Ellos tenían su propia forma de contar las cosas: dijeron
que el barco arribó a París una mañana de mayo en que la luz, más azul que
nunca, envolvía la Torre Eiffel en un aura de misterio. Dijeron que el
encargado de la aduana no me dejaba pasar porque no estaba registrada en ningún
sitio ni mi nombre constaba en el pasaporte; regatearon con el guardia y tras
muchas discusiones el hombre hizo la vista gorda. Para adquirir la ceguera
tuvieron que dejarle una radio transoceánica que llevaban como obsequio y los
ahorros que mi madre guardaba en el sostén.
De la travesía contaban que se la pasaron vomitando.
Bueno, solo mi abuela y mi madre, porque Sailor Jimmy estaba acostumbrado al
oleaje. Él se hizo amigo de unos excursionistas que eran astrónomos y estaban
dibujando un nuevo mapa de las estrellas, también había uno que era experto
culinario y estaba escribiendo un libro de recetas en el que recogía típicos
platos de los cinco continentes. Fue Stephan, el cocinero, quien hizo más
amistad con mi padre y le dijo que si tenía una hija con esas cualidades debía
mostrarle París y todos sus monumentos, que los terrenos de la república eran
buen fermento para un genio y si Francia, por algo se caracterizaba, era por
acoger en su seno a todos los visitantes que mostraran aptitudes para ser
grandes de la historia.
En la cubierta del barco, mecida por las corrientes y
arropada por el sol, los científicos me inspeccionaron como si fuera un
conejillo de indias; a simple vista no encontraron nada extraño, pero dicen que
cuando mi padre me cogió en brazos y me enseñó el horizonte, yo me alborocé como
un animalillo liberado y con mi dedo minúsculo señalé el astro que se escondía,
entonces todos pudieron contemplar el famoso rayo verde. Esta fue la razón por
la que los instruidos estudiosos dijeron que debía visitar París y que los
niños en sus pupilas vírgenes recogen las primeras impresiones con más fuerza
que nadie, que era necesario que mi retina diminuta se acostumbrara a lo
sublime y qué mejor manera de domesticar el ojo que ver las maravillas
recogidas por los franceses: el Museo del Louvre y todas sus antigüedades
griegas y los cuadros de Leonardo Da Vinci, las vidrieras de la Sainte-Chapelle,
el obelisco traído de Egipto, el Sacre-Coeur y el Partenón. Stephan nos ofreció
su casa, pero a mi padre le vino a la memoria su antigua relación con Rafael y
Nicasia y, después de agradecer el ofrecimiento, convino que era mejor que nos
quedáramos con sus compatriotas, que al fin y al cabo éramos como parientes y
comprenderían mejor las costumbres de sus invitados.
-¿Y la Torre Eiffel?- dijo
mi padre.
-¿Qué pasa con la Torre Eiffel?- preguntó Stephan.
-¿Usted cree que influirá a mi chiquilla?
-Estoy seguro, ahora eso sí, tiene que subir usted hasta
el último piso, eso los niños lo sienten y lo recuerdan durante toda su vida.
-Yo creo que la niña va a ser arquitecta.
-No sé qué decirle, a mí me ha parecido que apunta como
descubridora. Poco importa la profesión que escoja, lo que interesa es que
tenga vocación.
No sé cómo mi padre daba siempre con la horma de su
zapato, sería por esa buena voluntad que ponía en los acentos y que los demás
interpretaban como una innata predisposición por agradar, lo cierto es que con
todo el mundo que hablaba acababa llevándolo a sus terrenos y lo hacía
partícipe de sus ambiciones y parecían sucumbir a su misma locura. La verdad es
que cuando bajó del barco preguntó “¿Dónde están les maletes?” y añadió
“Me voy a comprar una corbate en la capital de la moda”, de eso a
convencerse de que ya hablaba francés solo había un paso. Mi madre no estaba
muy contenta con esta nueva parada en el trayecto, ya conocía a su marido y
sabía que como el buen hombre se empecinara en quedarse una temporada en el
país de los gabachos ella no podría soportarlo; hacía siglos que tenía ganas de
probar unas lentejas con tomates de verdad y su cebollita y su pimiento verde y
su aceite de oliva, y aquella tierra le olía entera a mantequilla.
Nicasia y Rafael, guardeses del Père Lachaise, se
pusieron muy contentos cuando nos vieron llegar, ellos estaban muy ocupados
allí, rodeados de muertos. Decían que vivían muy bien y mú requetetranquilos en
un sitio donde los difuntos eran tan educaos; y es que en aquel cementerio
reposaban múltiples personajes ilustres. Mi padre cuando oyó aquello no pudo
disimular su arrebato y Rafael tuvo que coger una linterna para enseñarle las
tumbas. Caminaron por el camposanto dando tropezones de entusiasmo, Jimmy
Sailor estaba convencido de que hasta allí nos había conducido el destino y que
no sería en vano. Se le salía el corazón cuando vio tanto nombre importante
mientras Rafael, que actuaba de guía, le relataba la vida de cada fiambre.
Quedó sorprendido ante el túmulo de la familia Hugo. Aquella misma noche, y sin
atender a las razones de mi madre, me llevó a ver lo que él mismo, momentos
antes, había visto, y me dejó tirada en el suelo jugando con los gatos.
-¿Quién es el Hugo ese pa
tener a su familia tan bien enterrá?
-Un escritor -respondió Rafael.
-¿Qué hace falta para ser escritor?- preguntó mi padre.
-Nada, saber leer y escribir- dijo Rafael.
-¿Entonces con un poco de papel y un lápiz es suficiente?
-Sí, con eso sobra.
-Sale más barato que una carrera de Arquitectura.
-Mucho más.
Mi padre se quedó cavilando mientras Rafael adecentaba
los jarrones con flores.
-¿Este Hugo viene a ser más o menos como Cervantes?
-¿Quién?- preguntó Rafael, que solo se conocía las
historias de los que había enterrados en su cementerio.
-El del Qujote.
-¡Ah, ese loco de los molinos!
-El mismo.
-Sí, una cosa así, chispa más o menos. He escuchao hablar
de ese Cervantes, pero pa mí que era un chiflao de tres al cuarto porque aquí
no está enterrao.
-Él tendrá su tumba en un cementerio español, como Dios
manda.
-Yo qué sé, tal vez no, en nuestra tierra no respetamos
ni los deseos de los muertos.
-Tonterías.
Nos fuimos taciturnos hacia la casa, yo con el ronroneo
de los gatos en la cabeza, Rafael con sus reflexiones sobre literatura comparada y
mi padre con el griterio sublevado de una olla de grillos mental que no le dejó dormir
durante toda la noche. Bueno, no sé si era su imaginación la que le impedía
pegar ojo o las morcillas que puso Nicasia para cenar. Nos metieron a todos en
un mismo cuarto y mi abuela roncaba y daba resoplidos mientras que Jimmy Sailor
no cesaba de fantasear con el TRIUNFO.
El sueño de Jimmy Sailor
Raso escarlata,
subalterno
azabache,
mientras
duerme la gloria
y
el fracaso
sobre
el ropero del mentir.
(Continuará)