domingo, 11 de agosto de 2013

Capítulo IX - Locura : 3ª Toma



         Y Mari Polvo cogió a mi madre y la metió en la parte luminosa de la Bichambre. No sé cómo cupo la pobrecilla porque la tenía abarrotá de Mariquitas Pérez, de cojines fucsias y naranjas que hacían juego con un coral enorme y blanco que le había regalao un hombre en el Peñón del Cuervo, y decía Mari Polvo que ese hombre salía del mar con el pecho herido por las medusas y al darle el coral enorme y blanco le dijo: “El blanco albor latente, medio desfallecido se derrama, perdido sobre la fría fuente de la sombra.” La verdad es que hay gente pa tó, gente rara por el mundo. Vaya, que sí hay.

En fin, que junto al coral y los cojines y las Mariquitas de los cojones, también tenía la foto de un hombre reipenao que parecía un actor de la Metro y dos boas de pluma y un montón de medias con los puntos saltaos colgás de una alcayata, y un par de ligueros y una estampa de la Magdalena leyendo pintada por Roger van der Weider y debajo un poema tonto con letra de emulación como la de las niñas cursis de los colegios de pago:

                                   Madre de los libros,
                                   así como las hojas,
                                   delgada,
                                   llueve la pasión del vuelo.
                                   Dormir es el placer
                                   de sabios, madre.
                                   Andar bajo la protección
                                   de tu manto literal,
                                   almorzar sopa de letras,
                                   beber leche
                                   de cuentos sin fin.
                                   Jamás profanar tu nombre
                                   con una comparación trillada
                                   como la de ese Proust
                                   tan señorial.
                                   Magdalena, tierno nombre,
                                   arrodillo mis historias
                                    bajo tu escudo.
                                   Madre de los libros,
                                   así como las hojas
                                   delgadas,
                                   y elegantes
                                   lloveran las creaciones
                                   nuevas.




            También tenía colgado encima de la cama un rosario hecho de garbanzos cuyo final no era una una cruz sino una chatarrería de coquinas que formaban una concha grande. Vaya, una macro-concha hecha de micro-conchas.

            -Toma esta manta y siéntate en ese sillón.
            -¡Coño! -dijo mi madre al pincharse con el acerico.
            -¡Qué mal hablá eres!
            -¿Tú que vas, a corregirme ahora? No creo, ¿no? No te vaya a pasar como a mi marío que piensa que me chupo el deo. Que yo te noto cuando vas de farol y sé, lo mismo que tú sabes, que las palabras se han hecho pa defendernos. Conque no me vayas a tocar ni una línea -dijo mi madre con una profunda violencia y una breve clarividencia, tan breve como un destello.
            -Usté perdone Señora Escribana -dijo Mari Polvo mientras entró en un meticuloso arrangement, muda que te muda cojines y Mariquitas hasta que dejó la cama libre-. Voy a poner agua a hervir pa que entres en calor -y Mari Polvo se fue a la cocina mientras mi madre entró en una aguda idiotez y empezó a balancearse como si meciese a un ser invisible.
            -¡Ay, mi Inesita! -decía-. ¡Ay, mi corderito!, ¡Ay, mi niña chiquitita! ¡Ay, ay, ay!

            ¿Quién era esa Inesita que yo no conocía?, ¿quién era esa niña que siendo invisible era más querida que yo? Sin pensármelo dos veces me solté de la mano del farsante Jimmy Sailor y me fui a la calle. Lo que sé, lo sé porque me lo contaron, que yo no lo vi con mis propios ojos, conque debo confesar que no sé a qué omnisciencia pertenece. Pero para mi parecer que hay que respetar la intimidad de los personajes aunque estos sean tan ordinarios como La lozana andaluza:

            Mari Polvo con el pico de una toalla rosa lavó el cuerpo enajenado de mi madre y después le dio unas friegas de alcohol, y se detuvo especialmente en las piernas temblorosas, con fuerza masajeaba sus muslos que parecían un flan y de vez en cuando le preguntaba ¿estás mejor? Y mi madre movía la cabeza asintiendo levemente. Dicen que estuvo más de una hora sacándole el nerviosismo de dentro. Cuando Carmen quedó quieta Mari Polvo salió de la habitación y le trajo un buen tazón de caldo del puchero que había hecho Tomasita con un pollo que le había prestao Doña Fuensanta que se lo había traío Teodoro  que se lo había encontrao en la alacena de la Señora María que lo tenía allí para guisárselo así a su marío Don Romeral, el jefe de la carpintería, en pepitoria.

Mari Polvo le dio el caldo a mi madre como si fuera una niña chica y mi madre lo comió con ojos extraviados mientras no paraba de preguntar por su Inesita, su corderito dulce que era tan cariñosa con ella y que era tan modosita. Cuando acabó de comer, Mari Polvo le limpió la baba con una servilleta a cuadros con una inicial de pertenencia de esas que gustan a los posesivos. Y le habló:



                                                                                                        (Continuará)