Desaparecieron
los vecinos, que tenían su propio compás aunque sospecho que era muy parecido al nuestro
y no sé por qué me daba a mí que la Sebastiana estaba en una arquitectura
paralela a la nuestra, aunque ellos tenían un saco de boxeo instalado en medio
de su patio donde entrenaba Vicente su pequeña violencia, porque al fin y al
cabo todos los luchadores saben que la violencia no es necesaria utilizarla
diariamente. Y sonaban sus puños como un
gong mate y resentido porque él lo que quería era la revancha y poder
estampillarle a Jimmy la cara sobre la pared y así alimentar hasta la eternidad
el odio de las razas.
No sé
qué beneficio encontraban en aquella manera de medir los años, porque fueron
años los que transcurrieron, y a la Carmen se le pusieron los deos como
garbanzos y a Tomasita se le abrieron las muñecas de tanto ejercerlas con la
espumadera y la tía Nati se cortaba de vez en cuando con el cuchillo y veíamos
gracias al pequeño accidente que todavía era humana. Y Jimmy despertaba ansioso
por sus propios ronquidos y el primo Andrés se ponía una lente que le agrandaba
el ojo para ver las cosas pequeñas, pero nunca tuvo un objetivo de 50
milímetros que es con el que se ven las cosas humanas.
No sé,
no sé qué beneficio encontraban en aquella manera de medir los días que se
burlaba del corazón de cada una de nosotros y al final todos salíamos perdiendo.
No sé, no sé por qué aquella obstinación rítmica en la que coloquiábamos como
perros y vivíamos enclaustrados como monjes, no sé por qué aquella gula de
minutos estorbándonos unos a otros en los que desconocíamos la sincronía y sin
embargo dominábamos el aplastamiento mutuo. Menos mal que estaban Teodoro y
Doña Fuensanta dentro de su casita de madera y de vez en cuando me llevaban a
dar un paseo por el Recinto
de las Haches Mudas.
La Carmen sí que estaba atareada, con sus pies descalzos
yendo de un lado a otro de la Metacasa de los cojones. En la cocina siempre
había agua hirviendo y el bullir de las ollas era una respiración asmática que
a todos nos contenía. Cuando no, el zumbido del almirez o las vueltas de las
aspas del molinillo para hacer café de pucherillo. Y los platos que no cesaban
de crecer y crecer y repetirse con la insistencia de un vómito, y si se sumaran
los platos que la Carmen ha fregado durante toda su vida se podría decir que
tenía un restaurante.
Allí
fue donde aprendí la reiteración, y es que todo era como una gota calaera que
poco a poco te iba horadando la cabeza, como la pesadez digestiva de los
churros con los que estaban obsesionadas, tan obsesionadas que parecía que
teníamos nuestra propia chocolatería de tanto y tanto hablar de ellos. Así que
no me extraña que llevaran encima esa mirada de zombis propia de los seres
maldormidos, porque se levantaban cabreados y con los ojos llenos de legañas
tercas y se iban derechitos a tomar el desayuno con la premura del que tiene
que presentarse a un juicio.
Se
iban y la Carmen se quedaba frente al fregadero con la esbeltez doblegada de un
ser al que se le somete a cámara lenta involuntariamente. Más tarde iba al
mercado con la diligencia altiva de la que tiene que defenderse de esmerados
engañantes y deprisa, deprisa volvía cargada como una mula y se le señalaban
las asas de la chivata en sus dedos laboriosos. Llegaba obsesionada con la
ejecución de las viandas y con el monedero apretado bajo el sobaco como si de
un momento a otro fueran a pedirle cuentas. Instalaba la olla sobre el fuego y
con ojos de tonta miraba el devenir de la llama mientras entonaba canciones en las
que ella siempre era la MALA (¡vaya letritas las de esas coplas!).
Aparecían
de nuevo los gourmets-comensales y mostraban su atildamiento con un escrupuloso
espíritu crítico que les hacía descalificar los platos simplemente porque una
pizca de sal hubiera sobrepasado la medida. De nuevo era la hora del jabón y el
estropajo, de la loza y la cuchara, de la circularidad del agua que se engullía
como un embudo unos segundos preciosos que no aparecían en ningún metro. Y
estaba la tarde cayendo cuando los vientres de nuevo se soliviantaban y de
pronto llegaba la noche con su cadencia rutinaria de aceite frito. Y el
desayuno, el almuerzo, la merienda y la cena eran los cuatro mojones
kilométricos que fraccionaban una multitud de escenas invisibles: ir al
lavadero y competir con el resto de las mujeres por la pulcritud de las
sábanas, dar puntás con la cabeza amorrada mientras la lengua repetía
consabidas letanías, blanquear, encender el brasero, cuidar de que no se
apagara.
En
fin, estar presente todo el tiempo como un zumbido de oídos, como una tiniebla
que se cuajara en la frente y es que ninguna, ninguna, ni LA CARMEN ni Tomasita ni la tía Nati
conocían a Doris Lee y ese cuadro (Cherries in de Sun. Siesta) donde hay una
negra hermosa tumbada a la hora de la siesta en medio del paisaje, y la mujer
sabe lo que es el vino y la lectura y el sabor de las frutas enlazadas y se
supone una brisa porque los árboles no precipitan su ramaje en una coreografía
excesiva, y un gallo acecha a los pies de la cama como si fuera Pitágoras, y un
pajarillo sin nombre culmina la cabecera y los tacones desidiosos indican que
ella está cansada de bailar.
Qué
distinto del machismo bonachón de la Siesta de Botero, qué ficticio el sueño de
la mujer de las uñas rojizas, la boca pequeña y los pies de muerta, qué
tormento de minutos sueltos como granos de arena y qué abundante la presencia
de la vigilia que tapa su pretendido dormir.
Tal vez
fue por ese resentimiento que causa la no contemplación que la tía Nati, harta
de trocear coles para que otros se las comieran y harta también de escuchar los
jadeos de las águilas bicéfalas, empezó a decir que ellos eran unos flojos,
unos verdaderos vagos, inútiles de tomo y lomo. Y la buena mujer no llevaba
razón, que tanto Jimmy como el primo Andrés salían todas las mañanas a las
cinco a plantar almendros en las tierras del Marqués de Larios y cuando
llegaban a casa se tiraban rendidos donde les pillaba el deseo del descanso, y
es que cuando ellos habían dao de mano, habían dao de mano. Sin embargo, ellas
no sabían cuándo tenían que concluir su faena. Y digo yo que ese resentimiento
es lo que había empañado la lente de la tía Nati, que también era Omnisciente o
por lo menos eso creía ella, que era una Entrometía y promulgaba aseveraciones
castradoras y continuas como una gota calaera, que por eso no querían
escucharla y es que su historia no interesaba a nadie, pero aunque así fuera
sus palabras desatendidas iban dando su fruto poco a poco:
Uno, Jimmy, por ejemplo, en su autodefensa esgrimía que
en vez de dormir estaba buscando el Tao. Dos, es decir la Carmen, empezó a
emular a La Liberté guidant le peuple.
(Fin del capítulo VIII) (Continuará)