A la mañana siguiente, con los ojos rojizos por el
desvelo, mi padre nos dijo que íbamos a visitar la ciudad. A Nicasia le pareció
bien y pensó en acompañarnos, porque ella no tenía ratos de distracción ni
esparcimiento y aprovecharía nuestra visita para relajarse un poco. Guiados por
Nicasia nos subimos en el metro, aquello era la octava maravilla, mi padre no
reparó en elogios mientras que mi madre y mi abuela iban asustadas abrazadas la
una a la otra. Cuando llegamos a la Torre Eiffel a mi padre se le desencajaron
las mandíbulas de tanta admiración y la Carmen tuvo que pegarle un bofetón para
que volviese a su estado normal. Mi abuela dijo que ella no subía hasta lo
alto, que le daba vértigo y Nicasia la animó diciéndole que aquello era una
oportunidad que se presenta una sola vez en la vida, que no la desaprovechara.
Después de guardar cola nos subimos todos temblorosos en el ascensor y mi
abuela no mentía al comunicarnos su miedo porque no habíamos pasado de la
segunda planta cuando se meó.
Tuvimos que hacer un descanso, fue entonces
cuando mi padre descubrió que allí había un fotógrafo con decorados grandiosos
e insistió en que nos hiciéramos retratar. Nos pusimos detrás de unas tablas
pintadas por donde solo podíamos asomar las caras y mi padre sacó su rostro
colorao, incendiado por la emoción, al saber que el cuerpo que le había tocao
era el de Napoleón. Siempre llevó consigo aquella foto pretenciosa en la que mi
madre era Josefina y yo un perro caniche que ésta tenía en sus brazos. Nicasia
y mi abuela se hicieron otra distinta en la que conducían una avioneta de
cartón, Nicasia con gesto alegre, mi abuela con cara de estreñía.
Bueno, ahora
venía lo más difícil: subir a la tercera planta. Con los latidos en las orejas
y la ropa que no nos llegaba al cuerpo seguimos nuestra aventura, ¡qué subidón!
Bajamos medio mareaos y nos asomamos a la balconada desde donde se veía París y
una vena verde que parecía ser el Sena. Yo no me acuerdo de nada, pero me lo han
contado tantas veces que me parece que tengo memoria desde que nací. Lo cierto
es que la euforia de mi padre no tenía contención, fue muy feliz al ver el
mundo a sus pies, le dio una risa tonta que no podía aguantar, una borrachera
de poder, y si hubiese visto un colchón en la tierra desde allí se hubiera
tirado a ver si podía volar. Con tanta enajenación me dejó en el suelo y yo,
sin pensármelo dos veces, me levanté y eché a andar, así de repente, como hacen
las cosas los niños, sin avisar.
¡Cuántos aspavientos a mi alrededor! Mi madre
se echó a llorar, la Nicasia a reír y mi abuela con un ojo cerrado y otro
abierto por su miedo al abismo no paraba de gritar: “Coged a la Irene que se
nos desgracia”. Mi padre no podía hacer nada, estaba arrebatado como un drogadicto
en su último deleite y yo, aprovechando el descuido, me puse a bajar escalones
como un autómata. Todos corrieron tras de mí pero no lograron cazarme, bajé y
bajé por aquel laberinto de hierro dejando estupefacto al público que se
retiraba a mi paso. “Incroyable, incroyable”, decía la gente. “Dios mío, que se
la pega”, decía mi abuela. Pero nada, no había forma de detenerme; bajé y bajé
escalones contenta por mi nuevo estado vertical hasta que llegué a la base de
la torre donde había un titiritero que me regaló una marioneta para que me
entretuviera. Detrás me seguía mi familia con la lengua fuera, yo los recibí
riendo, y riendo me cogió mi padre en sus brazos, y me levantó como una copa
que se le da a los deportistas, para que todo el mundo viera quién era su hija.
Su hija mientras tanto jugaba con la marioneta, ignorante de que una vez más
había dejado claro que era un ser superior.
Nicasia nos propuso que nos fuéramos a comer a los
jardines del Palacio del Louvre. Mi padre quería ir al Partenón para ver a
Víctor Hugo, pero la Nicasia le dijo que pa una vez que salía no le apetecía
meterse en un osario, que al día siguiente fuéramos nosotros mientras ella nos
hacía una vichizúa que es una sopa mú buena que se la toman los
franceses cuando tienen ardores de estómago. Mi madre dijo que la Nicasia tenía
razón y mi abuela secundó a su hija, entonces mi padre juró por tó sus muertos
que no se quedaría nunca más sólo entre mujeres que todo lo lían. Ya en los
jardines Jimmy Sailor sacó una bota de vino y mi madre una fiambrera con
filetes empanaos. Nos pusimos como el kiko y después echamos una siesta
tendidos en la yerba, mi abuela se quitó los zapatos para descansar.
Tras el
rato de relax, entramos al museo, Jimmy Sailor que no dejaba de hablar de
Víctor Hugo se quedó admirado ante el aire quebrantable de la Victoria de
Samotracia y mi madre dijo que era un contradiós que le hubiesen cortao los
brazos a la Venus del Milo; lo que sí causó sensación fue la Mona Lisa, a mi
abuela se le metió en la cabeza que la perseguía con la mirada y anduvo dando
saltos por toda la sala para esquivarla hasta que se dio por vencida y dijo muy
resuelta que aquella mujer era una fisgona. A la Nicasia no le sorprendió
ninguna obra de arte, solo comentó que allí había demasiados cacharros y que se
debía tardar una eternidad en limpiarlos. A mí me dejaron sobre el suelo pulido
para que paseara a mi antojo.
-Cucha qué losetas más relimpias -dijo la Nicasia.
-Esto seguro que lo friegan de rodillas -asintió mi
madre.
-Pobrecitas las limpiadoras, ¡cómo les tiene que doler la espalda!
-¿A que no os habéis dao cuenta de las bombillas de las
lámparas? -dijo mi padre-, brillan como estrellas.
Así terminó nuestra visita al Louvre, un sitio donde
tanto afeaban los cuadros las magnificencia del edificio.
-Anda, Joselito, que si nosotros tuviéramos una casa así
-dijo mi madre.
-No te preocupes, la tendremos, con el triunfo de la niña
nos compraremos un castillo como el de Antonio Banderas y yo te perseguiré en
moto por todas las salas.
Mi abuela me cogió de la mano y nos fuimos caminando para
el cementerio donde nos esperaba Rafael.
-Mira que hay casas en este pueblo -dijo la Angustias.
-Parecen de hojaldre -dijo la Carmen.
-¡Qué país más grande!, ¡qué río!, ¡qué belleza! ¿A que
no os habéis arrepentío de venir aquí? Y mañana vamos a ir a ver a Víctor Hugo.
-Sí, mú bonito tó, pero tampoco exageres -dijo mi madre-.
Nuestro sitio es España, Málaga o Granada, lo que tú quieras, pero España.
Cuando llegamos al Père Lachaise miles de esquelas
inundaban el suelo, por lo visto habían llovido desde otra dimensión
espacio-temporal, y Rafael estaba limpiando unas anchoas para la cena, fue
vernos llegar, secarse las manos y coger a mi padre aparte para hablarle en
secreto. (Continuará)