domingo, 26 de agosto de 2012

Capítulo III : La Metacasa - 1ª Toma



            No sé cómo llegamos a Port-Bou y desde allí a Barcelona donde cogimos un tren pa Málaga. Sé que dicho tren iba repleto, que parecíamos sardinas, y que mi madre para darme de mamar se colocaba alrededor una toalla sujetada por mi padre y mi abuela. Ella era la única que iba sentada y yo temía a todo el mundo, así que para evitarme ojos extraños hice todo el camino tapada. Mi abuela se despistó un poco y alzó un pie para arreglarse una media, pie que no pudo volver a tocar el suelo; hizo todo el trayecto como un flamenco, a la pata coja. Mi padre venía cabreado con un guardia civil que no dejaba de fumar puros y envolvía el compartimento en una intensa niebla. Cuando llegamos a Málaga nos estaba esperando mi primo Andrés. Mi abuela se quedó taxidérmica con el pie encogido, entre mi primo y Jimmy la subieron en la sillita de la reina, costó trabajo doblarla para meterla en el taxi, pero al final entramos todos y nos fuimos a la Plaza de la Merced donde mi primo tenía su Metacasa.

            Aquello era una fiesta, pusieron guirnaldas, hicieron sangría y los canarios con sus cantos querían salirse de las jaulas. A mi abuela la sentaron en un sillón de honor, y mi prima Tomasita le dio unas friegas en la pierna buena que estaba tiesa y amoratada, también intentó enderezarle la mala, pero fue imposible, dijeron que con el tiempo ya se le pasaría.

                -¿De dónde venís, primo, para llegar tan maltrechos? -preguntó Andrés.
            -De Singapur -dijo mi padre con voz altisonante y tachando de su recuerdo su breve escala en Francia. Mi madre guardó silencio y mi abuela se desmayó.

            Todos acudimos alrededor de la pobre para intentar socorrerla. Una vez que se reanimó le dieron un caldo del puchero aliñado con yerbabuena y pudieron comprobar que la mujer también había perdido el habla. Solo con su dedo índice señalaba a mi padre como acusándole de su tragedia.

            -¿De Singapur, primo? -dijo Andrés-. Eso está muy lejos.
            -Y tanto.
            -¿Cómo es aquello?
            -Grande como el cielo azul y verde como una lechuga -dijo mi padre que era el único que había visto algo a través de las ventanillas del tren y todavía conservaba la memoria de los colores.

            Mi madre se bebió un buen vaso de sangría y secundó todas las palabras de mi padre. De pronto buscó en la maleta de cartón una pieza de encaje y se la dio a la Tomasita para que se hicera unas enaguas. En ese momento llegó Mari Polvo, la hermana de Andrés, y se mostró muy emocionada. Llevaba un bolso rojo de escay del que sacó un pañuelo para secarse las lágrimas del reencuentro.

            -¡Ay, primo Jimmy, creíamos que ya no te íbamos a ver en tó la puta vida!
            -No digas tonterías, mujer. Ya ves, aquí estoy.
            Mi padre le presentó a la Carmen, que ya estaba borracha y tocaba los palillos al mismo ritmo que los canarios daban sus trinos.
            -Tú y yo seremos como hermanas -dijo Mari Polvo.

            Se caldeó el ambiente y mi tía Nati y mi tía Lola, la Esperatriz (la Esperatriz, la Esperatriz, la tía Lola-la Esperatriz, ¡qué mujer, la Esperatriz!), sacaron avellanas americanas que guardaban en una lata dorada y de bromas y de veras Mari Polvo empezó a enseñarle a mi madre cómo se bailaban los verdiales.

            Luego vinieron los niños, Marco y Billy, con una caja llena de ranas que croaban como desesperadas. Más tarde llegó mi abuelo Ramiro con un serete de higos y una coca-cola de litro para festejar la llegada.

            Tomasita, primorosa, puso un mantel a cuadros en una mesa grande y sacó polvorones que todavía le sobraban de Navidad. Todos me hicieron carantoñas y me daban trocitos de migajón como si fuera un pájaro. En esto que salieron los inquilinos: Fuensanta y Teodoro que vivían en el patio de la Metacasa, en una habitación que mi primo Andrés edificó justo al lado del Retrete de las Princesas para sacarse unos cuartos sin tener que salir a la calle.

            Parecía que estábamos todos cuando vinieron los vecinos al escuchar el jaleo, eran Vicente y su mujer, la Sebastiana, que aportaron una jarra de café.

            Fue una celebración inolvidable, mi padre no paraba de contarle patrañas a su primo y darle abrazos a mi abuelo, que de vez en cuando se levantaba el monóculo y se secaba una lágrima. Mi abuelo Ramiro fue el primer hombre que conocí que llevara lente única y le sentaba muy bien aunque algunas veces andaba como ciego porque los niños, para jugar, se lo quitaban y lo utilizaban de lupa y quemaban papeles para demostrar que los cristales no solo corrigen la vista sino que además pueden ser utilizados por si algún día nos quedamos sin cerillas.

            -Aquí no veíamos el día de tu llegada -dijo mi abuelo mientras los niños incendiaban unos recibos del alquiler de Fuensanta y Teodoro-. Tu última carta desde Alemania me dio mucha alegría.

            -¿Alemania? -dijo Andrés.
           -Sí, Alemania -dijo mi padre mientras la Carmen ya totalmente desparramada se partía de risa con los chistes verdes que Mari Polvo le contaba.
            -Primo, tú puedes escribir un libro con tantas aventuras.
            -Yo no porque no tengo arte para esas cosas, pero ésta sí -dijo mi padre mientras me señalaba.
            -¿Ya sabe escribir? -dijo Andrés.
            -En el extranjero se va más deprisa que aquí. ¡A ver, darle un lápiz a la niña! (Continuará)