada Familia a escala -dijo
Jimmy señalando la foto que tenía enfrente.
-Es una guarra -respondió mi madre.
-No, es una artista. Y fíjate, ésta es su mano, la misma
que tenía Paquito tatuada en su espalda.
-Mi pobre Paquito, no me lo recuerdes; si yo hubiera
podido parir no se habría muerto el chiquillo.
-Carmen, ¿no te das cuenta de lo que te digo? Ésta es una
artista, un monstruo, es más fuerte que su propio hermano y tiene más reaños. Venga,
sácala de aquí, que yo voy por la Enciclopedia Británica. (Continuará)