domingo, 26 de febrero de 2012

La ciudad y sus habitantes

Y casualmente me encuentro
en este lado de la acera
mientras los remeros se empeñan en el estanque
con no chocar con los turistas,
que vienen a la capital a besarse
entre las estatuas que la historia reverencia
y a pasear en barca
esquivando torpemente a remeros musculosos,
pero al fin y al cabo civilizados,
porque no poseen grandes ríos
ni mares de osadía
y se conforman con el aire del Retiro
y el agua verde y pequeña
donde se ejercitan los ciudadanos-remeros
teniendo cuidado de no salpicar
a quienes acabamos de llegar y pedir
una cerveza y después intentamos imitarlos.
Pero, ¡ay!, nosotros no somos tan civilizados
ni imaginábamos tantos edificios
desde nuestra provincia leve.
Nosotras no sabíamos de la existencia
de estos remeros pendientes siempre
de no chocar con los bordes
de esta piscina grande
donde se guarda el desahogo
de los hombres fuertes
cansados de obedecer y,
sin embargo, obedeciendo.
Y aquellas, ¡oh!, aquellas remeras
con lazos en el pelo
con el pecho endurecido
con ese ir y venir,
ir y venir,
rema que te rema.
Aquellas, ¡oh!, aquellas
que vigilan a los turistas despistados
que no conocen las normas del estanque.
En la tarde que crea
magenta la luz y la luna
tú me engañas
y no me llevas a tomar una copa,
sino que me traes aquí,
a este parque inmenso
y estimado
del que hablan
y del que dicen
sus haberes y peligros.
Y naufrago entre nipones,
ciclistas de piernas heroicas,
magos de tres al cuarto
que quisieron ser Houdini,
cantantes fracasadas,
músicos que aman más la música
que su disciplina,
y tú y yo,
que hemos decidido hacer de Madrid
el cauce de nuestros ejercicios
de cosmopolitismo.
Y mientras nos recogemos
porque refresca
y porque el parque lo cierran
miramos de reojo a los remeros
colegiados, solidarios,
y a las remeras que aún no se han decidido
a formar equipo,
y dices convencida:
“¿Verdad que ha sido buena idea
pasar la tarde en el parque?”
Y asiento mientras
miro cómo se esquivan
los remeros
y mesuro el estanque
verde, de infinitos trayectos.
Nos cogemos de la mano
y el aire húmedo
acaricia la noche que viene,
nuestro cansancio,
nuestra cobardía,
nuestro valor
y la danza democrática
de los juegos de agua
que casualmente hemos visto
desde este lado de la acera
donde quiero estar
para siempre,
como los remeros pendientes
de no chocar con los bordes.



Y con gratitud para Carlos Castilla del Pino, que apoyó el movimiento homosexual desde su origen.

                                                   
 Los remeros y remeras olímpicos existen, aunque no salgan en la foto, son discretos.