domingo, 17 de marzo de 2013

Capítulo VII : La temprana edad - 2ª Toma


            

              Me dio tanto coraje que alguien tan débil como ella se atreviera a defender esa clase de risa, me entró tanta furia al pensar que si me estaba quieta encima sería yo también una víctima, que le pegué un empellón superlativo y cayó sobre el barreño y el agua apagó el fuego incipiente y rápidamente cogí un pedazo de madera y con la tizne empecé a ensuciarle la cara.

                            Ella gritó como una descosida y se armó tal follín que los niños al vernos manchadas como guarras quisieron ellos también disfrutar como cerdos, y mojaron sus dedos en las negruras de las brasas apagadas para dibujarse sobre las mejillas extraños símbolos de venganza.

                                                       Currito Tirachina empezó a encender mixtos como un loco y finalmente le metió un par en la bragueta al inerme Derri que empezó a arder por su sexo como si fuera un pequeño condenado de la Santa Inquisición o un Judas de los de la fiesta de San Juan. Yo no pude hacer nada, por un momento me iluminó su cuerpo de paja y el dolor de la pérdida del primer amor, paralizada ante las llamas y las carcajadas de todos, incluso Marco el prudente se reía por alternar.

                                                                                      Decidí hacerme fuerte sin decidirlo siquiera porque me guiaba un instinto, di otro empellón a Sole que cayó bocabajo sobre los adoquines y se le quitaron las ganas de cuchufletas y cogí una piedra que lancé directamente al ojo de Currito-Tirachina para que viera las estrellas y a mi primo Billy le escupí en la cara y a mi primo Marco le saqué la lengua y así, así excitados y con la respiración angustiada y con las caras tiznadas y el miedo del resquemor metido dentro del cuerpo, quisimos llegar más y más lejos en nuestra pequeña aventura por el sendero de la insensibilidad y Currito Tirachina, que era ceñudo y porfiador y hasta un poco masoca, dijo que si queríamos temblar a gusto lo mejor era que aprovecháramos las tinieblas de la noche y jugáramos al escondite. 

                                                                                                          La verdad es que la oscuridad nos estaba abrazando como un asfalto de aire. Había que aprovechar el negro que dominaba cada habitación de la Metacasa y ocultarnos como ladrones. Fue a Sole a la que le tocó hacer de madre, con lo que tendría que buscarnos por todas las estancias, yo como era chica, y mi violencia había sido sobrehumana sólo para mí misma, jugaría de cascarilla.
  
       Entramos a la Metacasa que estaba toda como el betún. Bueno toda, toda, no, que la Sala de las Peleas estaba iluminada y La Cocina de las Mariposas también. Entramos, digo, y para mí fue como si por primera vez la hubiera pisado porque por arte de magia quedó descubierta en su conjunto pleno. Me paré en medio del Zaguán de los Fracasados de donde colgaban fotos de guerreros con las piernas cruzadas como chulos, uno de ellos con gesto severo y triste, como si hubiera estado perdido toda su vida, perdido para los demás, tenía el labio colgando y los ojos llenos de mentiras piadosas.

                 Había más y más retratos, un legionario con sonrisa camelosa, una mujer con los zapatos de punta de golondrina y la blancura de un botón de nácar derretido, un hombre bigotudo que parecía un tenor italiano, una vieja con roete, mandil y pañuelo que abrazaba a dos niños cabezones, una novia rodeada de rosas blancas y una sonrisa falsa.  Creí haber analizado todos los cuadros y volví de nuevo a la entrada, sin saberlo mantenía la estrategia de las manecillas del reloj. Cuál fue mi sorpresa cuando ná más entrar a la izquierda, justo al lado de la puerta de la Habitación de la Esperatriz hallé un cuadro nuevo, era una foto mú bonita, con colorines... El buen hombre llevaba un sombrero, un traje lleno de remiendos que no se notaban, a no ser que fueras costurera, y en el ojal, radiante y pura, llevaba una flor blanca. Me quedé un rato mirándola y quise saber quién era aquel protagonista de la esquina, lo miré a los ojos como si sus ojos tuvieran vida y se parecieran a los míos, fue hermosa esa mirada y conservo grabada en mi corazón su vuelo informe y el silencio de un reconocimiento compartido.

                                    -Tonta, escóndete que te van a pillar -dijo mi primo Marco-. Métete en el Baúl Inspirado de la tía Lola.
                                               ¿De qué me estaba hablando mi primo? Entré sigilosa en la Habitación de la Esperatriz levemente iluminada por el reflejo dual que entraba sigiloso por la ventana Norte y por la ventana Este. Había una cama de cuerpo y medio revestida de una colcha escarlata en la que destacaban estampados racimos de uvas de un rojizo más fuerte. Un fuerte viento de levante traqueteó los postigos de cristales limpísimos, el cielo estaba encapotado y al lado derecho de la cama, sobre la mesita de noche de madera de naranjo, había una botella llena hasta la mitad de multitud de gotas transparentes, el gañote sufría la oclusión de un vaso bocabajo adornado con relieves precisos, esta fue la primera penetración que vi en mi vida, por lo menos, la primera conscientemente impresa en el registro de las imágenes concluyentes. 

                                                                      Sobre la cama había un cuadro apaisado, una mujer desnuda y envuelta en collares blancos reía las ocurrencias de media docena de amorcillos que le ofrecían más y más perlas marinas. A lo lejos se veía un castillo de escarcha rodeado de un foso de secretos y miles de niños jugueteando alrededor de su arquitectura fantástica. Tal vez se trataba de una foto de la Esperatriz cuando era joven y de su pelo rojizo como el de las actrices americanas que salen en las películas coloreadas. En el lado de la izquierda había un ropero con unas letras grabadas sobre las vetas de la misma madera: El Armario de las Ausencias

                                                                                            Un rayo de la luna vino a decirme dónde estaba el Baúl Inspirado: justo en el rincón entre las dos ventanas. Era un mamotreto azul de tapadera curvada como los que  descubren los piratas en las islas que esconden botines preciosos. ¿Sería capaz de abrirlo? Lo mismo la pereza, debida al hambre que me empezaba a entrar o el miedo infantil, porque el miedo siempre es infantil, me dejaba a las puertas del descubrimiento. Respiré hondo muy hondo, incluso bostecé, ¿me estaba entrando sueño o se trataba de una nueva estratagema que mi cobardía trenzaba para no superarme a mí misma?

                                                                                                            La Esperatriz, mi hada madrina, la que está y no está, pareció leer mi pensamiento y se conjugaron sus órdenes para que, de pronto, apareciera ante mis ojos un espléndido hojaldre relleno de frutos mediterráneos acompañado de un dulzón licor de avellanas desprovisto de alcohol, pero lleno de las locuras que procuran las libaciones en vasos pequeños. Una vez satisfecha el miedo fue decreciendo y es que mientras comía, tiernamente, mis ojos se acostumbraron a la penumbra y pude vislumbrar todas las sutilezas de la habitación de las dos ventanas: un pequeño espejo para contemplar las penas que no son deudoras del hambre y la necesidad, una polvera para maquillar los dolores de los amores inconclusos, descabellados finalmente por el paso de los días inútiles, un cepillo para peinar la descompostura de las tristezas y una barra de labios que nos recuerda las huellas de los besos sabrosos para cuando una ya no puede más y es necesario representarse hasta la saciedad las caricias que fueron o que serán, todo sobre un comodín veteado de verde. 

         Yo supe para qué servía cada objeto porque eran de tacto parlante y decían su utilidad en cuanto los cogía. Distraída por su empleo vínome, al oído la invitación musical del Baúl Inspirado que, harto de que no le prestara atención, empezó a sonar como una gramola. Y es que hasta los más terribles monstruos tienden a disfrazar su austeridad terrorífica cuando nadie les hace caso. Pero, y vayamos un poco más lejos, ¿era el Baúl un monstruo? Ya no podía esperar más, si no se iba a rebosar todo el misterio y entonces sí que no hay vuelta atrás. Abrí el Baúl con desparpajo igual que el que se lanza al mar de cabeza y una ráfaga de ensueño me agarró por la cintura y me metió dentro. 

                                Me quedé quieta boca-arriba con las manos sobre el pecho, cerré los ojos y me imaginé flotando sobre un río a mi medida, sin saberlo era una pequeña Ofelia con guirnalda de ilusiones abstractas; mi edad no daba para más. Aquello era muy aburrido, nadie venía a buscarme, tendría que salir por mí misma y saldría lo mismo que había entrado: sin ninguna noticia extravagante. Así que con naturalidad abrí la tapa y me puse en pie sigilosamente. Fuera del Baúl, que era simple y sin labrados arabescos y sin rebuscadas filigranas, consideré cuál era el provecho de entrar allí y pasarse las horas muertas mirando al aire.

            En fin, fui al  Armario de las Ausencias, tal vez mostrara mayor divertimento: abrí la puerta de en medio y me senté en uno de los cajones. Cerré por dentro y esperé a ver qué pasaba. Escuché el llanto de un niño mucho más pequeño que yo.

                                                                                              (Continuará)