-Yo quiero mucho a mi niña
-dijo Carmen de las tetas negras con esa voz desolada de huérfana que comenzaba
a flotar como una pavesa náufraga-. La quiero tanto que pa mí es como si
todavía la llevara dentro, aunque haya salío de mi vientre.
-Es normal -dijo Jimmy y ser normal se convirtió en lo
más peligroso del mundo.
-Pa mí es como si fuera un brazo.
Entonces es cuando vino la primera cicatriz que marca la
posesión, como si fuera una res, y la Reina de la Morralla supuso que la mayor
tragedia sería convertirse ella también en un animal de los que manipulan un
hierro candente para dejarte grabado el símbolo de su pertenencia (como la
Merkel). Y comprendí que Carmen era una simple intermediaria, otra virgen de
arrogante manto, manchada la cara por la candelaria y que su Omnisciencia
consistía en parecer que lo sabía todo mientras que la de Jimmy se obstinaba en
aparentar que no sabía nada, que las cosas se le habían presentado ante sus
ojos como los muebles sin que él los empujara.
¿Qué clase de herida era aquella tan inocua, tan
transparente, tan sutil y levadiza, pero que sin embargo producía tanto daño?
Tenía que salir del Armario de las Ausencias y contarle a Carmen el terrible
suplicio que me habían causado con sus proyectos, pero no, no podía decir nada,
si ella iba a ser la intérprete de los silencios de Jimmy, ¿qué papel me
quedaba a mí? No quería ni pensarlo, mejor guardaría silencio. Seguí allí,
escondida, mientras oí los pasos de la pareja alejarse. A la salida, Carmen la
de las tetas negras, recién conseguido su título de grabadora, dejó escrito sobre la llave: “El Salón de los Rechazados.” Y, de
nuevo, con su mirada que a falta de vocablos utilizaba como
un taladrador dejó colgado un cuadro de raro hipnotismo sobre la ventana Este,
ventana desde la que Jimmy Estereotipo todos los días miraría el paisaje,
porque Jimmy tenía relación directa con el mundo. Y sabía tanto de la calle
como de la casa aunque uno de los méritos de su Omnisciencia era hacerse el
tonto en lo referente a decoraciones interiores, o no encontrar objetos que
tenía a su alcance, y es que entre los objetos también los hay rebeldes y son
muchos los que no quieren ir en busca de nadie, esos eran los que Jimmy más
detestaba y los que tenía que pedir a voces para que se los acercaran.
Jimmy & Carmen entraron de nuevo en la Habitación del
2 y pusieron la cama de
matrimonio justamente en medio y alrededor una cómoda de cajones infinitos con
secretos recónditos donde tenían guardados los sucesos de una intimidad
desigual. Después salieron y ya como locos empezaron a instalar mesas en el
Zaguán de los Fracasados para cuando viniera la clientela. Mientras tanto,
Andrés había estado hablando con Tomasita que quedó rendida ante sus argumentos
de docto. Así fue como el gobierno de la Metacasa quedó convertido en un águila
bicéfala formada por 2
parejas y de nuevo la superficie quedó transformada por un retorcimiento
psicológico en una bicicleta-tándem que siempre estaba parada, porque la
conquista del tiempo no llevaba a ninguna parte, quiero decir, a ninguna parte
donde cupiéramos todos.
Sólo
había una isla que se salvaba de aquel desermagnum egocéntrico y esa era la
Casilla del Reloj donde Teodoro y Doña Fuensanta, conscientes de sus
limitaciones, de que día a día tenían que pagar el arrendamiento y de las
servidumbres que las tradiciones mamadas les imponían, vivían una vida sencilla
y sin engaños. No sé yo cómo podían navegar en aquella confusión sin ser
contaminados por la ambición desmedida de Jimmy, por la vanagloria del saber
pseudecientífico que poseía Andrés, por la inconmensurable dependencia física
que tenía Tomasita o por la inseguridad infantil de Carmen la de las tetas negras; también pasaban del
resto de personajes.
Hasta yo misma me sentía perdida (parecía una pescadilla
pelona, esa de piel finísima que se desprende de todas las escamas a la vez
para defenderse) y tenía hambre de brújula que me orientara, fue por aquel
entonces cuando Teodoro y Doña Fuensanta me enseñaron a dibujar haches para
saber dónde me encontraba, haches mudas que dejaba señaladas en las paredes y
con las que podía después buscarme a mí misma, que todavía no había hecho la
comunión y, por tanto, no tenía reloj.
Arañaba
las haches en la cal con una aguja que le quité a la Carmen del acerico. Muy
pequeñitas, porque todas mis haches eran minúsculas y silenciosas. Teodoro y
Doña Fuensanta, la pareja impar, me dijeron que esa letra no daba ruido y yo
quise ser como ella y les hice jurar que no le dirían a nadie que esa era mi
grafía y me dijeron que era imposible pronunciar una hache muda. Así que me
sentí tranquila porque maravillosamente y gracias a aquellos individuos que
parecían muñequillos de la Casilla del Reloj, yo había conquistado mis propios
minutos y podía señalar el silencio, y es que el silencio sería mi divisa
durante largo, muy largo tiempo, y es que antes de que alguien me callara con
altos raciocinios como le había pasado a la Carmen, yo no caería en la trampa
de contestar a argumentos ajenos y le seguiría a todo el mundo la corriente
como si estuvieran locos, y pensar sería el beneficio silencioso con el que
arraigaría mi cordura y la cordura era una planta débil que tenía que crecer
entre aquella turbia maraña de intereses creados dentro de la Metacasa.
Porque
la Metacasa tenía su propio ritmo alzheimico y si no me quería condenar con una
nueva reiteración debería saber permanecer callada. El mío era el Tiempo de la
Freza, el de ellos el rutinario tiempo de las tareas encargadas, el tiempo en
que cada uno se interrumpe para manifestar su presencia con la abundancia de un
volumen. Así, la Carmen permanecía de pie frente al fregadero con la mirada ida
dándole vueltas a la circularidad de los platos y al fondo de las ollas y al
cilindro de los vasos, y creo que por eso la mujer se hizo neurótica, de estar
en contacto con la esfericidad.
Y
Tomasita le daba vueltas a los cocidos con la obstinación de una energía
contenida, y la tía Nati cortaba en trocitos mú chicos las coles para que otros
se las comieran. Y las tres eran practicantes de un arte efímero como el sueño
de Jimmy que reposaba en la Habitación del 2 alejado de la lluvia de cantos que los pájaros nos
regalaban, y cuando se despertaba sobresaltado durante la siesta siempre
preguntaba: “¿Qué hora es?, ¿a qué día estamos?” Y el primo Andrés desde la
Habitación de las Ondas le contestaba con los datos precisos que marcaba el
Calendario Zaragozano o el reloj de pared que daba campanazos tan molestos y
tictases tan absorbentes que nos paralizaba a todos como si fuéramos estatuas
con trabajos infinitos, por eso la identidad de los días era inconmensurable y
fuera el momento que fuera Carmen siempre estaba fregando platos y la prima
Tomasita dándole vueltas a los guisos y la tía Nati partiendo coles.
(Continuará)