Lázaro fatigado por la
conducción temeraria de un vehículo tan poco apropiado para el machismo de un
mejicano, hijo de la gran chingada, dijo:
-Lola, yo no puedo más.
-Tú eres el que me has raptao.
-Tú te has dejao.
-Esperando me quedé anoche y no viniste, esperando llevo
meses y años. No es hora de ponernos a discutir. Yo creía que íbamos a hablar
de amor y te encuentro como chófer de este armatoste estrafalario.
-Es que quería impresionarte. ¿No te gusta?, lo he
comprado en un bazar de la Alameda y también me han dao un reloj digital.
-¿Y eso pa que sirve?
-Para medir el tiempo milésima a milésima.
Lola dejó el libro azul sobre el cuero rojizo del sillón
y lo miró con sigilo de gata y pupilas huecas de cañones de escopeta. Entonces
él comprendió que estaba haciendo el ridículo, el más inmenso ridículo.
-Lola, es que no sé cómo agradarte, es que estoy tan
nervioso que me tengo que echar a correr como un empleadillo que transportara a
Pierre Loti.
-Vamos a ver, Lázaro, ¿no dices que tienes una habitación
en el Málaga Palace? Pues aprovechémosla.
-Te va a gustar mucho, es añil.
-¿Une chambre bleue?
-Yes.
-Coño, vamos p´ allá.
Lázaro dio tres bufidos como un toro y una patada en el
suelo.
-No, en el carrito no, Lázaro. A pie, uno al lao del otro
y tira ese reloj de mierda, hoy vamos a medir el tiempo con una colcha de seda.
-¿Y cómo vamos a hacer eso?
-Ya veremos.
-¿Y por quién?
-Por nosotros, por Andalucía libre, España y la
Humanidad.
-Pues chiquilla, ya que vamos a ser tan importantes dame
diálogos más buenos, que no soy tonto ni tengo una piedra por corazón.
La Lola se quedó mirándolo y pensó que necesitaba una
copita de absenta para guardar silencio, se imaginó el licor verdoso en un
vasito de plástico con dos cubitos de yelos transparentes flotando a la deriva.
-Yo no soy la que da ni la que quita, ahí te equivocas
-dijo la Lola.
-Entonces, ¿tú quién eres?
La Lola guardó silencio y pensó en el mundo, en la bola
del mundo que vio cuando era chica en la casa de Don Mateo el maestro, la bola
que se había caío en una palangana y tenía los continentes hinchados como una
murmuración. Lola pensó en su hermana, y pensó que si alguna vez le contaba
esta noche de jazmines inquietos le diría que el mar despedía un ligero tufo a
mejillones, y que mientras hablaban no la llamaría por su nombre sino que la
bautizaría como si fuera una princesa atenta con la esperanza de ver
desterrados los ultrajes violentos. Sí, la llamaría Dinarsad. Y pensó Lola que
con tranquilidad le narraría el apretaero del pecho que como un mazacote de
hierro no la dejaba respirar. Y que de pronto, en aquel trance, le entró como
un desvanecimiento y tuvo ganas de comer carne membrillo para remontar el mareo
y aunque le hicieron palmas las aletas en el fondo estaba triste por tener que
actuar como una coñocéntrica. Es un desierto de arena, pena; es mi gloria en
un penal, ay pena, penita pena. Entonces fue cuando surgió el milagro, los
Jardines de Puerta Oscura empezaron a relumbrar como un limón, y a ella se le
cayó la bata de japonesa y le creció de no sé sabe dónde una bata de cola
amatista y esmeralda, y La Lola se puso a bailar por soleares y se abanicaba
con fuerza y empezó a oler a rosas. Lázaro Malacara empezó a reír como un
verdadero borracho y se inclinaba sobre su vientre y se echaba para atrás como
si se fuera a partir por la cintura y se golpeaba los muslos y se le saltaban
las lágrimas, y hasta empezó a toser de una forma compulsiva mientras el vapor
de las aguas los envolvía a los dos y los hizo abrazarse con la ternura de
quienes quieren crecer.
-¡Qué bonitos son los versos de Alberti! -dijo la Lola
por decir algo.
Fue entonces cuando apareció la banda de jazz que venía
de tocar en el Café-Teatro mientras los asistentes tomaban zumo de tomate
aliñado con sal y pimienta, sal como la piel de la Esperatriz y pimienta como
sus ojos picantes. Los trombones resonaban con su fuerza de viento y el saxofón
parecía una bocaná que entra por una ventana enrejada. Había trompetas
delicadas como el amor de los niños que se aman entre niños y golpecitos de
baguetas sobre la piel marfil de un tambor rodeado de un aro plateado. Había
tantas cosas aquella noche en que Venus estaba anaranjada y la luna era una
raja de coco como mis pechos de reina. Sí, había muchas cosas aquella noche,
entre otras las manos pequeñillas de la Esperatriz con las uñas transparentes
como si fueran gotas de rocío.
-Lola, llevas razón, vámonos al hotel -dijo Lázaro
Malacara y en aquel momento una ráfaga de viento los elevó a los dos y en
volandas aparecieron en el Morro y escucharon el chocar de las olas y vieron la
plaga de luces y a algunos pescadores de caña y a varias parejas que estaban
echando un polvo con desparpajo.
-El mundo es más poderoso que nosotros y la belleza nos
empuja sin parar.
-¿Quieres que nos bañemos antes de acostarnos? -preguntó
Lázaro, y el mar se cuajó de escarcha y tuvo hambre de horchata.
Vinieron entonces voces salidas de una viola olorosa,
voces de mujeres acobardadas y la Esperatriz, desde lejos, contempló el trono
de la Zamarrilla llevado por costaleros ciegos, de ojos quietos, pero
inmensamente abiertos. ¿Qué significaría esa visión?, se preguntó, y el tiempo
no quiso darle respuesta que los dos echaron
a andar pasito a paso, muy despacito, hasta llegar a las puertas del
hotel donde un señor canoso vestido de almirante gris y botones dorados les
abrió una puerta pesadísima. Cuando se acercaron al mostrador de recepción,
ambos con sus desorbitados trajes, hablaron con la sencillez del jugo de una
flor en la entrepierna.
-¿Qué desean los Señores?
-La Suite Pétalos de Hielo -dijo Lázaro mientras que con
sus espuelas rojas arañaba el parquet.
-Aquí tienen las llaves -y un botones con traje malva y
galones de desierto cogió unos baúles invisibles que transportó con sumo
cuidado hasta el ático.
Lázaro y Lola se subieron por primera vez juntos en un
ascensor tapizado de burdeos y sintieron cerca sus respiraciones y sintieron
tan cerca sus respiraciones que parecían músicos a los que se les escucha el
roce de la piel suave sobre las cuerdas de un laúd.
Al niño, que andaba con el culo ligeramente salío y
llevaba zapatos de charol brillante, Lázaro le dio cinco pesos y cerró la
puerta de la habitación que era blanca con dibujitos dorados y miró a Lola que
estaba asomada al balcón, que le dijo:
-Aquí podremos hacer el amor como paganos, que no nos
dará la sombra de ninguna catedral.
Lázaro se acordó de la Iglesia-Manquita que les estaba
guardando sus espaldas y del mármol rosa de su portada y de los sones de las
campanas y sonrió con la placidez de un deseo que se anunciaba propicio.
-Voy a llenar la bañera con agua dulce y voy a echar gel
de fresas.
-¿Gel?, ¿qué es eso? -preguntó la Esperatriz, no hay que
olvidar que estábamos en los años cincuenta.
-Un jabón como si fuera un jarabe, pero no seas tonta,
mujer, no te lo vayas a comer. Es mejor que nos bañemos por separado, yo no
quiero ver todavía tu cuerpo desnudo.
-Si estás harto de verlo en las regiones del sueño.
-Sí, pero hoy, poco a poco quiero recorrértelo con la
punta de los dedos mientras cierro los párpados.
-Vale, vale, vale -dijo la Esperatriz y aunque parezca
que no dijo nada, no deberíamos engañarnos, que los tímidos si se llaman Lola y
llevan años esperando suelen asentir rápidamente como si se les hubieran puesto
los pelos de punta por un inesperado contacto.
Lázaro entró en el baño y mientras cantaba un corrido se
aseó el pecho cuyos vellos despuntaban como estalagmitas minúsculas y se afeitó
todo menos el mostacho porque pensaba hacer cosquillas a la Lola mientras su
afilada lengua de vengador le acariciaba primero el vientre, después el
clítoris y más tarde, en un alarde que ni escrito por Aretino, le zamparía el
músculo del habla en el agujero profundo de la vagina.
La
Lola mientras tanto se puso a contar las estrellas, ¡era tan pitagórica! y no
sabía por qué todo le salía en conjunto de cuatro que es el número de la
justicia. También vio la luna y un caballo blanco, como las latas de leche
condensada que compraba en el estraperlo, que atravesaba el cielo con una
cabalgada de incienso.
Empezaron
a llover jazmines y a Lázaro, que le llegó el olor se preguntó para sus
adentros qué sería la sencillez. Y Lola que lo escuchó pensar decidió no
responderle, que si esa noche iban a cerrar el capítulo del amor udrí no debían
ahora andarse por las ramas, tabicó ella la mente y él escuchó el silencio.
Lola, que no había visto nunca una nevera chica, se agachó a registrarla y
encontró dentro una cajita de Afternoon, deslió uno de los bombones y le
dio un bocado y la menta se derramó en su boca deseante.
-Lola, que te toca a ti -dijo Lázaro, que no se echó
Varon Dandy ni ningún perfume que taponara la delicadeza de la pituitaria.
Y Lola cerró los ojos para no verlo y él andó a tientas
para lo mismo. Ella se descalzó y tiró la bata japonesa o de cola o de sabe
Dios qué y lo digo así, porque yo, la reina, no soy narradora omnisciente, por
lo menos no practico la omnisciencia métrica. Y cuando Lázaro escuchó que Lola
para ahorrar agua no abría ningún grifo le gritó desde la bola del mundo que
dentro tenía licores: “Lola, coño, ni que estuvieras en la posguerra, no te
laves con el agua que a mí me ha sobrao, no tengas miseria.” Y Lola por un
momento tuvo miedo, dicen por ahí que nadie puede abrir semillas en el
corazón del sueño. Mientras estaba en la bañera rodeada de espuma la Lola,
que acostumbraba a transmigrar, se fue en busca de Camarón.
(Continuará)