domingo, 16 de junio de 2013

Capítulo VIII - La tabla del 2 - 5ª Toma



Desaparecieron los vecinos, que tenían su propio compás aunque sospecho que era muy parecido al nuestro y no sé por qué me daba a mí que la Sebastiana estaba en una arquitectura paralela a la nuestra, aunque ellos tenían un saco de boxeo instalado en medio de su patio donde entrenaba Vicente su pequeña violencia, porque al fin y al cabo todos los luchadores saben que la violencia no es necesaria utilizarla diariamente. Y sonaban sus puños  como un gong mate y resentido porque él lo que quería era la revancha y poder estampillarle a Jimmy la cara sobre la pared y así alimentar hasta la eternidad el odio de las razas.

No sé qué beneficio encontraban en aquella manera de medir los años, porque fueron años los que transcurrieron, y a la Carmen se le pusieron los deos como garbanzos y a Tomasita se le abrieron las muñecas de tanto ejercerlas con la espumadera y la tía Nati se cortaba de vez en cuando con el cuchillo y veíamos gracias al pequeño accidente que todavía era humana. Y Jimmy despertaba ansioso por sus propios ronquidos y el primo Andrés se ponía una lente que le agrandaba el ojo para ver las cosas pequeñas, pero nunca tuvo un objetivo de 50 milímetros que es con el que se ven las cosas humanas.

No sé, no sé qué beneficio encontraban en aquella manera de medir los días que se burlaba del corazón de cada una de nosotros y al final todos salíamos perdiendo. No sé, no sé por qué aquella obstinación rítmica en la que coloquiábamos como perros y vivíamos enclaustrados como monjes, no sé por qué aquella gula de minutos estorbándonos unos a otros en los que desconocíamos la sincronía y sin embargo dominábamos el aplastamiento mutuo. Menos mal que estaban Teodoro y Doña Fuensanta dentro de su casita de madera y de vez en cuando me llevaban a dar un paseo por el Recinto de las Haches Mudas.

            La Carmen sí que estaba atareada, con sus pies descalzos yendo de un lado a otro de la Metacasa de los cojones. En la cocina siempre había agua hirviendo y el bullir de las ollas era una respiración asmática que a todos nos contenía. Cuando no, el zumbido del almirez o las vueltas de las aspas del molinillo para hacer café de pucherillo. Y los platos que no cesaban de crecer y crecer y repetirse con la insistencia de un vómito, y si se sumaran los platos que la Carmen ha fregado durante toda su vida se podría decir que tenía un restaurante.

Allí fue donde aprendí la reiteración, y es que todo era como una gota calaera que poco a poco te iba horadando la cabeza, como la pesadez digestiva de los churros con los que estaban obsesionadas, tan obsesionadas que parecía que teníamos nuestra propia chocolatería de tanto y tanto hablar de ellos. Así que no me extraña que llevaran encima esa mirada de zombis propia de los seres maldormidos, porque se levantaban cabreados y con los ojos llenos de legañas tercas y se iban derechitos a tomar el desayuno con la premura del que tiene que presentarse a un juicio.

Se iban y la Carmen se quedaba frente al fregadero con la esbeltez doblegada de un ser al que se le somete a cámara lenta involuntariamente. Más tarde iba al mercado con la diligencia altiva de la que tiene que defenderse de esmerados engañantes y deprisa, deprisa volvía cargada como una mula y se le señalaban las asas de la chivata en sus dedos laboriosos. Llegaba obsesionada con la ejecución de las viandas y con el monedero apretado bajo el sobaco como si de un momento a otro fueran a pedirle cuentas. Instalaba la olla sobre el fuego y con ojos de tonta miraba el devenir de la llama mientras entonaba canciones en las que ella siempre era la MALA (¡vaya letritas las de esas coplas!).

Aparecían de nuevo los gourmets-comensales y mostraban su atildamiento con un escrupuloso espíritu crítico que les hacía descalificar los platos simplemente porque una pizca de sal hubiera sobrepasado la medida. De nuevo era la hora del jabón y el estropajo, de la loza y la cuchara, de la circularidad del agua que se engullía como un embudo unos segundos preciosos que no aparecían en ningún metro. Y estaba la tarde cayendo cuando los vientres de nuevo se soliviantaban y de pronto llegaba la noche con su cadencia rutinaria de aceite frito. Y el desayuno, el almuerzo, la merienda y la cena eran los cuatro mojones kilométricos que fraccionaban una multitud de escenas invisibles: ir al lavadero y competir con el resto de las mujeres por la pulcritud de las sábanas, dar puntás con la cabeza amorrada mientras la lengua repetía consabidas letanías, blanquear, encender el brasero, cuidar de que no se apagara.

En fin, estar presente todo el tiempo como un zumbido de oídos, como una tiniebla que se cuajara en la frente y es que ninguna, ninguna,  ni LA CARMEN ni Tomasita ni la tía Nati conocían a Doris Lee y ese cuadro (Cherries in de Sun. Siesta) donde hay una negra hermosa tumbada a la hora de la siesta en medio del paisaje, y la mujer sabe lo que es el vino y la lectura y el sabor de las frutas enlazadas y se supone una brisa porque los árboles no precipitan su ramaje en una coreografía excesiva, y un gallo acecha a los pies de la cama como si fuera Pitágoras, y un pajarillo sin nombre culmina la cabecera y los tacones desidiosos indican que ella está cansada de bailar.

Qué distinto del machismo bonachón de la Siesta de Botero, qué ficticio el sueño de la mujer de las uñas rojizas, la boca pequeña y los pies de muerta, qué tormento de minutos sueltos como granos de arena y qué abundante la presencia de la vigilia que tapa su pretendido dormir.

Tal vez fue por ese resentimiento que causa la no contemplación que la tía Nati, harta de trocear coles para que otros se las comieran y harta también de escuchar los jadeos de las águilas bicéfalas, empezó a decir que ellos eran unos flojos, unos verdaderos vagos, inútiles de tomo y lomo. Y la buena mujer no llevaba razón, que tanto Jimmy como el primo Andrés salían todas las mañanas a las cinco a plantar almendros en las tierras del Marqués de Larios y cuando llegaban a casa se tiraban rendidos donde les pillaba el deseo del descanso, y es que cuando ellos habían dao de mano, habían dao de mano. Sin embargo, ellas no sabían cuándo tenían que concluir su faena. Y digo yo que ese resentimiento es lo que había empañado la lente de la tía Nati, que también era Omnisciente o por lo menos eso creía ella, que era una Entrometía y promulgaba aseveraciones castradoras y continuas como una gota calaera, que por eso no querían escucharla y es que su historia no interesaba a nadie, pero aunque así fuera sus palabras desatendidas iban dando su fruto poco a poco:

            Uno, Jimmy, por ejemplo, en su autodefensa esgrimía que en vez de dormir estaba buscando el Tao. Dos, es decir la Carmen, empezó a emular a La Liberté guidant le peuple.




                                             


                                                                              (Fin del capítulo VIII) (Continuará)