domingo, 9 de junio de 2013

Capítulo VIII : La tabla del 2 - 4ª Toma

              

          -Yo quiero mucho a mi niña -dijo Carmen de las tetas negras con esa voz desolada de huérfana que comenzaba a flotar como una pavesa náufraga-. La quiero tanto que pa mí es como si todavía la llevara dentro, aunque haya salío de mi vientre.
            -Es normal -dijo Jimmy y ser normal se convirtió en lo más peligroso del mundo.
            -Pa mí es como si fuera un brazo.

            Entonces es cuando vino la primera cicatriz que marca la posesión, como si fuera una res, y la Reina de la Morralla supuso que la mayor tragedia sería convertirse ella también en un animal de los que manipulan un hierro candente para dejarte grabado el símbolo de su pertenencia (como la Merkel). Y comprendí que Carmen era una simple intermediaria, otra virgen de arrogante manto, manchada la cara por la candelaria y que su Omnisciencia consistía en parecer que lo sabía todo mientras que la de Jimmy se obstinaba en aparentar que no sabía nada, que las cosas se le habían presentado ante sus ojos como los muebles sin que él los empujara. 

            ¿Qué clase de herida era aquella tan inocua, tan transparente, tan sutil y levadiza, pero que sin embargo producía tanto daño? Tenía que salir del Armario de las Ausencias y contarle a Carmen el terrible suplicio que me habían causado con sus proyectos, pero no, no podía decir nada, si ella iba a ser la intérprete de los silencios de Jimmy, ¿qué papel me quedaba a mí? No quería ni pensarlo, mejor guardaría silencio. Seguí allí, escondida, mientras oí los pasos de la pareja alejarse. A la salida, Carmen la de las tetas negras, recién conseguido su título de grabadora, dejó escrito sobre la llave: “El Salón de los Rechazados.” Y, de nuevo, con su mirada que a falta de vocablos utilizaba como un taladrador dejó colgado un cuadro de raro hipnotismo sobre la ventana Este, ventana desde la que Jimmy Estereotipo todos los días miraría el paisaje, porque Jimmy tenía relación directa con el mundo. Y sabía tanto de la calle como de la casa aunque uno de los méritos de su Omnisciencia era hacerse el tonto en lo referente a decoraciones interiores, o no encontrar objetos que tenía a su alcance, y es que entre los objetos también los hay rebeldes y son muchos los que no quieren ir en busca de nadie, esos eran los que Jimmy más detestaba y los que tenía que pedir a voces para que se los acercaran.

            Jimmy & Carmen entraron de nuevo en la Habitación del 2 y pusieron la cama de matrimonio justamente en medio y alrededor una cómoda de cajones infinitos con secretos recónditos donde tenían guardados los sucesos de una intimidad desigual. Después salieron y ya como locos empezaron a instalar mesas en el Zaguán de los Fracasados para cuando viniera la clientela. Mientras tanto, Andrés había estado hablando con Tomasita que quedó rendida ante sus argumentos de docto. Así fue como el gobierno de la Metacasa quedó convertido en un águila bicéfala formada por 2 parejas y de nuevo la superficie quedó transformada por un retorcimiento psicológico en una bicicleta-tándem que siempre estaba parada, porque la conquista del tiempo no llevaba a ninguna parte, quiero decir, a ninguna parte donde cupiéramos todos.

Sólo había una isla que se salvaba de aquel desermagnum egocéntrico y esa era la Casilla del Reloj donde Teodoro y Doña Fuensanta, conscientes de sus limitaciones, de que día a día tenían que pagar el arrendamiento y de las servidumbres que las tradiciones mamadas les imponían, vivían una vida sencilla y sin engaños. No sé yo cómo podían navegar en aquella confusión sin ser contaminados por la ambición desmedida de Jimmy, por la vanagloria del saber pseudecientífico que poseía Andrés, por la inconmensurable dependencia física que tenía Tomasita o por la inseguridad infantil de Carmen  la de las tetas negras; también pasaban del resto de personajes.

            Hasta yo misma me sentía perdida (parecía una pescadilla pelona, esa de piel finísima que se desprende de todas las escamas a la vez para defenderse) y tenía hambre de brújula que me orientara, fue por aquel entonces cuando Teodoro y Doña Fuensanta me enseñaron a dibujar haches para saber dónde me encontraba, haches mudas que dejaba señaladas en las paredes y con las que podía después buscarme a mí misma, que todavía no había hecho la comunión y, por tanto, no tenía reloj.




Arañaba las haches en la cal con una aguja que le quité a la Carmen del acerico. Muy pequeñitas, porque todas mis haches eran minúsculas y silenciosas. Teodoro y Doña Fuensanta, la pareja impar, me dijeron que esa letra no daba ruido y yo quise ser como ella y les hice jurar que no le dirían a nadie que esa era mi grafía y me dijeron que era imposible pronunciar una hache muda. Así que me sentí tranquila porque maravillosamente y gracias a aquellos individuos que parecían muñequillos de la Casilla del Reloj, yo había conquistado mis propios minutos y podía señalar el silencio, y es que el silencio sería mi divisa durante largo, muy largo tiempo, y es que antes de que alguien me callara con altos raciocinios como le había pasado a la Carmen, yo no caería en la trampa de contestar a argumentos ajenos y le seguiría a todo el mundo la corriente como si estuvieran locos, y pensar sería el beneficio silencioso con el que arraigaría mi cordura y la cordura era una planta débil que tenía que crecer entre aquella turbia maraña de intereses creados dentro de la Metacasa.

Porque la Metacasa tenía su propio ritmo alzheimico y si no me quería condenar con una nueva reiteración debería saber permanecer callada. El mío era el Tiempo de la Freza, el de ellos el rutinario tiempo de las tareas encargadas, el tiempo en que cada uno se interrumpe para manifestar su presencia con la abundancia de un volumen. Así, la Carmen permanecía de pie frente al fregadero con la mirada ida dándole vueltas a la circularidad de los platos y al fondo de las ollas y al cilindro de los vasos, y creo que por eso la mujer se hizo neurótica, de estar en contacto con la esfericidad.

Y Tomasita le daba vueltas a los cocidos con la obstinación de una energía contenida, y la tía Nati cortaba en trocitos mú chicos las coles para que otros se las comieran. Y las tres eran practicantes de un arte efímero como el sueño de Jimmy que reposaba en la Habitación del 2 alejado de la lluvia de cantos que los pájaros nos regalaban, y cuando se despertaba sobresaltado durante la siesta siempre preguntaba: “¿Qué hora es?, ¿a qué día estamos?” Y el primo Andrés desde la Habitación de las Ondas le contestaba con los datos precisos que marcaba el Calendario Zaragozano o el reloj de pared que daba campanazos tan molestos y tictases tan absorbentes que nos paralizaba a todos como si fuéramos estatuas con trabajos infinitos, por eso la identidad de los días era inconmensurable y fuera el momento que fuera Carmen siempre estaba fregando platos y la prima Tomasita dándole vueltas a los guisos y la tía Nati partiendo coles.



                                                           (Continuará)