Cuando por la noche
golpearon los cristales satinados del dormitorio de la Esperatriz, ella se
acurrucó sobre sí misma y se tapó los oídos que le latían como si un caballo de
coñac cabalgara en sus tímpanos. Quiso olvidar todas las palabras que había
aprendido, quiso olvidar y olvidar y no le pareció suficiente el olvido, era
tal la calentura que sentía y que le apretaba el pecho que nada la vencería.
Así que cerró los ojos y respiró hondo y le dio la espalda a Lázaro Malacara
que venía desde el valle de Scevo para golpear su ventana.
-Lola, ábreme la puerta que te traigo un regalo.
Pero Lola agachó la cabeza, se acurrucó aún más sobre sí
misma y se pasó la lengua por los bordes de los labios. Era él quien la estaba
llamando. Él, Lázaro Malacara, que había cabalgado sobre su yegua blanca y la
había herido con las espuelas de las prisas que son propias de los enamorados.
Pero ella no quería que le metieran bulla aunque fuera el mismísimo Alfonso
XIII el que viniera a visitarla.
-Lola, ábreme que eres una provinciana. ¿Por qué no vamos
a dejar rienda suelta a esta luna de sexo? ¿No te das cuenta de que vengo
caliente como los palos de un churrero? Y tú, ¿qué quieres, engañarme? ¡Por
Dios, si te lo noto en la voz que es donde se notan todas las cosas! Y ayer en
el plano astral titubeaste como una niña. Lola, que soy yo y de carne y hueso.
Y es que Lázaro aunque era chaparrito tenía más labia que
Salinas de Gortari que repartía medallas doradas de falsedad a mejicanos
ilustres.
Lola entonces mojó sus dedos en el tazón que tenía sobre
la mesita de noche, tazón lleno de raspaduras de yelos y yerbabuena y se lo
untó por la lengua recién despertada del sueño.
-Lola, que soy un hombre cabal, que no le voy a decir a
nadie lo que hagamos esta noche, que he reservao una habitación en el Málaga
Palace y no la tengo que dejar hasta la hora del Ángelus del día de mañana.
¿Qué quieres que me raje ahora después de haber cruzao el Atlántico? Venga,
paloma negra, no juegues conmigo ni con la virgen de Guadalupe.
Y en aquel momento la Esperatriz, que se sentía ya
perdida desde que escuchó su voz, tuvo que reconocerse a sí misma que estaba
empapada y que le importaba un rábano gordo los ejercicios espitituales que
hizo en el seminario aconsejada por la Srta. Nancy, la cruz que salía en el
Nodo y que estaban construyendo los vencidos, y la pulcritud temporal de los
acontecimientos. Decidió entonces irse por un momento. Lola se levantó con la
respiración agónica de la petit mort y se dijo que a la porra la mala suerte,
los augurios nefastos que construyen los resecos célibes y el trozo de acera
que a las ocho de la mañana acostumbraba a regar, también mandó a la porra la
silla de enea sobre la que pasaba el día
sentada mano sobre mano viendo a la gente atareada que solía llevar relojes
Certina para orientarse, algunos Omega, los pocos.
El reflejo de Lázaro Malacara en el cristal de su cuarto
tenía los dones de un rostro herido, llevaba una cicatriz orgullosa en la
mejilla izquierda que alguien le había hecho porque él en una noche de parranda
le nombró la madre a Vicente, un compañero vengativo que llevaba botas de
cuero. También sobre una ceja Lázaro Malacara portaba la seña de un golpe que
se dio con una ventana en la hacienda de Don Carlos, un cacique que vestía de
negro y que en noches de delirium tremens decía que era pariente del Zorro.
Además de su pelo ralo y de su piel cuarteada por tantos días al sol, Lázaro
contaba con una mirada de caviar y un aliento fresco de café con hielo, porque
Lázaro no solía tomar, que no, que no tomaba ni tequila ni aguardiente, que
Lázaro sólo bebía agua fresca y detestaba el tabaco. Así que cuando Lola lo
escuchó tirarle chinitas a su ventana sabía que aquella voz que la requería se
metería en su corazón como un pájaro infantil y que sin ella poderle poner
frontera le besaría sus senos con el deleite del que se toma una limonada. Ya
se los había besado durante noches enteras cuando en la región de los astros se
encontraron por casualidad en una linde de la sierra de la Tierra Fría, allá
por la altiplanicie, donde se encuentran los cuerpos secos que hartos de esperar
presencias empiezan a practicar el amor udrí con el amante que se inventan.
Allí sur la place chacun passe, chacun vient, chacun va; drôle de gens que
ces gens-là. Drôle de gens! Drôle de gens!
Lola se tapó los oídos y sin embargo escuchaba sus
taconazos de brigadier sobre los adoquines húmedos de la noche marítima que
estaba acariciando a Málaga entera igual que una lluvia de sal y risa. Lola se
miró al espejo y se dijo en francés, porque si algo tiene el amor es que da el
don de lenguas: L´amour est un oiseau rebelle que nul ne peut
apprivoiser.... L´amour est enfant de Bohême, il n´a jamais, jamais connu de
loi... Si tu m´aime je t´aimerai. Así que Lola sólo con el viso beige que
para colmo no era suyo, que se lo había robado a la Sra. Nancy en una de las
veces que iba a hacerle la colada y que mientras su hermana se metía conchas de
jabón en las bragas, ella simuló un dolor de tripa y se guardó la prenda mojada
bajo el vestido, Lola, digo, sin importarle su porte abrió la puerta del cuarto
y salió descalza al vestíbulo, después con sigilo quitó los cerrojos de la
calle y con los ojos de una ninfómana que sólo sabe pedir más y más y más, y
encor, porque no olvidemos que el amor da el don de lenguas le susurró a Lázaro
Malacara: Tra la la la la la la la coupe-moi, brûle moi, je ne te dirai
rien, Tra la la la la la la la je brave tout, le feu, le fer et le ciel même.
Y Lázaro Malacara que estaba en la puerta esperándola con
un cochecito oriental llamado djin-richi-cha le hizo una empalagosa reverencia
y le ofreció que se sentara. Después Lázaro, humildemente, se colocó entre los
palos para guiarla por las calles de la salinera Málaga. Ella, antes de
sentarse, se puso una bata de contemplativa y cogió entre sus manos un libro de
Alberti de hermosa encuadernación azul, se trataba de los pleamareños versos de
A la pintura. Vino la húmeda ficción del mar a lamerle sus pies que
afortunadamente no eran de japonesa y rodearon la Plaza de la Merced donde
estaba erecto el obelisco de Torrijos y se metieron cuesta abajo por la calle
Victoria hasta que desembocaron en el Parque negro de noche y de misterio, allí
bajo una palmera tenue como su inexistente reflejo opaco se paró Lázaro y
entonces ella, con una voz finísima mitigada por la luz opaca, dijo con ironía
hablando de sí misma en tercera persona: “La Lola se va a los puertos”.
(Continuará)