domingo, 30 de septiembre de 2012

Capítulo IV : Aquellos fumadores - 1ª Toma


            Y los hombres volvieron con sus penas a cuestas, parecía que habían enterrado a sus propios ojos y ahora no sabían cómo llorar la tristeza. No estaban tristes porque se hubiera muerto la abuela Angustias, al fin y al cabo no la conocían tanto. Verdaderamente nadie la conocía. La abuela Angustias tuvo una hija sin estar casada: mi madre. Y en aquellos tiempos ser madre soltera era un pecado más grave que el asesinato, por lo menos más inmoral. Mi madre, Carmen la de las tetas negras, siempre conservó esa inestabilidad quebradiza propia de los hijos señalados y siempre le guardó a la abuela Angustias un amor mezclado con el resentimiento de no haberle dado la condición de los que disfrutan de los apellidos de su padre. Así que aquella vieja que estiró la pata se llevó un secreto a la tumba, el nombre del macho que le hizo el bombo. Tampoco era por eso por lo que los hombres vinieron tristes, a los hombres les traía al fresco la reputación de las mujeres. Ellos venían pensando en sus cosas y caminaban despacio, con la cabeza gacha y las manos metidas en los bolsillos. Yo los vi doblar la esquina de la calle porque mi tía Lola, la Esperatriz, me tenía en brazos. Y los hombres caminaban así, desganados, porque los hombres, de pronto, se encogen cuando van a un entierro y se ven solos, sin mujeres al lado, junto a una tumba abierta. Y es que al cementerio no fuimos ninguna de nosotras, no nos correspondía. Cuando la Esperatriz los vio con esas caras se levantó y dejó su puesto, y en un gesto de lucidez corrió a la cocina a por una botella de coñac; y es que a la Esperatriz le daba mucha pena contemplar a un hombre con ganas de llorar y sin ojos para hacerlo.

            Mi abuelo Ramiro Sánchez era el que venía peor, tal vez porque él tenía la sombra de la edad en los párpados y andaba ya con bastón. Cuando Lola le acercó la copa con una rayita roja que señalaba la cantidad de licor que se debía servir no le dio las gracias ni ná de ná, que por entonces no se estilaban esas finuras y vivíamos en una época donde lo más frecuente era pisarnos los unos a los otros sin pedir perdón. Aunque los hombres, y esto también es cierto, cuando tienen ganas de llorar y tú les das una copa como si fuera un pañuelo… A ellos les entran ganas de abrazarte y comerte a besos o invitarte a café o comprarte un alfiler. Los hombres eran así y escondían su agradecimiento. Bueno, algunos son así y también son de otra manera, quiero decir que el mismo que te pone en un altar puede matarte a puñetazos. Y eso la Esperatriz lo sabía, decía que tenías que tener mucho cuidado si habías visto a un hombre llorar porque después se ofende y se muestra colérico por haber mostrado su debilidad. Entonces es cuando él empieza a odiarte y repudia el momento en que simplemente fue un ser humano, entonces es cuando se vuelve suspicaz y agresivo y te odia porque teme tu saber. La Esperatriz decía que eso le pasaba sobre todo a los mejicanos, que ella lo sabía bien porque tuvo un novio con un gran mostachón y acento de Monterrey, que era un machito de armas tomar. Así que los hombres entraron en la sala grande y la Esperatriz se quedó en la puerta y las demás mujeres: la prima Tomasita, Mari Polvo, la tía Nati, Fuensanta la inquilina, mi madre y la vecina Sebastiana se quedaron en el patio dándole de comer a los canarios y diciendo ay, ay, ay sin ningún pudor.

            Mi primo Andrés le ofreció a mi padre un cigarro, pero éste dijo que prefería su pipa de espuma de mar; mentira que no era suya, que se la había robao a mi madre. Teodoro, el inquilino de la Metacasa, quedó maravillado por la destreza que manejó Jimmy Sailor al tratar con el tabaco y Vicente, el vecino, abrió los ojos como si estuviera deslumbrado por el alba. Mi abuelo Ramiro, mientras tanto, pensaba en la muerte.

            El primo Andrés parecía que guardaba un silencio doble, sus bucles de trigo atusados por el peine quita-liendres y la lamiosa brillantina le daban un aire atrayente y melancólico. Igual que un artesano de manos delicadas encendió el cigarro que él mismo había liado con pulcritud y parsimonia y tras la primera calada dijo: “No somos nadie”; y miró a sus costados como el que busca la presencia de un travieso compañero. Solo los ojos de Teodoro-Inquilino estaban cerca de sus gestos, y no era de extrañar esa mirada constante y curiosa porque en el fondo tanto él como su esposa Doña Fuensanta, que tenía cara de lechuza, eran unos observadores. Teodoro-El alquiler, ¡por Dios!, que se le ha olvidao este mes y ya sabe lo apuraos que andamos; era hombre delgaducho y enajenado de sus propias carnes, andaba siempre asomado más allá de su cuerpo, y sus pupilas eran dos faros negros e inmensos. El vecino Vicente, en cambio, tenía los ojos tan abiertos… No porque se saliera de sí, cosa que era imposible en un hombre tan bragao, con camisa tan azulina y bigotillo de delincuente falangista y pelo como el charol, también abrillantao; el vecino Vicente, digo, tenía los ojos tan abiertos porque le había entrao una mota y andaba como loco frente al espejo del aparador mojando el pico de un pañuelo de yerbas (no blanco con inicial que solo se llevaba los domingos) para ver si se le salía el objeto volador no identificado que se había colado en el globo de la vista. Seguro que era una carbonilla del brasero que la Esperatriz les llevó para que estuvieran calentitos mientras charlaban de sus cosas. Mi padre también daba bocanadas de humo y Teodoro lo observaba. Teodoro-Que estamos ya a veinte y no hace usted ademán de meterse la mano en el bolsillo. Mi abuelo Ramiro seguía pensando en la muerte mientras le daba caladas a un toledano roto que se había encontrao en el camposanto y que echaba un olor que trasminaba.

            -¡Cojones, Teodoro! ¡Que se me ha olvidao ofrecerle tabaco! -dijo el primo Andrés y cogió una hojita de papel de arroz y un poco, muy poco, de picadura y se la alargó a Teodoro-El que de un momento a otro iba a pagar el alquiler, pero que ahora estaba fuera de sí y a punto de que se le saltara la hiel.

            Teodoro, que era coleccionista de sellos rotos, vitolas defectuosas, estampitas manchadas de santos milagrosos y husmeador de bragas, se levantó envuelto en profusas inclinaciones sumisas y ya que estaba de pie preguntó:
            -¿Quieren los señores que llene las copas?

            El abuelo Ramiro despertó entonces de sus reflexiones lúgubres y mi padre, que por fin consiguió domeñar la pipa de mi madre, le dijo que sí, que escanciara los licores. Vicente, por su parte, y ya que estaba de pie, le pidió que le soplase en el ojo y Teodoro, que era más apañao que un jarrillo lata, así lo hizo.
            -A mí me pone usté un solisombra -dijo mi abuelo.
            Y Teodoro-Viruta que era mellao y trabajaba en una carpintería de plata complació a todos con la diligencia de un camarero experto.

            Solo cuando estuvieron servidos fue cuando empezaron a hablar del hambre. Yo estas cosas la sé porque años más tarde me las contó la Esperatriz que desde su silla azul de enea escuchaba todo lo que le permitían sus oídos. Mi abuelo Ramiro contó el primer día que peló una naranja, y como tenía las manos percudías de limpiar pescao la naranja se puso negra y sucia, más sucia que la tomiza de una llueca. Mi primo Andrés dijo que la primera vez que se comió un filete de carne fue en la mili y que aquel mismo día se había metío dos huevos duros en la boca y se iba a ahogar. Vicente el vecino dijo que él estuvo en el Ferrol acompañando a un alto cargo de la jerarquía militar y que allí había probao las nécoras y también le había chupao el coño a una puta, y que el coño le sabía a sal aunque después le vino unas vomiteras y unas fiebres y unos dolores musculares y unas jaquecas afiladas a causa del marisco corrompido que no olvidaría en toda su vida. Teodoro dijo que él tenía los pies planos y de joven había padecido de flatulencias, le dio a sus palabras un tono oscuro porque, todo según la Esperatriz, lo que no quería confesar era que había padecido tuberculosis. Bueno, pues Teodoro contó cómo su madre le daba todas las noches una yema con leche y una cucharadita de vino dulce, y todos le miraron de arriba abajo.

Mi padre quedó silencioso como solo él sabía hacerlo, uno de esos silencios majestuosos y ambiguos que llenaban de curiosidad a los que le rodeaban. El silencio era para mi padre una sustancia bien trabajada como la artesanía de un buen ebanista. Después le dio una calada a la pipa y aspiró hondo, miró a diestro y siniestro, le dio una nueva calada a la pipa y soltó el humo en anillos; la verdad es que mi padre no era más chulo porque no se entrenaba. Y dijo:
            -La primera vez que yo probé el salmón fue en Noruega, estaba embarcado en El Santa Mónica y volvíamos a Europa después de navegar por la Península de el Labrador.
                                                                                                                (Continuará)