Mi madre (es decir,
también yo, en cierta medida, la Reina de la Morralla, porque los personajes
están genéticamente entreverados) probó la locura el mismo día en que Jimmy Sailor
(es decir, otro, alguien, cualquiera) tonificaba los treinta y un pares de
nervios espinales practicando la postura llamada Vakrasana del Yoga. Aquel día,
cuando Carmen la de las tetas negras salió al mercado de las Atarazanas para
comprar unas poquitas de almejas y una pescadilla para hacer un cocío pescao se
le reliaron los puestos en la cabeza y empezó a extraer conclusiones grotescas
a propósito de la morfología de las frutas. Hacía viento en abundancia y
resonaba en las arcadas la lascivia del aire violador cuando Carmen agarró un
plátano dorado y se puso a chuparlo mientras tanto,
sus oídos estaban abiertos y penetraban por ellos los más minúsculos ruidos:
las tragantás de saliva de una mujer que estaba en el otro extremo de la plaza,
las toses del pescadero que limpiaba la merluza, el crujir del bigote de
Domingo el de la carne, la caída de las gotas de sudor de Pestañitas que vendía ajo y yerbabuena, también laurel.
Mi madre, una vez que engulló la amarillez pajiza de la
bananilla canaria, cogió dos limones y se los metió por dentro del vestío y
paseó por los corredores del mercado mientras pronunciaba activistas eslóganes.
Después cogió una zanahoria y en la mantequillería la embadurnó de grasa, y de
esa guisa se la metió en las bragas sin parar de reír como una posesa insolente
excluida de por vida de los cuadros de Mari Pepa Estrada.
Y es que mi madre era un personaje demoledor y abstracto,
taciturno y beodo, corrientosa como el agua y exacerbada y color lombarda las
encías y eminentemente fumadora. Todo el mercado se sublevó y ella encabezó una
manifestación gloriosa mientras mostraba sus senos desnudos de yunques
ahumados como los de Soledad Montoya, y en el brazo derecho portaba una
bandera tricolor y en el izquierdo un pez espada. Aquel día volvió a la
Metacasa guarnecida de verde por dos guardias civiles a los que ella les
intentaba arañar la entrepierna, antes le habían echao una foto para tenerla
fichada. Mi padre, que en aquel momento se encontraba en plena Matyasana, con
las bullas y sin darse cuenta, al ponerse en pie, se quebró una pierna.
-Su mujer está como una cabra -dijo el número de la
esmeralda pareja de hecho.
Y mi padre respondió:
-Un torbellino no dura toda la mañana. Un chaparrón no
dura todo el día.
Mercado de Atarazanas |
Carmen la de las tetas negras, que escuchó cantar a los
pájaros sobre el viento voraz encarcelado en el patio, empezó a gritar que los
canarios hablaban como si fueran niños pobres y que la calandria estupefacta y
a oleadas decía plegarias inteligentes. Mi padre, que no había visto nunca a su
mujer tan lúcida abrió la puerta y echó a la benemérita a patadas. En el fondo
se querían. Se quedaron los dos solos y Carmen le dijo a su marido que lo de la
pierna quebrada era una señal del infierno que le anunciaba la partición de los
bienes maritales. Jimmy Sailor, que pensaba que su unión era indisoluble se
enojó como un cosaco y le preguntó a su mujer que qué pretendía con aquella
declaración de independencia. Carmen la de las tetas negras dijo que lo que
buscaba era su cuerpo, su propio cuerpo para ella sola, para disponer a su
antojo de cada uno de sus poros, inclusive cuando hubiera cambio estacional.
Que él la engañaba, no dejaba de engañarla sin parar y que ya estaba harta.
Mi madre, entre otras cosas, dijo que se sentía como si
se le hubiera muerto toda una pequeña ciudad dentro de sus pechos negros de
fumadora y que ese dolor era intransferible, que era un dolor tan inmenso como
un terremoto y que él era un hijo de puta desconsiderado que nunca había
respetado el duelo de esa pérdida tan inesperada y que por eso le había
castigao el señor y se le había partío la pierna, para que sintiera los dolores
que había padecido ella. Sin transición posible y no sé por qué extraña
analogía mi madre empezó a hablar de su madre y dijo que su madre tenía el
sudor dulce y no hablaba casi nada y que hasta regañaba descaradamente con ella
mientras vivía, pero que ahora le resultaba insoportable tener la certeza de
que nunca la iba a volver a ver, que eso no se lo deseaba ella ni a su peor
enemiga. Mi madre dijo que echaba de menos la forma en que regaba las macetas,
su manera de hacer las “almondigas” y ese desparpajo geográfico que demostraba
y que le hacía distinguir tan bien las carreteras de los campos sembrados de
cebá.
-Carmen, estás diciendo tonterías. Y si la echas tanto de
menos, si quieres, vamos a Granada en busca de tus raíces.
-¡Qué tío con más mala fondinga!, ¡hay que ver las cosas
que me dices! ¿No te das cuenta de que a Granada le ha pasado el tiempo por
encima y ya no es la misma? Es como si te quisieras comer un cucurucho de leche
merengada dos horas después de haberlo comprao. Allí está tó derretío. Ya no me
queda ná.
-¿Y la niña?
-Eso no es una niña, es un monstruo. Ella te quiere a ti,
yo no le gusto.
Cuando la escuché rápidamente me encerré en un hueco que
había en el armario de la Esperatriz y compuse mi primer poema, se trataba de
un romance de cuatrocientos versos en el que cantaba los beneficios de una
buena llorera y me reía de aquellos a los que les molesta que se viertan
lágrimas porque lo consideran de impotentes, entre otros héroes citaba a Héctor
el lacrimoso. Y mientras me limpiaba los mocos en la manga se lo di a mi madre
que me miró como si fuera mi hija y me dijo que había empezao a llover, que nos
asomáramos a la ventana. Me cogió de la mano y después me subió en sus brazos y
las dos miramos al cielo que estaba gris-gris. Nosotros, por aquel entonces, no
sabíamos lo que era la música clásica, a lo más que llegábamos era a las bandas
de trompetas y tambores, si hubiéramos sabido quién era Schumann habríamos
disfrutado con sus delirios y mi madre se hubiera sentido acompañada en ese
silencio de agua enfangada.
Estuvimos
un rato viendo llover hasta que me dio un beso en la mejilla y me soltó en el
suelo y me dijo: “Anda, vamos a mojarnos el pelo, para que nos crezca y nos
podamos hacer peinados de presidentas”. Yo la seguí y las dos nos pusimos a dar
saltos y mi padre gritaba para que entráramos pero no le hicimos caso. ¡Qué
va!, que nos metimos debajo del canalón y nos pusimos como sopas, y después mi
madre saltó y saltó y saltó como una rana y me dijo que abriera la boca para
beber el agua de las nubes y yo le hice caso porque era mi madre y yo le hacía
caso en tó.
-¡Que os vais a enguachisná! -dijo mi padre, pero
nosotras íbamos a lo nuestro y seguimos bebiendo gotas de lluvia hasta
hartarnos. Y es que hasta Schumann tiene sus sinfonías dulces que huelen a
tostadas de pan con mantequilla donde la vida cotidiana es un placentero
andante un poco maestozo como el recodo de un plácido río.
Yo me quité los zapatos y brinco va brinco viene me puse
pingando. Aún recuerdo la sensación de los húmedos adoquines sobre mis pies de
niña. Mi madre me siguió y ella también descalza y con las pupilas dilatadas no
paraba de gritar y gritar: “¡Somos republicanas, somos republicanas, somos
republicanas!”
(Continuará)