Yo soy la Reina de la Morralla,
tengo guardada en mi armario una capa con el forro escarlata para el día que me
llegue el triunfo y reciba un premio dorado. Nací para princesa aunque me crié
rodeada de basuras en un cuchitril de Singapur. Mi padre era Sailor Jimmy y mi
madre una costurera de Granada.
Fui concebida el día en que florecieron los cerezos y,
rosado, el crepúsculo estaba lamiendo el mar. Mi padre montó a mi madre durante
toda la jornada, antes la había perseguido por la cocina y le tiraba del
delantal para que ella cediera. Lo de ellos era un amor mutuo aunque mal
comprendido por ambos. Se conocieron en el puerto de Barcelona, Sailor Jimmy
había salido a pasear con su traje azul de marinero que le había prestado un
amigo, pues él era sólo cocinero y no disponía de uniforme. Mi madre quedó
prendada de los botones plata y del galón rojo del pantalón, también llevaba
gorra y un reloj de bolsillo para fardar. Sailor Jimmy era dado a la cerveza,
fue a beber a La gamba de oro y allí estaba mi madre comiendo almejas
con unas amigas. Mi padre llevaba el pelo con brillantina y parecía un apuesto
artista de la Metro, daba grandes zancás y reía a carcajadas, se echaba una
foto en cada una de las ciudades donde desembarcaba y fumaba tabaco inglés,
algunas veces lo hacía en pipa y dejaba tras de sí un rastro de rosa y miel
como un atardecer campestre.
Galeras, también conocidas como el Langostino del Pobre. |
Hablaron
muy poco la primera noche de su encuentro, mi padre la invitó a sardinas y
galeras y le dijo que conocía Brasil, que allí tenía como amigo a un tal
Vinicius de Moraes y una mujer con voz de drogadicta que se llamaba María
Creuza; le dijo que también estuvo en Montréal y en Estados Unidos, que allí
dormía en casa de Elvis Presley que era íntimo suyo; le habló de Kennedy, de
Jacqueline Onassis y de Julio Iglesias. Dijo, con voz de certeza, que él
conocía a Franco, que en una ocasión le hizo unas perdices en vinagreta y que
el general le confesó que eran las mejores que había probado en su vida. Es que
mi padre se trataba con todo el mundo y
tenía amigos en todas partes. Siempre tuvo don de gentes y una escasa noción
del tiempo lineal, a él le importaba muy poco que una persona existiera o no, esa
no era razón para impedirle hablar de ella o presumir de haber compartido la
mitad de su vida con quien se le antojara.
Mi madre había visto poco mundo y quedó admirada ante
tanto nombre famoso pronunciado con acento sajón. Sailor Jimmy le prometió que
la próxima tarde le enseñaría su barco, y así lo hizo, con ademanes de capitán
le mostró de la popa a la sala de máquinas mientras mi madre no paraba de reír
convencidísima de que estaba ante el amor de su vida.
Mi padre le dijo, esta vez en portugués, que “la coisa
mais bonita que há no mundo é viver cada segundo como nunca mais” y con un
rumoroso trato de “você” se la llevó a una pensión donde volvieron los retratos
cara a la pared para que no les vieran follar. Mi madre llenó de sangre las
sábanas y el colchón; se me olvidaba decir que mi madre tenía dieciséis años y
todavía estaba a medio desarrollar, pero a Sailor Jimmy eso le traía sin
cuidado, a él le gustaban las tetas nacientes, las caderas estrechas y la
samba. Cuando mi madre se vio rodeada de tanta sangre se echó a llorar, los
gemidos llegaron a los oídos de la dueña de la pensión, que golpeó la puerta
del picadero con fuerza y le dijo a mi padre que saliera si no quería que
llamara a la policía. Él salió medio en cueros, santiguándose y jurando por
todos sus muertos, a los que fácilmente confundía con los vivos, que él no le
había hecho daño.
-Niña, ¿tú querías? -preguntó la vieja. Y mi madre
asintió con la cabeza-. Pues ahora no te quejes. Eso ya se te pasará y tú,
marinero, no la toques durante unos cuantos días.
-Sí, señora -respondió mi padre y se llevó a mi madre al
Tibidabo donde le compró una nube amarilla de algodón con la que se le secaron
las lágrimas.
-No te
voy a tocar más, no te preocupes -dijo Sailor Jimmy.
-¿Por
qué? -preguntó ella.
-Mi barco zarpa al amanecer y voy muy lejos.
-Llévame contigo.
Mi padre dijo que no podía, pero recordó sus pezones de
claro carmesí, clarísimos como un vino afrutado, y la escondió en su camarote
bajo una manta de rayas. Fue así como aparecieron en Singapur, donde mi padre
alquiló una casa y un local para montar un pub irlandés. Fue entonces cuando mi
madre empezó a llorar como una fuente y no dejaba de llorar por nada, decía que
se acordaba de los huevos fritos y de los chorizos y de los jamones de Trevélez
y del agua de Sierra Nevada y, ¡coño!, de su familia que había dejado colgada
sin decirle nada. Llantos y llantos y llantos de emigrantes desarraigados, llantos de los ojos adolescentes de mi
madre que vivía en una pura congoja y de mi padre que andaba tras de ella para
hacerle el amor, pero ella no se dejaba que le daba miedo desde su primera vez.
Carreras uno detrás de la otra hasta aquel día en que florecieron los cerezos y
jodieron como locos; mi madre encantada porque ya no le dolía, mi padre
entusiasmado porque no le veía fin a aquella jornada dichosa y dulce. (Continuará)
Las mentes más imaginativas dicen que son más que Langostinos que podrían llamarse incluso La Langosta del Pobre, pero en realidad son Galeras. |