domingo, 14 de octubre de 2012

Capítulo IV : Aquellos fumadores - 3ª Toma


        -Créetelo, créetelo -asintió mi padre mientras mi abuelo con una amplia sonrisa decía para sus adentros: “Este es mi hijo, sí señor.” Vicente mientras tanto parecía que le picaran las pulgas y se empezó a rascar el culo, es increíble lo que es capaz de hacer el público cuando le corroe la incredulidad.
-Cuenta, cuenta. ¿Qué pasó? -dijo Andrés sofocado.

            -De pronto desapareció el agua en la que estuve a pique de ahogarme si no hubiera sío porque yo soy un experto nadador. Entonces me di cuenta de que estaba de pie sobre su lengua y su lengua era como la ladera de una montaña rosa. Me senté y me dejé ir, bajé por el túnel de su garganta con la rapidez del rayo y en la boca del estómago me paré en seco. Allí me puse de pie y eché un vistazo a mi alrededor, frente a mí había un hombre parecido a mí mismo y lo saludé con educación. Él me respondió igualmente. Le pregunté quién era y qué hacía allí, pero él no contestó, tan solo repitió mis palabras al mismo tiempo que yo lo hacía. Entonces descubrí que estaba frente a un espejo. ¡Cómo iba a imaginar yo que había espejos en el interior de una ballena! Me arreglé el pelo, me estiré la ropa, estaba chorreando, pera esa sensación duró poco tiempo, de pronto me vino una fuente de calor limpio que provenía de los pulmones del bicho y me sequé al instante. ¿Cómo supo Rafaela en la situación en que me encontraba? Supongo que fue por las gotitas de agua que le cayeron sobre las “pupilas” gustativas. No sé, el caso es que me encontré como nuevo, pero eso sí, mú arrugao. Miré al frente y vi tres puertas: una grande como la de la cochera de los bomberos, otra pequeñísima como una gatera y la tercera de las hechuras de un hombre. Supuse que la primera sería para los alimentos que iban a iniciar la digestión, la segunda para los líquidos y la tercera, como no sabía para qué servía, decidí atravesarla. La abrí y me encontré en un corredor del color de nuestras encías. Andé despacio, además las paredes se movían y me abrazaban de repente como si estuvieran vivas. Al final del pasillo había una puerta redonda más chica que la anterior, la abrí y me vino un olor todavía más fuerte a margaritas mezclado con sal y respiré hondo, tan hondo que perdí el conocimiento. Cuando me desperté estaba en un cuarto lleno de flores que parecían bailar, había rosas color vino blanco, geranios, ramas de azahar, claveles de terciopelo y mariposas nocturnas y además, nueve muchachas vestidas con túnicas blancas que estaban haciendo camafeos con las alas de las Morphos.

            -¿Qué son las Morphos? -preguntó el primo Andrés.
            -Una mariposa que se utiliza en joyería.
            -¿Me vas tú a decir que la gente se hace anillos con alas de mariposa? ¡Hombre!, eso es mentira -exclamó Vicente.
            -¡Qué va a ser mentira! -dijo mi padre indignado.
            -Joselito, reconoce que ahí te has pasao tres pueblos.
            -Que no papá, que no. Que te juro por mi niña que te estoy diciendo la verdad.
            -No jures por nadie, Joselito, que es pecado.
            -Eso, por lo menos, no jures -dijo Vicente con la seguridad aplastante del que se acabara de aprender el catecismo y se volvió a echar coñac al tiempo que se liaba un cigarrillo y esbozaba una sonrisa desmitificadora.

            -Dejad que hable el muchacho, dejad que se explique, qué más nos da si se hacen zarcillos con alas de mariposa o con tuercas de hierros, lo mismo se ha confundío, después del porrazo que se pegó al caer al agua es natural que perdiera un poco la cabeza. Venga, sigue, Joselito -le animó Teodoro resignado a ser ya un hombre de una sola copa.
            - Gracias, Don Teodoro –dijo mi padre con extrema cortesía-. Lo cierto es que una de las nueve muchachas... ¡qué bonita que era!, me acordaré toda la vida de su nombre.
            -¿Cómo se llamaba? -preguntó Andrés.
            -Talía. Se llamaba Talía, llevaba una guirnalda de yedra en la cabeza y tenía una sonrisa preciosa.
            -Se podía haber puesto una diadema de alas de mariposa -dijo Vicente con guasa.

            Mi padre lo miró con desencanto, concibiendo para sus adentros que trataba con un pobre hombre que no sabía ver la verdad y la esencia real de las cosas que nos rodean. Pero si mi padre tenía algo bueno es que no era soberbio ni tampoco inseguro, lo que le permitía darle la razón a mucha gente como si estuviera loca.

            -Pues mira, hombre, lo mismo era una diadema de alas de mariposa y yo no me di cuenta.
            -No, si se ve que de vista andamos regular -insistió Vicente que estaba crecido.
            -Pero de memoria va de fábula que es lo que aquí nos interesa. La me-mo-ria, que a muchos se nos olvida dónde nos echaron el primer agua -dijo mi abuelo con voz vengativa y es que su orgullo paterno no podía ver humillada la persona de su hijo-. ¿Qué te dijo la muchacha?
            -Talía me dijo que aquello era el vestíbulo del Reino de la ballena Rafaela y que me pondrían una medalla con mi nombre –mi padre estaba obsesionado con eso de las medallas, soñaba con ellas, las veía doradas sobre la infinidad negra de la noche como si fuesen huevos fritos dispuestos para mojarle un cuscurrito de pan-,  una medalla para darme la bienvenida y que ahora debería ser valiente y abrir la próxima puerta.

            -¡Otra puerta?
            -Sí, Andrés, otra puerta, pero ésta era de oro y en cada una de las hojas estaba tallado el perfil de Rafaela y su fuente de gotas. Las dos ballenas dibujadas eran enteramente azules, también estaban hechas de alas de Morphos. Le di un beso a la muchacha y...
            -¿Besaste a la Srta. Talía? -preguntó Teodoro, que era un hombre correcto y enteramente fiel a su esposa Fuensanta.
            -Fue un beso casto, aquí en la mejilla, como hermanos. Abrí la puerta y di un paso al frente, bajo mis pies había un abismo y caí al vacío, pero era un caer sin caer, como si me corriera. Ante mis ojos apareció un gato sabio y unos cachorros de perros juguetones, también un caballito de mar y el nido de una corneja cenicienta, había lagartos y tórtolas, serpientes de ojos verdes y un muñeco de madera, había un pez cofre y una docena de salmonetes anaranjados, un piano de cola y lienzos sin enmarcar que representaban paisajes terrestres. También había jureles, muchos jureles.


En mi casa eran muy importantes los jureles. Importantísimos
                                     

A lo lejos vi a unos hombres que parecían borrachos y me dirigí a ellos como buenamente pude porque daba zancadas inmensas y no avanzaba ni un palmo. “Buenas tardes”, les dije y ellos me respondieron el saludo con naturalidad. “¿Qué hacen ustedes?”, les pregunté y ellos me dijeron que podían hacerme la misma pregunta a mí, yo les respondí que estaban en su derecho, así que les expliqué cómo había llegado hasta allí y se echaron a reír. “Ahora les toca a ustedes contarme su historia”. Me dijeron que estaban construyendo una catedral...

            -¡Una catedral dentro de una ballena! -exclamó el primo Andrés y Vicente como prueba de su incredulidad se tiró un peo. Mi padre harto y ofendido por esa falta de respeto pero acostumbrado a tratar con almas necias decidió pasarlo por alto y continuar su narración de la realidad. Porque mi padre cada vez que se subía a la parra de la fantasía decía que hablaba de la realidad y nada más que de la realidad que él había visto con sus propios ojos y los oyentes, tarde o temprano, caían embaucados en las redes del misterio de sus palabras y en el riesgo certero de sus aventuras extravagantes a las que él les daba la garantía de la más absoluta verdad-. Sí, señor, una catedral. Me dijeron que eran cientos y cientos los que vivían en el interior de la ballena Rafaela y que en una asamblea democrática habían decidido hacerle un templo a quien les había salvado de perecer ahogados.

            -¿Iban a adorar a una ballena? ¡Eso es una herejía -dijo Vicente irritado como un integrista y se puso en pie y hasta hizo ademán de irse cuando mi padre le contestó.
            -Ya sé que es una herejía. Yo me puse muy serio y les dije que no estaba bien lo que iban a hacer.
            -Claro que no, hombre. Claro que no -asintió Vicente.
            -Me dijeron que ellos estaban muy agradecidos a Rafaela y que allí dentro eran más felices que en cualquier otra parte del mundo, además uno de ellos que era chiquitillo y jorobao me dijo que la inaugurarían con un concierto de Handel.
            -¿Quién es Handel? -se apresuró a preguntar mi primo Andrés.
            -Un tío que se batió en duelo con Mattheson.
            -¿Ese quien es, un boxeador? -dijo Vicente que era un gran aficionao al boxeo y le extrañó no conocer a ninguno de los púgiles de los que hablaba mi padre.
            -No, es músico.
            -¿Un músico? -dijo Vicente.
            -Sí, un músico, ¿pasa algo?, ¿no he dicho que iban a dar un concierto?
            -Nada, nada, yo no sabía que los músicos se pelearan a puñetazos.
            -¿Quién te ha dicho a ti que se pelearan a puñetazos?
            -Tú.
            -No, yo no. Yo he dicho que se batió en duelo. A ver si oímos bien.
            -Entonces, ¿cómo se pelearon? -preguntó Vicente agachando la cabeza.
            -Con espadas.
            -¡Ah!, como el Cid.
            -Más o menos.
            -Ya, ya. ¿Y quién ganó?
            -Handel.
            -¿Le hincó el arma en el hígado?
            -No.
            -¿Por qué? -preguntó Vicente con excitación.
            -Bueno, pero que más nos da si lo mató o no, ¿no estábamos con lo de la ballena? -sentenció mi abuelo que veía a su hijo cada vez más hundido en una mentira sin vuelta atrás. Pero mi padre que le gustaba llegar hasta las últimas consecuencias satisfizo la curiosidad de Vicente.
            -No murió nadie, a Mattheson se le rompió la espada al chocar con un botón dorado de la capa de Handel y éste le perdonó la vida porque en el fondo eran amigos -a mi padre le faltó decir como yo te la estoy perdonando a ti, pero se contuvo, su mirada gallarda lo expresaba todo.
            -¿Y conoces más espadachines?
            -Algunos -dijo mi padre dándose importancia.
            -¿Y boxeadores?
            -Claro, claro que conozco boxeadores
            -A mí me gusta mucho el boxeo.
            -Aquí el vecino ha participao en combates -dijo el abuelo.
            -Síi -respondió mi padre con sorna.
            -Sí, cuando estuve en África -dijo Vicente con rancio orgullo.
            -Es que Don Vicente es de los Regulares que trajo el Caudillo -dijo Teodoro que admiraba la capa blanca que tenía el vecino guardada en un armario rodeada de bolitas del alcanfor.

            Cuando mi padre oyó aquellas palabras se le puso la lengua seca y un hormiguear en las piernas que le hacía danzar como Casus Clay, porque se me ha olvidado decir que mi padre fue mano derecha del boxeador parlanchín, teórico de pasos sobre el cuadrilátero y mentor del hombre de Kentucky, poco importa que el hombre del que les hablo no existiera aún como profesional. Mi padre, ya saben, trataba con todo el mundo incluso antes de haber nacido. Pues bien, mi ilustre progenitor exclamó de pronto:
            -¡Franco, Franco, Franco! ¡El hijo de la gran puta!
            Y sin pensárselo dos veces le endiñó un puñetazo a Vicente entre ceja y ceja.

            -¡Pero, hombre, Joselito!, ¿qué te ha entrao? -dijo mi abuelo mientras el bueno de Teodoro que era el más sobrio de todos fue a separar a los contrayentes. Vicente que le pilló desprevenido la repentina acción de mi padre cayó tumbado en la lona del ridículo, porque si no qué le hizo al primo Andrés lanzar una carcajada estruendosa. Una vez repuesto se irguió como un jabato y miró a Jimmy a los ojos como si quisiera taladrarlo con la mirada.

            La Esperatriz me dejó gateando en el suelo del Zaguán mientras retiraba la mesa camilla para que después no fueran diciendo que no habían tenido quien les pusiera el ring, además cerró la Barrera del Patio para que las mujeres no se alarmaran y empezaran a gritar cogiendo de los faldones a uno y a otro e interviniendo en peleas ellas también, y escogiendo bandos como si fueran Amazonas con los pechos cortados, con lo feo que está eso y la desgracia tan grande que es que de pronto un cáncer te apolille los senos. Así que lo mejor, según mi tía Lola (la Esperatriz), si alguien se quiere pelear es dejarlo y que se partan los cuernos entre ellos y que no vayan buscando aliados.

            Intentó mi padre, ofuscado como estaba, endiñarle un botellazo en la cabeza a Vicente, pero éste que de verdad conocía las reglas de la defensa esquivó el golpe y fue él quien le marcó un swing con la izquierda. Dio un traspiés el marinero como si estuviera borracho y se paseara en una barquilla endeble, Vicente estaba en guardia, Teodoro aprovechó el impasse para quitarle la botella a mi padre, echarse un poquito de coñac y darle un trago de superpluma, Andrés risueño como un ángel de sangre, ira y duelo sonreía mientras la baba se le caía por la barbilla, mi abuelo se hacía aire con un periódico y dejó de refrescarse cuando vio al endeble de su hijo cual un Charlot de pacotilla tirar la toalla en el primer asalto.
-Venga, no te desmorones ahora; si no no haber empezao.

            Mi padre, animado por la breve soflama de su padre y mostrando la destreza del dicho Casus Clay, le metió en la quijada del confiado Vicente un cross con la derecha que lo dejó aturdido, sirviéndose bajamente del estado de su adversario y sin respetar la cuenta comenzada por Teodoro que quería darle un orden al combate, se fue para él y le metió el deo en el ojo malo. Mi padre era así, le gustaba dar donde escocía. Vicente pegó un grito inflamado de congoja y orgullo. Mi abuelo con la alegría de los fanáticos triunfadores dijo:
-¡Ole tus huevos y el padre que te hizo!

            Don Teodoro, consciente de sus posibilidades, dio un trago de welter y ya, confiado, otro de semipesado. Mi primo Andrés con el estropajo de fregar los platos refrescó la cara de Jimmy.

Vicente quedó totalmente humillado,  dando cabezás  de tristeza, tapándose el ojo con una mano cuando mi padre, de pronto, se acercó a él y le dio un abrazo que dejó a todos sorprendidos.

-¿Pero qué haces primo si podías haberle rematao?
            Mi padre, apuesto como un capitán de navío con su trenca azul de cielos nocturnos, derecho como Cary Grant, porque mi padre se parecía a Cary Grant un montón, dijo estas palabras llenas de la dignidad de un sabio:

            -No, primo. Yo no remato a nadie, hasta en las batallas hay un orden y una diplomacia. No he vuelto a España para armar gresca, que hay que pensar en el futuro de nuestros chiquillos. Anda, Vicente, dame la mano –y Vicente obedeció como si fuese un corderillo asombrado del gesto de cariño y es que, a veces, las buenas emociones sorprenden más que los malos actos.

            -¡Qué hijo tengo!
            -Sí, papá. Es que ha llegao la hora de dejar las guerras, todas la guerras. Yo creo que lo mejor es que disolvamos la reunión, tengo trabajo. Me gustaría hacer un cocío pescao con unos jurelitos-. Hay jureles que bien manejados brillan más que la misma virtud –dijo mi padre imitando al avispado Rochefaucould.
                       

          El primo Andrés, deslumbrado ante la presencia de un nuevo héroe en la calle, un héroe tan novedoso y pacífico, le dijo a Jimmy que por qué no le acompañaba a la Habitación de las Ondas. Mi padre le preguntó que qué era eso y el primo le dijo que el lugar donde tenía sus artilugios de radioaficionao, que allí podrían hablar de sus cosas y que además le iba a enseñar una colección de soldaditos de plomos y un fusil napoleónico.
            -¡Napoleón! -dijo mi padre- ¡Por Dios, si ese es mi compadre!
            -¿Sí, primo?
            -Claro, si bautizó a mi niña y después pagó el convite en un parque mú grande donde había una fuente redonda como una paella arroz.
            -Venga, vamos. No, por ahí, no, que están las mujeres con sus tonterías -dijo mi primo.
            -¡Qué hijo tengo! -dijo mi abuelo Ramiro, resoplando como una ballena vieja con un arpón clavado.

            Y mi abuelo se fue, sin darse cuenta de que al salir me pillaba los deos con la puerta. Pero no pasa ná, a los niños es mú normal que de vez en cuando le pillen los deos. La Esperatriz al verme llorar me dio besitos en la mano y mandó a mi primo Billy a comprar dos reales de hielo para aliviarme el dolor. Mi primo vino corriendo y de nuevo la Esperatriz me acunó y me decía, ajó, ajó, ajó, es decir, a joderse y a aguantarse. Y así, con ese refuerzo positivo, estuvimos un buen rato mientras escuchábamos charlar a las mujeres en el patio y los ronquidos de Teodoro, el pobre, que se quedó en un rincón bebe que te bebe, saciando los deseos fermentados de los ansiosos, mientras no paraba de darle vueltas y vueltas a la cabeza sin saber cómo iba a pagar el alquiler. Y a mí me entró un sueño londinense, transparente como una neblina blanca, donde todo empezó a tomar inconsistencia, a lo lejos mi padre decía:

            -Y por esa radio tuya ¿podría yo dar la receta de cómo se hace un cocío pescao?
            Y el primo Ángel, le contestó.
            -Hombre, si a ti eso te hace ilusión y no le hace mal a nadie.
            -¿Qué mal va a hacer? Si esa es una comida que se prepara cuando está uno regularcillo del estómago -y mi padre, que tenía mucha perspectiva de las cosas inauguró el primer programa culinario de la provincia de Málaga, porque se le ocurrió que ya había muchos peritos en guerras y locos-kamikazes, que lo mejor era quitar el hambre. Primero comer-. Comer o no comer, esa es la cuestión, después ya hablaríamos –dijo Jimmy Sailor.
           
                                                           (Fin del capítulo IV) (Continuará)

El cocío pescao o el en blanco, que viene a ser lo mismo se prepara así:
                En una olla se pone agua buena y se le echa (todo en crudo) un tomatito, un pimientito, una cebollita. Se deja que cueza. Se añade un chorreón de aceite de oliva -a algunos les gusta el de Canillas de Aceituno- y unos poquitos jureles. Se le da un hervor, ya se sabe el pescao tarda poco en hacerse. Le estrujamos un limoncito, lo rectificamos de sal y ya está.
                A esto se le puede añadir una papita o arroz o unas sopas de pan de Majallana (Más allá nada). Si le añades una mayonesa deja de ser un cocío pescao, es decir, se produce “la alteración del ser y la esencia” y se convierte en un Gazpachuelo. Si le echas pescados caros y un chorreón de vino, de nuevo se altera su constitución atómica y pasa a llamarse Sopa Viña AB.
                En mi casa, que desde siempre hemos sido deconstructivistas, por un lado nos tomábamos el caldo y, por otro, guardábamos el tomatito, la cebolla, el pimiento y el jurel desmigao para hacer el Mojete, es decir, la Pringá del mar.
                ¿Han visto ustedes  lo que dan de sí los jureles?
                Si no hay jureles y se pasa de la mayonesa, se estrella un huevo en la cacerola, un poquito pan, el caldito aliñado con el limón que no falte y ya tenemos un Gazpachuelo Estrellao.