domingo, 7 de octubre de 2012

Capítulo IV : Aquellos fumadores - 2ª Toma


           -¿A qué sabe el salmón? -preguntó el primo Andrés con verdadero interés mientras se comía las uñas.
            -El salmón es el manjar de los dioses nórdicos y viene a ser algo así como la hostia consagrá, pero su color es como el de la zanahoria.
            -¿Y se come solo o con papas fritas? -preguntó Teodoro que era un obseso de las papas.
            -No, se come en guiso o asao o ahumao.
           -¿Ahumao, tú estás seguro? -dijo mi abuelo Ramiro que conocía la facilidad de su hijo para meter trolas.
            -Sí, ahumao, en lonchas mú finas.
            -Primo, tú conocerás mucho mundo con eso de haber viajao tanto.
            -Algo, conozco algo -dijo mi padre dándole una nueva calada a la pipa mientras se ponía de pie y se balanceaba hacia atrás y adelante con las manos metidas en los bolsillos del chaleco.
            -A mí también me gustaría navegar -dijo Andrés con ojos soñadores y admirativos.
            -¡Toma éste!, y a mí -dijo Teodoro.
            -A mí también -secundó Vicente con el ojo encendío como si fuera un faro rojo.
           -Cuéntale lo de la caza de la ballena -dijo mi abuelo que, cansado ya de tanta reflexión y entonado por el solisombra, le importaba muy poco la justeza de las palabras de su hijo, y despreciaba la honradez del relato con tal de divertirse y olvidar ya el fardo de los años que tanto le había volcado a considerar las magnitudes del más allá.

            La Esperatriz con el pretexto del frío cerró las puertas de la entrada y con el pretexto de la sed fue a la cocina a beber agua y vio a mi padre henchido de vanidad mientras se acariciaba los labios con la lengua. La Esperatriz volvió a su sitio y clandestinamente acercó la silla al Salón de las Peleas para así oír mejor, y entreabrió el Cristal de los Reflejos para poder escuchar a los hombres cuando hablan entre ellos.

            -En una ocasión estuve en New Bedford.
            -¿Dónde está eso, primo? -preguntó Andrés.
            -En América -dijo mi padre con la severidad de un geógrafo-. Como iba diciendo, cuando estuve en New Bedford conocí a un hombre llamado Queque que era hijo de un rey y había nacido en Bokovoko.
            -¿Dónde está eso, primo? -volvió a preguntar Andrés con la curiosidad del novato.
            -Eso es una isla que no figura en los mapas.
         -¡Ah! -exclamó Andrés y asumió la explicación de mi padre con naturalidad, Teodoro y Vicente cruzaron miradas extrañadas, ignorantes ellos de que pudiera haber tierras todavía sin dibujar.
            -Es normal, todos los países no caben en un papel -aseveró mi abuelo y se sosegaron los incrédulos y mi padre pudo continuar su relato.
            -Bueno, de New Bedford pasamos a Nantucket.
         -¿Dónde...? -dijo el primo Andrés sin acabar la pregunta porque mi padre, veloz, se apresuró a aclarar:
            -En América, también está en América. En Nantucket, mi amigo y yo nos embarcamos en El Pequod que era un barco ballenero gobernado por el capitán Acá.
            -¡Qué nombres tan raros tienen tus amigos! -dijo el primo Andrés.
            -Queque se llamaba así porque era tartamudo y el capitán Acá decía que era americano, pero se veía a la legua que era nativo del mismísimo barrio de la Coracha.
            -Vaya, criao en el puerto como quien dice -dijo Vicente con las cejas circunflejas de la sospecha.
           -Sí, de aquí mismo -asintió mi padre-. Tan malagueño como tú y como yo -Vicente agachó la cabeza y mi abuelo lo miró de reojo con sonrisa irónica.
            -Primo, cuenta ¿y cómo se le da caza a una ballena?
            -Eso es muy fácil -dijo mi padre y se abrió de piernas como guardando el equilibrio en un imaginario barco que se debatiera con un gran oleaje-. Primero hay que recorrerse el mundo.
            -¡Vaya suerte! -exclamó Andrés.
          -Sí, señor. De Canadá a Indonesia, de Indonesia a los Mares del Sur, hay que surcar el océano entero y oler su rastro; los hombres entonces nos convertimos en ratones que van en busca del queso -mi padre tomó aire, se acarició el mentón y carraspeó un poco como si buscara el tono adecuado que le iba a dar a su relato-. Cuando se llega a la zona de caza los marineros se turnan en el punto de vigilancia, los ojos se te ponen inyectaos en sangre como el de Vicente, no quieres parpadear para no perder tiempo, hay que estar al acecho. Allí arriba, en lo alto del mástil solo escuchas los latidos de tu corazón y el silencio del mar que es muy distinto al silencio de las montañas.
            -¿Por qué primo?, ¿por qué es distinto el silencio?
          -Porque en el mar se escuchan los gemidos de todos los ahogados y los cantos de los viejos marineros borrachos de ron y los gritos de auxilio de los náufragos que nunca fueron salvados.

            A la Esperatriz le acarició una mano de frío desde las plantas de los pies hasta las puntas del pelo, se preguntó qué sería la vanidad y me acurrucó contra su regazo con el temblor del miedo. Yo, solitaria, en mi mundo aún sin palabras cerré los ojos, y aproveché el calor de mi tía Lola y sus ligeros balanceos para dormir un rato igual que un pobre desesperado perdido en el océano sobre una barca horadada.

            -Pero dime, ¿cómo es posible que se escuchen todas esas cosas en el mar? -preguntó mi abuelo, que aunque estaba dispuesto a comulgar con ruedas de molino, no podía figurarse cómo se puede escuchar la voz de los muertos.
            -Es muy fácil -dijo mi padre-, como en el mar no hay árboles ni piedras con las que pueda chocar el sonido, las palabras no tienen en qué enredarse, entonces se quedan en la superficie del agua, porque las palabras tienen muy poco peso y no pueden hundirse y así viven años y años y siglos y siglos hasta que el viento las levanta y, de nuevo, los marineros las escuchan con respeto porque saben que son las voces de sus compañeros de fatigas -dijo mi padre que era un parlachín sin ética literaria y a él lo que le gustaba era hablar por hablar.
            -¿Y a ti quién te ha dicho eso? -preguntó Vicente con aire de incredulidad.
            -A mí me lo explicó un científico holandés que está trabajando en la NASA.
            -¿Tú conoces a gente que trabaja en la Agencia Espacial? -dijo Andrés que estaba al tanto de todo aunque la Agencia llevara funcionando apenas un año.
            -Por supuesto -contestó mi padre-. Me dijo que lo mismo que podemos oír por radio a un tío que está en Madrid, lo mismo y sin antena podemos escuchar las voces de los que se han perdío en la mar.
            -Lleva razón -dijo Andrés.
            -Tu primo Andrés sabe mucho de esas cosas, ya, ya te enseñará -aseguró el abuelo.

            Vicente ante el convencimiento de todos no se atrevió a hacer ni una pregunta más. Prefirió guardar silencio aunque su mente cuadriculada como un zoco no llegaba a percibir las razones de ese extraño fenómeno ni tampoco sabía que era aquello de la NASA.

            -Bueno, a lo que íbamos -continuó mi padre-. Cuando el vigía ve una ballena tiene que gritar: “¡Por allí resopla!, ¡por allí resopla!”
            -¿Y eso? -de nuevo Vicente detuvo el relato y mi padre lo miró de reojo con ganas de estrangularlo.
            -Eso es lo más normal del mundo -dijo mi padre alzando la voz-. Las ballenas tienen en la cabeza un agujero por donde les sale el agua a chorro y ese chorro se ve desde lejos.
            -¡Anda ya! -dijo Vicente que estaba segurísimo de que mi padre les estaba contando un pego.
            -Ni anda ya ni ná de ná. Mira, yo delante de este ignorante no cuento mi historia -dijo mi padre mirando a su padre y buscando protección en su vejez.
            -Venga, Joselito, no te pongas así. A éste lo que le pasa es que nunca ha salío de su tienda de campaña -dijo mi abuelo con sorna y con tolerante intención-: perdona al muchacho.

            Mi padre miró a Vicente con ojos arrogantes y éste agachó la cabeza rojo de vergüenza. Jimmy Sailor era mú torero y sabía ponerse frente a frente de quien fuera y mantener la compostura con entereza.

            -Hombre, Joselito, comprende, yo nunca he visto una ballena -dijo Vicente con falsa modestia.
            -No me extraña, las ballenas necesitan agua pa vivir y tú le temes al agua más que los gatos -dijo mi abuelo y lanzó una carcajada.
            -Razón de más para estar callao -aseveró mi padre con terrible seriedad.
            -Ahí lleva razón mi primo -dijo Andrés que estaba entregao.

            La Esperatriz, que se había quedao en ascuas, dejó de mecerme y sacó otra botella de coñac que tenía escondía en el Baúl Inspirado que estaba debajo de la ventana de su cuarto.
            -Aquí la pongo pa que os sirváis como queráis -y dejó la botella sobre la mesa, porque la Esperatriz sabía que a los hombres se le ablanda la región de las palabras con el alcohol.

            Mi padre se echó una copa y sirvió al abuelo y al primo Andrés que se mojaron los labios y se arrellanaron en sus sillas con el sortilegio de una historia a medias, también llenó la copa de Vicente con condescendencia. Teodoro-el Viruta que todavía no había pagao el alquiler se quedó a dos velas.

            -Y cuando veis al bicho, ¿qué hacéis?, ¿le apuntáis con un cañón? -preguntó el abuelo que era un guasón de tomo y lomo,  pero que sabía que ni la pródiga imaginación de su hijo ni ese alarde de pundonor que acababa de demostrar le llevaría nunca a faltarle el respeto que se le debe a un padre.
            -No -dijo Jimmy Sailor muy serio y aún en pie como un capitán en medio del puente de mando-. Los hombres se suben a las barcas balleneras y cogen sus arpones para luchar cara a cara con la bestia.
            -¡Cara a cara? -preguntó asombrado el primo Andrés cuyo  conocimiento marítimo se limitaba a ver sacar el copo por las mañanas temprano en la playa de las Acacias.
            -Sí, cara a cara. He conocido a hombres que se han enamorao del animal que tenían que cazar y se han negao a sacrificarlo. También he conocido a otros que se encabezonaron tanto con uno de estos peces gigantes que lo perseguían sin descanso importándole un pimiento su propia tripulación -Vicente pegó un trago al coñac y se puso a hacer ruido con el mechero de yesca. Mi padre visiblemente irritado, alzó la voz-. El capitán Acá era uno de esos hombres. Él perdió una pierna por culpa de una ballena a la que le puso Rafaela, era una ballena blanca y más grande que el día del Señor. Quería vengarse y la buscó por todos los mares hasta que la encontró. Cuando la tuvo delante, el hombre se acojonó. Natural, después de haber perdío una pierna ya me diréis. El caso es que en una de las maniobras de acercamiento cuando el capitán Acá lanzaba su arpón, Rafaela se revolvió como una serpiente y abrió la boca pegando un grito de coraje que resonó por tó el firmamento, empujó la barca y yo me caí al agua. El capitán mandó que me socorrieran, pero no hubo tiempo. Cuando vine a darme cuenta estaba nadando en el interior de su boca.
            -¡Primo, no me puedo creer que a ti te haya tragao una ballena!  (Continuará)