Sí, aquella fue una
jornada memorable porque mi padre no dejó de narrarla durante años. Por la
noche Sailor Jimmy se fue al barrio chino y le compró a su esposa un disco de
Raquel Meller donde cantaba La Violetera y al día siguiente corrió al
templo de las mil luces en Race Course Road y rezó frente al buda de quince
metros iluminado por bombillas multicolores.
Mi
madre lloró al escuchar la voz aguda de Raquel que le traía recuerdos de su
lejana España, ella hubiera preferido una placa de Juanito Valderrama; pero
bueno, la voz pitosa de la Meller que parecía salir del hervor constante de una
olla de coles le sirvió para la catarsis. Mi madre le escribió a su familia
diciéndole que estaba en un país donde la gente no tiraba los chicles al suelo
ni le echaba azafrán al arroz, también les contó el cuento de la lechera; eso
sí, para ello emuló la voz de la cupletista: dijo que estaba muy contenta con su
suerte, que no se cambiaría por una duquesa o la mismísima princesa de la
cristiandad, que su flamante marido iba a instalar un negocio que les aportaría
múltiples dividendos y que después formaría una red de establecimientos
repartidos por toda Malasia.
La
familia de Granada no se inmutó por la comunicación porque ellos no sabían
dónde estaba Malasia, lo que querían era una foto de su hija vestida de novia,
pero mi padre estaba muy atareado para hacerse fotos, acababa de abrir su pub
irlandés donde servía cerveza negra mientras mi madre, cada día más patriota,
ponía música de Estrellita Castro o Juanita Reina. ¡Cuánto se sufre en el
exilio! “Carmen, me vas a echar por alto el negocio”, decía mi padre. Pero mi
madre no atendía a ningún marketing comercial, ella simplemente echaba de menos
su tierra y empezó a hacerse los vestidos con volantes y a ponerse flores en el
coco como si fuera una postal antigua, también empezó a fumar en una cachimba
fina y blanca, de espuma de mar, mientras escuchaba Suspiros de España
con auténtica morriña.
Menos
mal que por lo menos les daba gusto el joder y encontraron el tranquillo de tal
manera que estaban todo el tiempo enganchados como perros. Mi madre hasta se
desmayaba y meneaba el vientre y aprendió a dar masajes vaginales como si fuera
oriental. En su cuerpo se estaba dando una extraña metamorfosis recogiendo lo
más llamativo de cada folklore, parecía una diosa inaudita llena de collares y
guirnaldas, con una sabiduría, dada por la desesperación y la nostalgia, digna de
cualquier sacerdote taoísta aunque ella, con menos paciencia y con su cara de
mora y de hambre de jazmines, no podía negar que había nacío en Andalucía.
El
colmo llegó con la Navidad. Mi madre se empeñó en adornar el pub con un belén
de arcilla y de fondo Los campanilleros de la Niña de la Puebla. Además
hizo borrachuelos mientras recordaba a toda su ralea y se quejaba porque no
encontraba vino dulce ni anís de La Asturiana para echárselo a la masa. Sailor
Jimmy no sabía qué hacer, él decía que Singapur era la hostia, que allí se
ataban los perros con longanizas, que no se podía vivir mejor. Mi madre le
respondía que de eso nada, que hablaba así porque él nunca había tenío suelo;
como estaba acostumbrado a flotar era un hombre sin raíces, pero que ella se
moría de pena y humedad y aquello tenía que cambiar. Sailor Jimmy estaba ciego,
sólo tenía ojos para su negocio y su prosperidad, para crear su futuro y su
progreso. ¡Ay, el progreso! Cuántos dolores de cabeza nos iba a dar esa
palabra. Primero venía el Progreso y
después el Triunfo, por ese orden.
primero venía el Progreso y después el Triunfo primero venía el Progreso y después el Triunfo primero venía el Progreso y después el Triunfo. ¡Qué locura de cantinela entre copas de vencedores! |
Y
cuando mi padre decía Triunfo se le llenaba la boca de esperanza y le
acariciaba a mi madre su barriga redonda donde yo ya era un bulto. Fue por
aquella época cuando mi madre descubrió que su marido había perdido el acento
inglés y le preguntó que qué le estaba pasando. Jimmy se hizo el tonto y le
brillaron sus ojos de farsante mientras derramaba unos lagrimones antiguos.
-¿Qué te pasa? Dime -dijo Carmen.
-Ná, ¿qué me va a pasar? -respondió Jimmy.
Pero mi madre cuando dijo “Ná” empezó a sospechar, fue a
Temple street y le compró una manta alpujarreña y un trabuco y le dijo que se
dejara de pub irlandés, que ella quería una taberna. Él se ciñó la manta
apesadumbrado y con la emoción en los ojos. De esa guisa se fueron a un
fotógrafo, mi madre se compró un vestido blanco y tras un decorado de un
palacio escalonado como una pirámide se hicieron la foto de novios que enviaron
a sus respectivas familias.
-¿Y tú dónde la vas a mandar? -preguntó mi madre.
-¿A dónde, a dónde? A mi casa.
-¿Pero dónde tienes tú las raíces?
Mi padre se puso colorao, colorao mientras con faltas de
ortografía escribía en el remite: Pa Ramiro Sanchez. El Perche. Malaga.
Así se enteró mi madre de que se había casao con un indígena de su propio país
y que los dos eran un par de pobres almas perdidas en Singapur.
La Carmen descubrió que su marido se llamaba Joselito
Sánchez y que toda la vida de Dios había sido jabegote, de ahí su afición a la
mar, que aprendió a cocinar en un chiringuito de El Palo, donde hacía ajoblanco
con uvas moscatel y asaba espetos de sardinas en la arena de la playa con los
pantalones arremangaos, como el que va a montar en bicicleta, y en la camisa
llevaba un nudillo a la altura del ombligo igual que un palmero de un cuadro
flamenco. Mi madre le dijo que había abusao de ella, que era un trolero y él no
se defendió. Poco a poco descubrimos todos que lo suyo con los acentos era
inconsciente y se le pegaba la forma de hablar de los otros por el inmenso amor
que profesaba a cualquiera. Bueno, arreglaron como pudieron aquella confusión,
pero la Carmen se empeñó, ahora con más razón que nunca, en que el pub se debía
transformar totalmente en una taberna castiza y que debían expender vino y
poner tapas de buñuelos con bacalao, con ajo y perejil y tortilla de papa; lo
de la música también quedó claro: que sonaran las obras completas de Antonio
Molina como tortura doméstica hasta que Sailor Jimmy recuperara el entero
aprecio por su tierra despreciada de una manera tan humillante.
Esto si son sardinas |
A la taberna la bautizaron con el nombre de El
Cenachero y mi padre iba y venía entre las músicas impuestas pregonando
pescaíto frito o voceando cada vez que alguien le daba bote, que lo echaba en
un sujetador de esparto que pusieron en una esquina de la barra.
Progresaron
mucho en poco tiempo porque los malayos descubrieron otra forma de comer
alejada del curry, el pollo tandoori o el pomfret con salsa negra. Por las
mañanas hacían churros con chocolate y aquello sí que se convirtió en una
delicia admirada por el público. Así se pasaban los días mientras mi madre iba
engordando cada vez más y se puso como un bombo hasta que quedó impedida y ya
no podía estar detrás del mostrador.
Joselito
Sánchez dijo que su mujer albergaba en su vientre a un macho, a un digno
heredero y que ese heredero sería famoso y grande, tan grande como Cristóbal
Colón. Mi padre, que tenía la facultad de imaginar los nombres y apellidos de
la gente célebre antes, incluso, de que estos hubieran nacido, se equivocaba en
esta ocasión. Es cierto, mi padre llevaba en su cabeza una guía telefónica de
personajes deslumbrantes que cambiarían el mundo y esta lista la conjugaba con
otra de personajes ya consagrados como el Papa Juan XXIII o el mismísimo De
Gaulle. Él sabía, sin que nadie se lo dijera, que un día un tal Julio Iglesias
se haría una casa en Miami y sería tan espectacularmente conocido como Frank
Sinatra. También sabía que a España llegaría un tal Felipe González, hijo de un
lechero, que daría un pelotazo en el reino como nadie jamás había conocido;
porque mi padre sabía que, tarde o temprano, su país sería un reino y
entraríamos en la OTAN. Esa facultad suya para el famoseo le venía en sueños y,
de pronto, se despertaba con los ojos nublados de sabiduría y nos confesaba:
-He soñado con Bill Gates.
-¿Quién
es ese? -preguntaba mi madre.
-Un tío que va a inventar unas pantallas donde cabe tó y
se hará más rico que la propia Iglesia.
Mi madre le constestaba:
-¿Unas pantallas para qué?
-Yo no lo sé, pero ese tío se va a forrar seguro -respondía
mi padre. (Continuará)