domingo, 30 de marzo de 2014

LA REALIDAD - 3. El amor




            De todos nosotros mi padre era el que estaba mejor educado emocionalmente: sabía llorar. Lloraba casi a escondidas porque era un hombre y a él lo educaron para ser fuerte, como entonces se entendía la fuerza, rayana con la insensibilidad. Afortunadamente no le hizo mucho efecto esa manera cruel de ejercitar la vida y lloraba cada vez que su corazón se sentía tocado.

            Lloró cuando vio a mi hermano interpretar el monólogo de Segismundo, el de La vida es sueño, en un teatrillo que se hizo en el instituto, lloraba con las películas y lloraba también cuando descubría que teníamos un lunar en el mismo sitio que él, como si ese signo fuese la evidencia sagrada de su paso a la eternidad y la marca que su hija y su hijo llevaban para el recuerdo. Sin saberlo era un genetista poético.

            Mi padre creía en el amor, cuando cocinaba, que lo hacía a menudo, se ponía a cantar por Antonio Molina y cuando ya le había echado todos los ingredientes al guiso hacía una pausa, nos sonreía y de un bote invisible cogía unos polvos mágicos también invisibles y los esparcía sobre el perol. “Es amor –decía-, en la vida hay que echarle a todo amor.”

            Por eso le echo yo a todos mis escritos amor. No he encontrado a ningún teórico literario que diga eso en ningún ensayo, pero creo que es un elemento fundamental de la creación literaria. Cuando mi padre se refería al amor no hablaba del gran amor romántico sino del cuidado y del mimo con que se debe elaborar desde el más pequeño objeto de artesanía hasta el más grande proyecto como es construir una casa para que una familia viva feliz.

            Mi padre era un sentimental, un hombre que tenía la valentía de llorar y de echarle amor a todas sus tareas. Le gustaba viajar, escuchar la radio, ser imprevisible y leer. Nosotros no distinguíamos las buenas de las malas ediciones, pero fue él quien vino un día con un libro de Angela Figuera Aymerich y me lo regaló. Se lo compró a un hombre que tenía un tenderete en la Alameda en Málaga capital, el libro se llamaba Antología total,  y era 30 de agosto de 1978, hacía calor.

            De ese libro me gustaba sobre todo el poema que cuenta la historia de un campesino que se lo llevaron a la guerra y cuando volvió le faltaba el silencio puro, sus oídos ya sólo estaban acostumbrados a estar alerta, el poema se llamaba Regreso. Para nosotros era muy importante el silencio, por eso me impresionaron tanto las palabras de la escritora bilbaína. Y también me gustaban los versos: “No quiero que haya frío en las casas,/ que haya miedo en las calles,/ que haya rabia en los ojos.” Pertenecientes al poema No quiero.

            Mi padre estaba muy orgulloso de que yo fuera escritora y quería que escribiera una obra como la historia de Kunta Kinte, Raíces, y que en cierta manera hiciera justicia a través de mi literatura. Mi padre era un inocente que creía en el amor y que me enseñó a echarle amor a todos mis escritos.








Consejillo: Si te encuentras fuerte y con ganas léete Teoría de los sentimientos de Castilla del Pino. Se diferencia de los otros libros sobre sentimientos y emociones en que no da una simple enumeración de ellos sino que propone una fórmula, una reflexión de alto nivel.

Consejillo: Como es primavera y ya empieza el buen tiempo lo mismo no te apetece encerrarte con un tocho teórico entre tus manos mientras escucha el ruido y las risas en la calle. Entonces date un paseo en bicicleta y cada vez que sientas celos haz como si no lo sintieras, y cada vez que sientas envidia haz como si no la sintieras. En la vida todo es práctica, como montar en bici, así que cultiva los buenos sentimientos y olvídate de los malos, no te sirven para nada y además paralizan. Ya sabes, pedalea buenas emociones hasta que esas emociones se enreden y formen parte de ti.